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martes, marzo 12, 2024

Dato interesante sobre la vida personal de Adam Smith


Adam Smith nunca se casó ni tuvo hijos. Compartió gran parte de su vida con su madre y con su prima Janet Douglas en Edimburgo.
Se le considera uno de los padres del liberalismo económico. Publicó "Ensayo sobre la riqueza de las naciones" en 1776, un estudio acerca del proceso de creación y acumulación de la riqueza. Fue un pensador, conferenciante y docente escocés muy influyente en su tiempo.

B/EH

miércoles, abril 19, 2023

Puntos de vigencia de Adam Smith en la economía de mercado capitalista.


Adam Smith es considerado el padre de la economía moderna y el ideólogo de los principios del capitalismo. Sus obras más influyentes son La Riqueza de las Naciones y La Teoría de los Sentimientos Morales, en las que desarrolló sus ideas sobre: el crecimiento económico, la libre competencia, el liberalismo y la ética. En este artículo, vamos a analizar el impacto contemporáneo de Adam Smith en la economía y la sociedad.

El impacto de Adam Smith se puede apreciar en varios aspectos:

1. El concepto de producto interno bruto (PIB). Smith fue el primero en proponer una medida del valor de la producción de un país, basada en la suma de los valores añadidos de todos los sectores económicos. El PIB es hoy en día el indicador más utilizado para medir el nivel de desarrollo y el bienestar de una nación.

2. La teoría de compensar las diferencias salariales. Smith explicó que los trabajos peligrosos o indeseables tienden a pagar salarios más altos como una forma de atraer trabajadores a estos puestos. Esta teoría se aplica todavía en la actualidad para explicar las diferencias de ingresos entre distintas ocupaciones y sectores.

3. La defensa del libre mercado y la libre competencia. Smith argumentó que el mercado es el mecanismo más eficiente para asignar los recursos escasos entre las necesidades ilimitadas de los individuos. Según Smith, la mano invisible del mercado garantiza que cada agente económico, al perseguir su propio interés, contribuye al bienestar general de la sociedad.

4. Smith también criticó las restricciones al comercio impuestas por los gobiernos y las corporaciones, y abogó por la libertad de comercio entre las naciones. Estas ideas han inspirado el desarrollo del capitalismo y el liberalismo económico a lo largo de la historia

5. La contribución a la filosofía moral y social. Smith no solo fue un economista, sino también un filósofo que se interesó por los fundamentos éticos y psicológicos de la conducta humana. En su obra La teoría de los sentimientos morales, Smith propuso que los seres humanos se guían por la simpatía, es decir, por la capacidad de identificarse con los sentimientos y las motivaciones de los demás. Según Smith, la simpatía es la base del juicio moral y de la formación del carácter virtuoso. Smith también analizó el papel de las instituciones sociales, como la familia, la religión y el Estado, en la conformación de las normas y los valores de una sociedad.

En conclusión, Adam Smith fue un pensador innovador y original que dejó una huella profunda en la economía y la filosofía. Sus ideas siguen siendo relevantes y vigentes para entender el funcionamiento del sistema económico y social contemporáneo.

miércoles, marzo 15, 2023

El caracter político de la Economía en Smith y Ricardo. Una nota.

Debemos recordar que un estudio de Economía Política implica examinar los intereses económicos de clases sociales y su expresión en el Estado, en forma de políticas económicas, principalmente. 

Tras los factores de producción de Adam Smith y David Ricardo, tierra, trabajo y capital por ejemplo, se ubican intereses de clase diferentes, de asalariados, rentistas de la tierra y empresarios que obtienen ganancias, que luchan entre ellos por la defensa y predominancia de sus intereses económicos. La Tendencia Decreciente de la Cuota de Ganancia descubierta por David Ricardo, implicaba que la Ganancia decrece cuando aumenta la Renta de los Terratenientes y los Salarios de los Trabajadores. En Economía Política examinamos los problemas económicos relacionados con las políticas del Estado. Adam Smith y David Ricardo, acordes con su tiempo histórico, defendieron posiciones favorables a los capitalistas. David Ricardo, incluso, fue diputado, gran parte de su vida.

lunes, abril 18, 2022

Adam Smith: Un esquema de su pensamiento

 










domingo, noviembre 19, 2017

Nociones del pensamiento de Adam Smith

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Nociones del pensamiento de Adam Smith vertidas en La Riqueza de Las Naciones (*)

Carlos Eduardo Gómez Estrada

agosto de 2017


Adam Smith fue sin duda el autor que más contribuyó a hacer del crecimiento económico, un objeto de análisis general. Si bien es cierto que La riqueza de Las Naciones es una obra sobre economía, también aborda la filosofía social, la historia económica y la economía política. 

En cuanto a la Economía Política su estudio es muy completo pues va desde la exposición de las relaciones estructurales que caracterizan a las economías de cambio que practican la división del trabajo, hasta la presentación de las funciones económicas del Estado. Sin embargo su máxima preocupación de estudio gira alrededor de aquello aspectos que contribuyen a la creación de la riqueza en mayor o menor medida. 

La Riqueza de Las Naciones se divide en cinco libros, que a su vez se subdividen en capítulos. Para fines de esta investigación, se abordaran los temas más relevantes de los primeros once capítulos.

A continuación se abordan los temas e ideas más relevantes, vertidos en los primeros once capítulos: 

Capitulo I

En este capítulo Smith desarrolla un de sus premisas más celebradas, referente a la división del trabajo en la producción de bienes: 

Según Smith, el aumento en la cantidad de bienes que un mismo número de personas puede producir, consecuentemente con la división del trabajo, provendrá de tres causas diferentes: 

· Al dividir el trabajo, incrementa la destreza particular de cada trabajador. Si el mismo trabajo se repite, se adquieren nuevas habilidades para hacerlo, y por consecuencia, se hace con mayor rapidez. Si el obrero se dedica a una sola labor, podrá hacerla más rápido que dedicándose a varias distintas. 

· Al dividir el trabajo, se ahorra el tiempo que de otra forma se perdería al pasar de una actividad a otra. Si el trabajador tiene que cambiar de una tarea a otra con cierta regularidad, perderá tiempo mientras termina de realizar una comienza a hacer la otra. Por otra parte, al comenzar una actividad diferente, el trabajador no está totalmente inmerso en esta, por lo que habrá un tiempo perdido mientras el obrero se introduce y trabaja eficientemente en ella.

Al dividir el trabajo, se da pie a la invención de maquinaria. Cuando el obrero se dedica a una sola actividad, toda su concentración y capacidad creativa se centran en la actividad misma, facilitando la invención de maquinarias o mecanismos que reducen el tiempo que debe dedicar a la misma. 

Una peculiaridad mencionada aquí, es la dificultad encontrada para dividir el trabajo en la agricultura, como sucede en la manufactura, dado que las labores agrícolas aun al ser divididas tienen que ser realizadas conforme corren las temporadas del año, por lo que resulta complicado tener a un solo hombre ocupado en una sola actividad. 

Capitulo II

En este capítulo, Smith aborda la motivación existente para dividir el trabajo, que como es expuesto, no es resultado de la sabiduría humana, sino de la naturaleza del hombre a permutar, negociar y cambiar una cosa por otra. 

A diferencia de los animales, que no negocian, o intercambian de manera deliberada y equitativa una cosa por otra, el hombre debe negociar, interesando el egoísmo de sus semejantes, de manera que cualquier oferta se plantea de la forma siguiente: “Si obtengo lo que necesito, entonces obtendrás lo que deseas”

Smith es claro en afirmar que no es la benevolencia la que nos procura aquellas cosas que necesitamos, sino el interés de nuestros semejantes en obtener lo que ellos mismos quieren. Así, no es la benevolencia del panadero las que nos garantiza el pan, sino la consideración de su propio interés y de las ventajas de intercambiar lo que el produce por una cosa diferente. 

Smith plantea el ejemplo de una tribu de cazadores, dentro de la cual, un hombre presenta mayor destreza para elaborar arcos y flechas que sus semejantes. Dicho hombre, intercambia con frecuencia las flechas y arcos elaborados por parte de la carne que otros han cazado, descubriendo con el tiempo, que le resulta más útil dedicarse solo a producir flechas pues así puede obtener más de lo que desea, que si saliera el mismo a cazar. 

Cada una de las habilidades del hombre para producir, de disponen en un fondo común, donde lo producido, está dispuesto para la permuta, el cambio o el truque, en virtud de la naturaleza humana, que terminará permitiendo a cada uno, comprar la parte de la producción ajena que necesitan.

Capitulo III

En este capítulo, Smith plantea que la división del trabajo se encuentra limitada por el tamaño del mercado; así, quien se encuentre en un mercado muy pequeño, no se animará a dedicarse a una solo ocupación pues no será capaz de cambiar el sobrante de su producto (en exceso de lo que el mismo necesita consumir) por lo que necesita del producto elaborado por otros. 

Ciertas actividades económicas, no podrán sostenerse a menos que se desarrollen dentro de poblaciones grandes. Por otra parte, en aquellos mercados pequeños (por ejemplo el de una aldea alejada), el campesino puede ser también el panadero, carnicero y cervecero del lugar. 

En lugares donde las familias viven muy alejadas entre sí, las personas aprender a producir muchos bienes que, en otras circunstancias, demandaría a artesanos en lugares más poblados. 

Capitulo IV

En este capítulo, Smith plantea como surge y se utiliza la moneda. 

Si el trabajo se divide, entonces el hombre necesitará vivir en un régimen de intercambio, y por las dificultades que presenta el truque, será necesario introducir el dinero como parte del mercado. 

Al dividir el trabajo, solo una pequeña cantidad de las necesidades del hombre se vio satisfecha con el producto de su trabajo, por lo que el hombre se vio en la necesidad de cambiar el sobrante de su producto por porciones del producto de otros. 

Sin embargo, si el hombre no disponía de ningún producto que otro estuviera interesado en obtener, entonces la capacidad de cambio se veía afectada obligándolo a proveerse de algo que pocas personas podrían rechazar a cambio de los productos de su propio esfuerzo.

La mayoría de los países dieron solución a este problema con los metales, sobre todas las otras mercancías, pues eran menos perecederos y se podían dividir en las partes que se necesitara. 

Sin embargo el uso de los metales presentaba dos inconvenientes; la incomodidad de pesarlos y la de contrastarlos. Fue por ello que se comenzó a colocar un sello sobre aquellos metales que usaban los distintos países para comprar mercaderías.

Surgieron las casas de moneda que aseguraban la finura y calidad de los metales, dando paso así, a la constitución de la moneda como instrumento universal de comercio. 

Capitulo V

En este capítulo, Smith aborda como el trabajo es la medida real del valor y comienza a plantear al trabajo como generador de riqueza. 

Smith plantea que el valor de un bien, es la cantidad de trabajo que se puede adquirir por intercambio o mediación de ese bien. Es por ello que el trabajo es la medida del valor en todo tipo de bienes; el dinero solo contiene el valor de cierta cantidad de trabajo, que a su vez es intercambiado por cosas que involucran una misma cantidad del mismo.

La riqueza otorga los medios para adquirir poder, y la riqueza a su vez está en función de la cantidad de trabajo o producto ajeno que la misma facilita adquirir. 

Sin embargo, aunque el trabajo es la medida del valor real, no suele ser la medida en la cual se estima dicho valor. Usualmente un artículo se cambia por otro, por lo que resulta más natural estimar el valor por la cantidad de otra mercancía que se puede obtener y no por el trabajo que puede adquirir. 

Y desde que el dinero se usa como instrumento del comercio también las mercancías se cambian por dinero y no por otro bien. 

Metales como el oro y la plata a veces son más caros o baratos, por lo que no pueden ser medidas exactas, en cambio una cierta cantidad de trabajo, en cualquier momento, tiene el mismo valor para el trabajador. 

Puede cambiar el valor de un bien, pero no la cantidad de trabajo que lo adquiere, por lo que el trabajo, al no cambiar nunca el valor, es el patrón más efectivo para estimar el para un bien especifico. 

El trabajo es por ende el precio real, mientras que la moneda el precio nominal. De ahí se desprende también que se afirme que el precio real del trabajo sea la cantidad de cosas convenientes que mediante él se obtienen y que su precio nominal sea la cantidad de dinero por él obtenida. 

Capítulo VI

En este capítulo Smith plantea los componentes del precio de las mercancías

Usualmente el producto en su totalidad corresponde al trabajador, pero cuando se utilizan bienes acumulados, algo debe abonarse como utilidad de los empresarios, y el valor de la obra se deriva en salarios y beneficios. 

Los beneficios provienen del valor del capital empleado y son mayores o menores en proporción al mismo. El beneficio proveniente del capital forma parte del precio de las mercancías y es completamente diferente a los salarios pagados al trabajo.

En esta condición, no todo el producto corresponde al trabajador, sino que es copropiedad del propietario del capital que se empleó.

Capitulo VII

Es este capítulo, Smith plantea la diferencia entre el precio natural y el precio de mercado de los bienes. 

En las diferentes sociedades existen tasas corrientes de salarios, beneficios y renta de acuerdo al empleo que a cada uno de estos factores se dé, y a las condiciones mismas de la sociedad. Dichas tasas o niveles corrientes se denominan tasas naturales del salario, beneficio y renta. 

Cuando el precio de un bien es igual a lo necesario para pagar todas las tasas naturales, entonces se dice que el bien se vende a su precio natural (lo que realmente cuesta). 

Sin embargo, el precio efectivo al que se venden las mercancías suele ser el precio de mercado que puede ser inferior, igual o superior al precio natural. El precio de mercado está en función de la cantidad de mercancía llevada al mismo de la demanda de quienes están dispuestos a pagar el precio natural. Estos con los compradores efectivos y a su vez constituyen la demanda efectiva, que tiene que ser lo suficientemente atractiva para que el producto se lleve al mercado. 

Si la cantidad de producto en el mercado es inferior a la demanda efectiva, entonces el precio de mercado será mayor al precio natural. Cuando la cantidad es igual a la demanda, entonces el precio natural coincide con el de mercado y por el contrario cuando la cantidad es mayor a la demanda, entonces el precio de mercado es menor al precio natural. 

Capítulo VIII

En este capítulo Smith aborda algunas ideas sobre la forma de establecer los salarios del trabajo

De acuerdo a Smith los salarios dependen del contrato hecho generalmente entre empleador y trabajador, en el cual hay intereses desiguales: los trabajadores desean conseguir mucho, los empleadores pagar lo menos posible.

Si un hombre vive de su trabajo, entonces su salario debe ser suficiente al menos para mantenerlo, es decir, igual a sus costos. 

Cuando en un país se demandan más trabajadores, a todos los niveles, entonces existe una mayor posibilidad que los salarios se vean incrementados. Si la mano de obra es escasa, entonces los empleadores compiten por ella ofreciendo pagar más, rompiendo así la cadena natural donde el empleador paga lo menos posible. 

La recompensa liberal del trabajo, por lo tanto, es el efecto necesario, y natural para aumentar la abundancia nacional.

Cuando hay abundancia, los trabajadores renuncian a sus empleadores y confían en la subsistencia propia. El precio del trabajo, por lo tanto, se aumenta con frecuencia en años de bonanza.

Por el contrario, cuando hay escasez, la dificultad y la incertidumbre de la subsistencia, hacen que las personas deseen poner su mano de obra a disposición de los empleadores. Hay más gente deseando obtener un empleo que personas consiguiéndolo; muchos están dispuestos a tomar un trabajo por salarios más bajos que el normal, por lo que los salarios tenderán a la baja.

Capítulo IX

En este capítulo Smith aborda los beneficios del capital.

Los beneficios dependen del aumento o la disminución de la riqueza. Un aumento del capital, que tiende a incrementar salarios, haría disminuir el beneficio. 

En cuanto al dinero, se puede afirmar que donde este se va a utilizar, también se deberá pagar una suma específica por su uso, a lo cual se denomina interés. 

Mientras los salarios aumentan, los beneficios disminuyen: esto se explica situándose en una ciudad o país, donde los empresarios compiten por contratar a la mayor cantidad de personas posibles para desarrollar sus inversiones; para ello ofrecen mejores salarios, disminuyendo así el beneficio. 

Por el contrario, donde las personas compiten por el empleo, los salarios tienden a la baja, incrementando así los beneficios.

Capitulo X

En este capítulo Smith aborda como los salarios y beneficios son de acuerdo a los diferentes empleos del trabajo y capital.

En un mismo territorio, los beneficios y las desventajas que se producen por los diferentes usos del trabajo y del capital deben iguales o estar en dicha tendencia.

De acuerdo a Smith, hay ciertos factores que hacen que los beneficios sean diferentes y se abordan a continuación: 

· Según la naturaleza de los empleos: si el empleo es satisfactorio o no, si es fácil de aprender, la fe que se tiene en quien efectúa la tarea y la certidumbre del éxito. 

Todas estas circunstancias originan desigualdades en los salarios de los trabajos y en los beneficios del capital.

Según la política: se limita la competencia en determinados empleos, en otros se aumenta, y se limita la circulación del capital y del trabajo, tanto en lo que se trata de empleo a empleo como de lugar a lugar.

Capitulo XI

De la Renta de la Tierra. 

La renta a pagar por el uso de la tierra, es naturalmente la más alta que se pueda pagar. El dueño de la tierra pide una renta equivalente a toda la producción, salvo lo mínimo necesario para que el inquilino viva, trabaje la tierra y obtenga una pequeña ganancia.

Por lo tanto la renta por el uso de la tierra es esencialmente un precio monopólico. El inquilino no tiene alternativa que pagar lo que el dueño exija. No hay relación con cuánto le corresponde obtener al dueño, sino con cuánto puede pagar el inquilino.

Parte de la producción requiere que siempre exista una demanda tal que el precio sea superior al costo de llevar el producto al mercado más una pequeña ganancia. Esta es capaz de pagar una renta al dueño. Otra parte de la producción puede o no tener una demanda que permita este precio. Esta puede o no pagar una renta al dueño. El concepto es la demanda.

Conclusiones

Perspectivas sobre la aplicación presente y futura del pensamiento de Adam Smith

El pensamiento de Adam Smith, es sin duda, imposible de pasar por alto en el análisis económico actual. Además de ser considerado el padre de la economía política por algunos, Smith nos ofrece casi todo el conocimiento en cuanto el funcionamiento del libre mercado se refiere. 

Sin embargo vale la pena cerrar este breve estudio documental, preguntándose cuales son aquellos elementos de su pensamiento que siguen estando vigentes y que probablemente seguirán estándolo en el futuro de acuerdo a las dinámicas económicas actuales.

A continuación se presenta un pequeño grupo de elementos identificados a manera de conclusión para el estudio: 

Ø La división del trabajo: si bien es cierto el trabajo sigue dividiéndose a fin de lograr mayor eficiencia en los procesos, deberá comenzar a aplicarse este principio económico desde otra perspectiva: aquel donde la maquina sustituye al hombre. 

Muchas de las labores o áreas que antes desarrollaba el hombre, ahora se realizan a través de máquinas o sistemas existentes en el internet. 

La división del trabajo, va gradualmente dejando fuera al hombre para que sus tareas sean realizadas por la máquina.

Ø El dinero en la economía: el principio de la utilización del dinero sigue estando vigente, deberá estudiarse como dicho principio es aplicable dentro de sistemas financieros tan complejos como los actuales y con la existencia del “dinero plástico”.

Ø El trabajo como generador de riqueza: en la actualidad no se puede discutir el poder transformador del trabajo con el establecimiento de sistemas de producción automatizados, sigue requiriéndose las destrezas del trabajador para operar la máquina, o para verificar lo realizado por esta. 

Deberá analizarse en el futuro si el trabajo sigue siendo el único indicador totalmente efectivo del valor de un bien, considerando la creciente participación de la maquina en los procesos productivos. 

Ø La lógica del mercado: el principio de precios naturales y precios de mercado sigue siendo algo vigente que no parece que vaya a cambiar a pesar de las diferentes estructuras de mercado emergentes. Se seguirá observando como los precios giran en torno a la demanda efectiva y a la cantidad de producto llevada al mercado.

Sin embargo, resultará interesante estudiar como este principio se aplica en mercados virtuales donde ya no es necesaria la convergencia física de compradores y ofertantes.

Los salarios del trabajo: los salarios siguen definiéndose según la dinámica planteada por Smith, sin embargo, resulta interesante notar como este principio cobra mayor validez cuando la maquina es capaz de sustituir al hombre en ciertas tareas. 

Al ser la maquina capaz de sustituir al hombre, el empresario puede contratar a una menor cantidad de mano de obra (más especializada), por lo que el resto de la población sin empleo, competirá por trabajos donde los empresarios estarán dispuestos a pagar cada vez menos debido a la gran cantidad de oferta existente.

Bibliografía

Antroposmoderno. (2017). Adam Smith. Vida y obra. Recuperado de: http://antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=69 Recuperado el 4 de agosto de 2017]

Anonimo(2017). Recuperado de: https://www.marxists.org/espanol/smith_adam/1776/riqueza/smith-tomo1.pdf [Recuperado el de agosto de 2017].

Altillo.com. (2017). Resumen de Adam Smith "La Riqueza de las Naciones" | Economía (Marchini - 2009) | CBC | UBA. Recuperado de: http://www.altillo.com/examenes/uba/economicas/ciclogeneral/economia/econ2009resadamsmith.asp [Recuperado el 2 de agosto de 2017].

Dalma F. (2017). LA RIQUEZA DE LAS NACIONES- ADAM SMITH. Recuperado de: Dalmafrutos.blogspot.com. Available at: http://dalmafrutos.blogspot.com/2011/07/la-riqueza-de-las-naciones-adam-smith.html [Recuperado el 2 de agosto de 2017].

Eumed.net. (2017). La Riqueza de las Naciones-Adam Smith. Recuperado de: http://www.eumed.net/textos/06/asmith1-4.htm [Recuperado el 1 de agosto de 2017].

(*) Extracto de un trabajo preparado en el Módulo de Economía Política en la Maestría en Economía del Desarrollo, Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de El Salvador. 
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miércoles, abril 13, 2011

Nota sobre la Economía Política de Adam Smith

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Nota sobre la Economía Política de Adam Smith

1. Todo procede del orden natural. La naturaleza de las cosas no acepta intervenciones ni imposiciones.

2. Todo ser humano al buscar satisfacer sus propios intereses, satisface, sin proponérselo, los de los demás, incluyendo al Estado.

3. En el comercio internacional el comportamiento natural consiste en vender lo sobrante y comprar lo necesario.

4. Los trabajadores necesitan de los capitalistas y los capitalistas necesitan de los trabajadores. No es contraria a esta relación el que los capitalistas busquen bajar los salarios y los trabajadores busquen aumentar los salarios.

Referencia:
http://en.wikipedia.org/wiki/Adam_Smith
Herrerías, Armando, Fundamentos para la historia del pensamiento económico, LIMUSA, México, 1991.

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jueves, abril 17, 2008

De la División del Trabajo


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Las negrillas, citas en bloque y separación de algunos párrafos son nuestros para efectos de estudio.

Adam Smith

LIBRO PRIMERO

De las causas del progreso en las facultades productivas del trabajo, y del modo como un producto se distribuye naturalmente entre las diferentes clases del pueblo

CAPÍTULO I

DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO

El progreso más importante en las facultades productivas del trabajo, y gran parte de la aptitud, destreza y sensatez con que éste se aplica o dirige, por doquier, parecen ser consecuencia de la división del trabajo.

Los efectos de la división del trabajo en los negocios generales de la sociedad se entenderán más fácilmente considerando la manera como opera en algunas de las manufacturas.

Generalmente se cree que tal división es mucho mayor en ciertas actividades económicas de poca importancia, no porque efectivamente esa división se extreme más que en otras actividades de importancia mayor, sino porque en aquellas manufacturas que se destinan a ofrecer satisfactores para las pequeñas necesidades de un reducido número de personas, el número de operarios ha de ser pequeño, y los empleados en los diversos pasos o etapas de la producción se pueden reunir generalmente en el mismo taller y a la vista del espectador.

Por el contrario, en aquellas manufacturas destinadas a satisfacer los pedidos de un gran número de personas, cada uno de los diferentes ramos de la obra emplea un número tan considerable de obreros, que es imposible juntados en el mismo taller.

Difícilmente podemos abarcar de una vez, con la mirada, sino los obreros empleados en un ramo de la producción. Aun cuando
en las grandes manufacturas la tarea se puede dividir realmente en un número de operaciones mucho mayor que en otras manufacturas más pequeñas, la división del trabajo no es tan obvia
y, por consiguiente, ha sido menos observada.

Tomemos como ejemplo una manufactura de poca importancia, pero a cuya división del trabajo se ha hecho muchas veces referencia: la de fabricar alfileres.

Un obrero que no haya sido adiestrado en esa clase de tarea (convertida por virtud de la división del trabajo en un oficio nuevo) y que no esté acostumbrado a manejar la maquinaria que en él se utiliza (cuya invención ha derivado, probablemente, de la división del trabajo), por más que trabaje, apenas podría hacer un alfiler al día, y desde luego no podría confeccionar más de veinte.

Pero dada la manera como se practica hoy día la fabricación de alfileres, no sólo la fabricación misma constituye un oficio aparte, sino que está dividida en varios ramos, la mayor parte de los cuales también constituyen otros tantos oficios distintos.

Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos iguales, un cuarto hace la punta, un quinto obrero está ocupado en limar el extremo donde se va a colocar la cabeza: a su vez la confección de la cabeza requiere dos o tres operaciones distintas: fijarla es un trabajo especial, esmaltar los alfileres, otro, y todavía es un oficio distinto colocarlos en el papel. En fin, el importante trabajo de hacer un alfiler queda dividido de esta manera en unas dieciocho operaciones distintas, las cuales son desempeñadas en algunas fábricas por otros tantos obreros diferentes, aunque en otras un solo hombre desempeñe a veces dos o tres operaciones. He visto una pequeña fábrica de esta especie que no empleaba más que diez obreros, donde, por consiguiente, algunos de ellos tenían a su cargo dos o tres operaciones. Pero a pesar de que eran pobres y, -por lo tanto, no estaban bien provistos de la maquinaria debida, podían, cuando se esforzaban, hacer entre todos, diariamente, unas doce libras de alfileres. En cada libra había más de cuatro mil alfileres de tamaño mediano. Por consiguiente, estas diez personas podían hacer cada día, en conjunto, más de cuarenta y ocho mil alfileres, cuya cantidad, dividida entre diez, correspondería a cuatro mil ochocientas por persona.

En cambio
si cada uno hubiera trabajado separada e independientemente, y ninguno hubiera sido adiestrado en esa clase de tarea, es seguro que no hubiera podido hacer veinte, o, tal vez, ni un solo alfiler al día; es decir, seguramente no hubiera podido hacer la doscientas cuarentava parte, tal vez ni la cuatro-mil-ochocientos-ava parte de lo que son capaces de confeccionar en la actualidad gracias a la división y combinación
de las diferentes operaciones en forma conveniente.

En todas las demás manufacturas y artes los efectos de la división del trabajo son muy semejantes a los de este oficio poco complicado, aun cuando en muchas de ellas el trabajo no puede ser objeto de semejante subdivisión ni reducirse a una tal simplicidad de operación.

Sin embargo, la división del trabajo, en cuanto puede ser aplicada, ocasiona en todo arte un aumento proporcional en las facultades productivas del trabajo.

Es de suponer que la diversificación de numerosos empleos y actividades económicas en consecuencia de esa, ventaja.
Esa separación se produce generalmente con más amplitud en aquellos países que han alcanzado un nivel más alto de laboriosidad y progreso,
pues generalmente es obra de muchos, en una sociedad culta, lo que hace uno solo, en estado de atraso
.

En todo país adelantado, el labrador no es más que labriego y el artesano no es sino menestral. Asimismo, el trabajo necesario para producir un producto acabado se reparte, por regla general, entre muchas manos. ¿Cuántos y cuán diferentes oficios no se advierten en cada ramo de las manufacturas de lino y lana, desde los que cultivan aquella planta o cuidan el vellón hasta los bataneros y blanqueadores, aprestadores y tintoreros?
La agricultura, por su propia naturaleza, no admite tantas subdivisiones del trabajo, ni hay división tan completa de sus operaciones como en las manufacturas.
Es imposible separar tan completamente la ocupación del ganadero y del labrador, como se separan los oficios del carpintero y del herrero. El hilandero generalmente es una persona distinta del tejedor; pero la persona que ara, siembra, cava y recolecta el grano suele ser la misma. Como la oportunidad de practicar esas distintas clases de trabajo va produciéndose con el transcurso de las estaciones del año es imposible que un hombre esté dedicado constantemente. a una sola tarea.
Esta imposibilidad de hacer una separación tan completa de los diferentes ramos de labor en la agricultura es quizá la razón de por qué el progreso de las aptitudes productivas del trabajo en dicha ocupación no siempre corre parejas con los adelantos registrados en las manufacturas.

Es verdad que las naciones más opulentas superan por lo común a sus vecinas en la agricultura y en las manufacturas, pero generalmente las aventajan más en éstas que en aquélla.

Sus tierras están casi siempre mejor cultivadas,
y como se invierte en ellas más capital y trabajo, producen más,
en proporción a la extensión y fertilidad natural del suelo.

Ahora bien, esta superioridad del producto raras veces. excede considerablemente en proporción al mayor trabajo empleado y a los gastos más cuantiosos en que ha incurrido.

En la agricultura, el trabajo del país rico no siempre es mucho más productivo que el del pobre o, por lo menos, no es tan fecundo como suele serlo en las manufacturas.
El grano del país rico, aunque la calidad sea la misma, no siempre es tan barato en el mercado como el de un país pobre.
El trigo de Polonia, en las mismas condiciones de calidad, es tan barato como el de Francia, a pesar de la opulencia y adelantos de esta última nación. El trigo de Francia, en las provincias trigueras, es tan bueno y tiene casi el mismo precio que el de Inglaterra, la mayor parte de los años, aunque en progreso y riqueza aquel país sea inferior a éste. Sin embargo, las tierras de pan llevar de Inglaterra están mejor cultivadas que las de Francia, y las de esta nación, según se afirma, lo están mejor que las de Polonia.

Aunque un país pobre, no obstante la inferioridad de sus cultivos, puede competir en cierto modo con el rico en la calidad y precio de sus granos, nunca podrá aspirar a semejante competencia en las manufacturas, si éstas corresponden a las circunstancias del suelo, del clima y de la situación de un país próspero.

Las sedas de Francia son mejores y más baratas que las de Inglaterra, porque la manufactura de la seda, debido a los altos derechos que se pagan actualmente en la importación de la seda en rama, no se adapta tan bien a las condiciones climáticas de Inglaterra como a las de Francia. Pero la quincallería y las telas de lana corrientes de Inglaterra son superiores, sin comparación, a las de Francia, y mucho más baratas en la misma calidad. Según informaciones, en Polonia escasea la mayor parte de las manufacturas, con excepción de las más rudimentarias de utensilios domésticos, sin las cuales ningún país puede existir de una manera conveniente.
Este aumento considerable en la cantidad de productos que un mismo número de personas puede confeccionar, como consecuencia de la división del trabajo, procede de tres circunstancias distintas:

primera, de la mayor destreza de cada obrero en particular;

segunda, del ahorro de tiempo que comúnmente se pierde al pasar de una ocupación a otra, y por último,

de la invención de un gran número de máquinas, que facilitan y abrevian el trabajo, capacitando a un hombre para hacer la labor de muchos.
En primer lugar, el progreso en la destreza del obrero incrementa la cantidad de trabajo que puede efectuar, y la división del trabajo, al reducir la tarea del hombre a una operación sencilla, y hacer de ésta la única ocupación de su vida, aumenta considerablemente la pericia del operario.

Un herrero corriente, que nunca haya hecho clavos, por diestro que sea en el manejo del martillo, apenas hará al día doscientos o trescientos clavos, y aun éstos no de buena calidad. Otro que esté acostumbrado a hacerlos, pero cuya única o principal ocupación, no sea ésa, rara vez podrá llegar a fabricar al día ochocientos o mil, por mucho empeño que ponga en la tarea. Yo he observado varios muchachos, menores de veinte años, que por no haberse ejercitado en otro menester que el de hacer clavos, podían hacer cada uno, diariamente, más de dos mil trescientos, cuando se ponían a la obra. Hacer un clavo no es indudablemente una de las tareas más sencillas. Una misma persona tira del fuelle, aviva o modera el soplo, según convenga, caldea el hierro y forja las diferentes partes del clavo, teniendo que cambiar el instrumento para formar la cabeza. Las diferentes operaciones en que se subdivide el trabajo de hacer un alfiler o un botón de metal son, todas ellas, mucho más sencillas y, por lo tanto, es mucho mayor la destreza de la persona que no ha tenido otra ocupación en su vida. La velocidad con que se ejecutan algunas de estas operaciones en las manufacturas excede a cuanto pudieran suponer quienes nunca lo han visto, respecto a la agilidad de que es susceptible la mano del hombre.

En segundo lugar, la ventaja obtenida al ahorrar el tiempo que por lo regular se pierde, al pasar de una clase de operación a otra, es mucho mayor de lo que a primera vista pudiera imaginarse.

Es imposible pasar con mucha rapidez de una labor a otra, cuando la segunda se hace en sitio distinto y con instrumentos completamente diferentes. Un tejedor rural, que al mismo tiempo cultiva una pequeña granja, no podrá por menos de perder mucho tiempo al pasar del telar al campo y del campo al telar. Cuando las dos labores se pueden efectuar en el mismo lugar, se perderá indiscutiblemente menos tiempo; pero la pérdida, aun en este caso, es considerable.

No hay hombre que no haga una pausa, por pequeña que sea, al pasar la mano de una ocupación a otra.

Cuando comienza la nueva tarea rara vez está alerta y pone interés; la mente no está en lo que hace y durante algún tiempo más bien se distrae que aplica su esfuerzo de una manera diligente. El hábito de remolonear y de proceder con indolencia que, naturalmente, adquiere todo obrero del campo, las más de las veces por necesidad -ya que se ve obligado a mudar de labor y de herramientas cada media hora, y a emplear las manos de veinte maneras distintas al cabo del día-, lo convierte, por lo regular, en lento e indolente, incapaz de una dedicación intensa aun en las ocasiones más urgentes. Con independencia, por lo tanto, de su falta de destreza, esta causa, por sí sola, basta a reducir considerablemente la cantidad de obra que seda capaz de producir.

En tercer lugar, y por último, todos comprenderán cuánto se facilita y abrevia el trabajo si se emplea maquinaria apropiada.

Sobran los ejemplos, y así nos limitaremos a decir que la invención de las máquinas que facilitan y abrevian la tarea, parece tener su origen en la propia división del trabajo.
El hombre adquiere una mayor aptitud para descubrir los métodos más idóneos y expeditos, a fin de alcanzar un propósito, cuando tiene puesta toda su atención en un objeto, que no cuando se distrae en una gran variedad de cosas.
Debido a la división del trabajo toda su atención se concentra naturalmente en un solo y simple objeto.
Naturalmente puede esperarse que uno u otro de cuantos se emplean en cada una de las ramas del trabajo encuentre pronto el método más fácil y rápido de ejecutar su tarea, si la naturaleza de la obra lo permite. Una gran parte de las máquinas empleadas en esas manufacturas, en las cuales se halla muy subdividido el trabajo, fueron al principio invento de artesanos comunes, pues hallándose ocupado cada uno de ellos en una operación sencilla, toda su imaginación se concentraba en la búsqueda de métodos rápidos y fáciles para ejecutarla. Quien haya visitado con frecuencia tales manufacturas habrá visto muchas máquinas interesantes inventadas por los mismos obreros, con el fin de facilitar y abreviar la parte que les corresponde de la obra. En las primeras máquinas de vapor había un muchacho ocupado, de una manera constante, en abrir y cerrar alternativamente la comunicación entre la caldera y el cilindro, a medida que subía o bajaba el pistón.
Uno de esos muchachos, deseoso de jugar con sus camaradas, observó que atando una cuerda en la manivela de la válvula, que abría esa comunicación con la otra parte de la máquina, aquélla podía abrirse y cerrarse automáticamente, dejándole en libertad de divertirse con sus compañeros de juegos. Así, uno de los mayores adelantos que ha experimentado ese tipo de máquinas desde que se inventó, se debe a un muchacho ansioso de economizar su esfuerzo.

Esto no quiere decir, sin embargo, que todos los adelantos en la maquinaria hayan sido inventados por quienes tuvieron la oportunidad de usarlas. Muchos de esos progresos se deben al
ingenio de los fabricantes, que han convertido en un negocio particular la producción de máquinas,
y algunos otros proceden de los llamados filósofos u hombres de especulación,
cuya actividad no consiste en hacer cosa alguna sino en observarlas todas y, por esta razón, son a veces capaces de combinar o coordinar las propiedades de los objetos más dispares.
Con el progreso de la sociedad, la Filosofía y la especulación se convierten, como cualquier otro ministerio, en el afán y la profesión de ciertos grupos de ciudadanos. Como cualquier otro empleo, también ése se subdivide en un gran número de ramos diferentes, cada uno de los cuales ofrece cierta ocupación especial a cada grupo o categoría de filósofos. Tal subdivisión de empleos en la Filosofía, al igual de lo que ocurre en otras profesiones, imparte destreza y ahorra mucho tiempo. Cada uno de los individuos se hace más experto en su ramo, se produce más en total y la cantidad de ciencia se acrecienta considerablemente.
La gran multiplicación de producciones en todas las artes, originadas en la división del trabajo, da lugar, en una sociedad bien gobernada, a esa opulencia universal que se derrama hasta las clases inferiores del pueblo.
Todo obrero dispone de una cantidad mayor de su propia obra, en exceso de sus necesidades, y como cualesquiera otro artesano, se halla en la misma situación, se encuentra en condiciones de cambiar una gran cantidad de sus propios bienes por una gran cantidad de los creados por otros; o lo que es lo mismo, por el precio de una gran cantidad de los suyos. El uno provee al otro de lo que necesita, y recíprocamente, con lo cual se difunde una general abundancia en todos los rangos de la sociedad.

Si observamos las comodidades de que disfruta cualquier artesano o jornalero, en un país civilizado y laborioso, veremos cómo excede a todo cálculo el número de personas que concurren a procurarle aquellas satisfacciones, aunque cada uno de ellos sólo contribuya con una pequeña parte de su actividad. Por basta que sea, la chamarra de lana, pongamos por caso, que lleva el jornalero, es producto de la labor conjunta de muchísimos operarios. El pastor, el que clasifica la lana, el cardador, el amanuense, el tintorero, el hilandero, el tejedor, el batanero, el sastre, y otros muchos, tuvieron que conjugar sus diferentes oficios para completar una producción tan vulgar. Además de esto ¡cuántos tratantes y arrieros no hubo que emplear para transportar los materiales de unos a otros de estos mismos artesanos, que a veces viven en regiones apartadas del país! ¡Cuánto comercio y navegación, constructores de barcos, marineros, fabricantes de velas y jarcias no hubo que utilizar para conseguir los colorantes usados por el tintorero y que, a menudo, proceden de los lugares más remotos del mundo! ¡Y qué variedad de trabajo se necesita para producir las herramientas del más modesto de estos operarios! Pasando por alto maquinarias tan complicadas como el barco del marinero, el martinete del forjador y el telar del tejedor, consideraremos solamente qué variedad de labores no se requieren para lograr una herramienta tan sencilla como las tijeras, con las cuales el esquilador corta la lana. El minero, el constructor del horno para fundir el mineral ,el fogonero que alimenta el crisol, el ladrillero, el albañil, el encargado de la buena marcha del horno, el del martinete, el forjador, el herrero, todos deben coordinar sus artes respectivas para producir las tijeras. Si del mismo modo pasamos a examinar todas las partes del vestido y del ajuar del obrero, la camisa áspera que cubre sus carnes, los zapatos que protegen sus pies, la cama en que yace, y todos los diferentes artículos de su menaje, como el hogar en que prepara su comida, el carbón que necesita para este propósito -sacado de las entrañas de la tierra, y acaso conducido hasta allí después de una larga navegación y un dilatado transporte terrestre-, todos los utensilios de su cocina, el servicio de su mesa, los cuchillos y tenedores, los platos de peltre o loza, en que dispone y corta sus alimentos, las diferentes manos empleadas en preparar el pan y la cerveza, la vidriera que, sirviéndole abrigo y sin impedir la luz, le protege del viento y de la lluvia, con todos los conocimientos y el arte necesarios para preparar aquel feliz y precioso invento, sin el cual apenas se conseguiría una habitación confortable en las regiones nórdicas del mundo, juntamente con los instrumentos indispensables a todas las diferentes clases de obreros empleados en producir tanta cosa necesaria; si nos detenemos, repito, a examinar todas estas cosas y a considerar la variedad de trabajos que se emplean en cualquiera de ellos, entonces nos daremos cuenta de que
sin la asistencia y cooperación de millares de seres humanos, la persona más humilde en un país civilizado no podría disponer de aquellas cosas que se consideran las más indispensables y necesarias.
Realmente, comparada su situación con el lujo extravagante del grande, no puede por menos de aparecérsenos simple y frugal; pero con todo eso, no es menos cierto que las comodidades de un príncipe europeo no exceden tanto las de un campesino económico y trabajador, como las de éste superan las de muchos reyes de África, dueños absolutos de la Vida y libertad de diez mil salvajes desnudos.

Tomado de:


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viernes, abril 11, 2008

Una nota sobre la Riqueza de las Naciones

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Si pudiéramos expresar con nuestra propias palabras la lógica de la Riqueza de las Naciones, diríamos que es una obra:

1. Que explica que la riqueza es creada por el trabajo y su división, que potencializa el uso de la tecnología, la colaboración humana, economiza tiempo, especializa el conocimiento y la destreza y en consecuecia eleva la productividad.

2. Que sostiene que el proceso del trabajo y su división arranca con la acumulación de capital que pone en funcionamiemto el mismo trabajo.

3. La acumulación de capital no obedece a una meditada y bien intencionada acción de producir riqueza que genere bienestar social. El ser humano busca su propio bienestar y sin proponérselo y al hacerlo genera bienestar para toda la sociedad.

4. Son muchas las teorias sobre la riqueza y la intencionalidad humana, que es necesario valorar.

5. Es necesario separar lo que constituye la renta de toda la sociedad de lo que constituye la renta del Estado.
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viernes, enero 25, 2008

Riqueza de las Naciones, texto completo

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Al parecer el texto completo de la Riqueza de las Naciones, en inglés, puede leerse en línea en:

http://www.bibliomania.com/2/1/65/112/frameset.html

Y siempre en inglés que tiene la virtud de ser el idioma original de la obra, y probablemente con una mejor presentación para su lectura completa en línea, la Riqueza de las Naciones y la Teoría de los Sentimientos Morales de Adam Smith puede encontrarse en:

http://www.econlib.org/library/Smith/smWN.html
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jueves, agosto 02, 2007

Plan de La Riqueza de las Naciones

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Las negrillas, citas en bloque y separación de algunos párrafos son nuestros para efectos de estudio.

Introducción y Plan de la Obra (1776)

El trabajo anual de cada nación es el fondo del que se deriva todo el suministro de cosas necesarias y convenientes para la vida que la nación consume anualmente, y que consisten siempre en el producto inmediato de ese trabajo, o en lo que se compra con dicho producto a otras naciones. En consecuencia, la nación estará mejor o peor provista de todo lo necesario y cómodo que es capaz de conseguir según la proporción mayor o menor que ese producto, o lo que con él se compra, guarde con respecto al número de personas que lo consumen.

En toda nación, esa proporción depende de dos circunstancias distintas; primero, de la habilidad, destreza y juicio con que habitualmente se realiza el trabajo; y segundo, de la proporción entre el número de los que están empleados en un
trabajo útil
y los que no lo están.


Sean cuales fueren el suelo, clima o extensión territorial de cualquier nación en particular, la abundancia o escasez de su abastecimiento anual siempre depende, en cada caso particular, de esas dos circunstancias. Además, la abundancia o escasez de ese abastecimiento parece depender más de la primera circunstancia que de la segunda.

Entre las naciones salvajes de cazadores y pescadores, toda persona capaz de trabajar está ocupada en un trabajo más o menos útil, y procura conseguir, en la medida de sus posibilidades, las cosas necesarias y convenientes de la vida para sí misma o para aquellos miembros de su familia o tribu que son demasiado viejos, o demasiado jóvenes o demasiado débiles para ir a cazar o a pescar. Sin embargo, esas naciones son tan miserablemente pobres que por pura necesidad se ven obligadas, o creen que están obligadas a veces a matar y a veces a abandonar a sus niños, sus ancianos o a los que padecen enfermedades prolongadas, para que perezcan de hambre o sean devorados por animales salvajes.

Por el contrario, en las naciones civilizadas y prósperas, numerosas personas no trabajan en absoluto y muchas consumen la producción de diez veces y frecuentemente cien veces más trabajo que la mayoría de los ocupados; y sin embargo, la producción del trabajo total de la sociedad es tan grande que todos están a menudo provistos con abundancia, y un trabajador, incluso de la clase más baja y pobre, si es frugal y laborioso, puede disfrutar de una cantidad de cosas necesarias y cómodas para la vida mucho mayor de la que pueda conseguir cualquier salvaje.
Las causas de este progreso en la capacidad productiva del trabajo y la forma en que su producto se distribuye naturalmente entre las distintas clases y condiciones del hombre en la sociedad, son el objeto del Libro Primero de esta investigación.
Sea cual fuere el estado de la habilidad, la destreza y el juicio con que el trabajo es aplicado en cualquier nación, la abundancia o escasez de su producto anual debe depender, mientras perdure ese estado,
de la proporción entre el número de los que están anualmente ocupados en un trabajo útil y los que no lo están.
El número de trabajadores útiles y productivos, como se verá más adelante,
está en todas partes en proporción a la cantidad de capital destinada a darles ocupación,
y a la forma particular en que dicha cantidad se emplea.

El Libro Segundo, así, trata de
la naturaleza del capital,
de la manera en que gradualmente se acumula, y de las cantidades diferentes de trabajo que pone en movimiento según las distintas formas en que es empleado.

Las naciones aceptablemente avanzadas en lo que se refiere a habilidad, destreza y juicio en la aplicación del trabajo
han seguido planes muy distintos para conducirlo o dirigirlo,
y no todos esos planes han sido igualmente favorables para el incremento de su producción.

La política de algunas naciones ha estimulado extraordinariamente el trabajo en el campo; la de otras, el trabajo en las ciudades. Casi ninguna nación ha tratado de forma equitativa e imparcial a todas las actividades.
Desde la caída del Imperio Romano, la política de Europa ha sido más favorable a las artes, las manufacturas y el comercio, actividades de las ciudades, que a la agricultura, el quehacer del campo.
Las circunstancias que parecen haber introducido y fomentado esa política son explicadas en el Libro Tercero. Esos planes diferentes fueron probablemente establecidos debido a intereses y prejuicios privados de algunos estamentos particulares, sin consideración o previsión alguna de sus consecuencias sobre el bienestar general de la sociedad; sin embargo, han dado lugar a teorías muy distintas de economía política, algunas de las cuales magnifican la importancia de las actividades llevadas a cabo en las ciudades y otras la de las llevadas a cabo en el campo.

Dichas teorías han ejercido una considerable influencia, no sólo sobre las opiniones de las personas ilustradas sino también sobre la conducta pública de los príncipes y estados soberanos. He procurado, en el Libro Cuarto, explicar esas teorías de la forma más completa y precisa, y también los efectos más importantes que han producido en diferentes épocas y naciones.

El objeto de los primeros cuatro libros de esta obra es explicar en qué ha consistido la renta del conjunto de la población, o cuál ha sido la naturaleza de los fondos que en naciones y tiempos diferentes, han provisto su consumo anual.

El Libro Quinto y último aborda la renta del soberano o del estado. En este libro intento mostrar, en primer término, cuáles son los gastos necesarios del estado, cuáles de estos gastos deben ser sufragados por el conjunto de la sociedad y cuáles sólo por una parte específica o por unos miembros particulares de la misma; en segundo término, cuáles son los diversos métodos mediante los cuales se puede lograr que toda la sociedad contribuya a afrontar los pagos que corresponden a la sociedad en su conjunto, y cuáles son las ventajas e inconvenientes principales de cada uno de esos métodos; y, en tercer y último término, cuáles son las razones y causas que han inducido a casi todos los estados modernos a hipotecar una fracción de sus ingresos, o a contraer deudas, y cuáles han sido los efectos de tales deudas sobre la riqueza real, que es el producto anual de la tierra y el trabajo de la sociedad.

Los cuatro primeros capítulos de La Riqueza de las Naciones, en español, pueden leerse en:


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Obras de Adam Smith

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Una joya literaria es el compendio de La Riqueza de las Naciones, en español, del año 1807. Es impresionante el ser humano. La obra, un examen o compendio fué realizada por el Marqués de Condorcet y traducido al castellano (sic) por Carlos Martínez de Irujo. Puede leerse en:

http://fama2.us.es/fde//ocr/2006/compendioDeRiquezaDeLasNaciones.pdf

En inglés el texto completo de las Teoría de los Sentimientos Morales (1759) se encuentra en:

http://www.econlib.org/library/Smith/smMS.html

Un "abanico" de vínculos en inglés para el estudio de las obras y vida de Adam Smith, se localiza en:

http://cepa.newschool.edu/het/profiles/smith.htm

Interesante y poco relacionado en la literatura de Adam Smith son sus cartas sobre jurisprudencia. Las referiremos posteriormente.
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Adam Smith y Francois Quesnay

Hay que recordar como lo hace la biografía de Adam Smith de wikipedia, que éste recibió la influencia de David Hume y de los fisiócratas franceses especialmente Francois Quesnay y Robert Turgot, a quienes conoció personalmente cuando viajó por Francia como docente particular de uno de los potentados de la época.

La nota biográfica de wikipedia puede verse en:


Dice:

"Adam Smith

Nació en Kirkcaldy(Escocia) el 5 de junio 1723, estudió en las universidades de Glasgow y Oxford. De 1748 a 1751 fue profesor ayudante de retórica y literatura en Edimburgo. Durante este periodo estableció una estrecha amistad con el filósofo David Hume, amistad que influyó mucho sobre las teorías economistas y éticas de Smith.

En 1751 fue nombrado catedrático de lógica y en 1752 de filosofía moral en la universidad de Glasgow. En 1763 renunció a la universidad y se convirtió en el tutor del 3º Duque de Buccleuch, quien acompañó a un viaje por Suiza y Francia. En este viaje conoció a los fisiócratas franceses, que defendían la economía y política basada en la primacía de la ley natural, la riqueza y el orden. Smith se inspiró en esencia en las ideas de François Quesnay y Anne Robert Jacques Turgot para establecer su propia teoría, que establecería diferencias respecto a la de estos autores. De 1766 a 1776 vivió en Kirkcaldy. Fue nombrado director de Aduana en Edimburgo en 1778, puesto que desempeñó hasta su muerte en 1790. En 1787 fue nombrado rector honorífico de la universidad de Glasgow. Adam Smith el 17 de julio de 1790 muere debido a una enfermedad."

Biografía de Smith


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Me ha llamado la atención esta biografía de Smith, primero por el "portal" de donde proviene de enlaces para economistas latinoamericanos, segundo porque muy pocas notas biográficas empiezan indicando que las clases sociales son una preocupación teórica directa de Smith, tercero porque establece contactos entre la Teoría de los Sentimientos Morales y la Riqueza de las Naciones y cuarto porque establece el nexo para consultar la obra maestra de Smith, en inglés.

Nota biográfica de Adam Smith, que dice:

Economista y filósofo escocés. Es el fundador de la economía política. Analiza la ley del valor y enuncia la problemática de la división de clases.

Adam Smith considera el capitalismo como el estadio natural de las relaciones sociales. De hecho, fundó el liberalismo económico. En su obra principal "Investigaciones sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones" el laissez faire aparece como el motor del progreso económico.

EL PADRE DE LA ECONOMIA POLITICA

Adam Smith nació en 1723 en Escocia. Su padre, juez y oficial de aduanas, murió al nacer él. Su madre lo educó en Kilcardy. A los catorce años entró en la Universidad de Glasgow, donde tomó contacto con Francis Hutcheson, que también había sido profesor de David Hume. Hutcheson tuvo mucha influencia sobre Smith y le debe en gran parte sus ideas sobre la libertad política.

En 1740, Adam Smith ganó una beca para Oxford, pasando los años siguientes en el Balliol College. Oxford estaba en decadencia y, a pesar de que recibió poca educación formal, hizo un buen uso de su tiempo y leyó mucho.

En 1747 volvió a Kilcardy y, poco después, empezó a dar clases en la Universidad de Edimburgo. Pocos años después fue nombrado catedrático de Lógica de la Universidad de Glasgow, pasando a la Cátedra de Filosofía Moral cuando quedó vacante en 1752.

Sus clases en Glasgow dieron lugar a una de sus principales obras, The Theory of Moral Sentiments, que se publicó en 1759. Este libro tuvo mucho éxito y fue a parar a manos de Charles Townshend, el político, que quedó tan impresionado, que ofreció a Adam Smith el cargo de tutor del joven duque de Buccleuch. Smith aceptó la oferta, dimitió de su cátedra en 1764, iniciando un gran viaje alrededor de Europa con el duque.

En Toulouse desarrolló parte de sus conferencias de Glasgow; este fue el inicio de su obra principal, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations.

Volvió a Gran Bretaña en 1766, retirándose a Kilcardy para revisar y terminar su obra. Se publicó finalmente en 1776, y le valió una gran fama. El libro fue esencialmente, un estudio de la creación de la riqueza. De por sí no representaba nada nuevo, puesto que el tema ya había preocupado a los mercantilistas y a los fisiócratas, pero, mientras que los primeros creyeron que la riqueza derivaba de una balanza comercial favorable y los segundos de la tierra, Smith sostuvo que la riqueza procedía del trabajo.

Empezó con la celebrada descripción del trabajo que incrementa la riqueza debido a que aumenta la destreza de la fuerza de trabajo, ahorra tiempo, y permite el empleo de ingenios mecánicos. Los límites de la división del trabajo vienen determinados por el tamaño del mercado y del "stock de capital".

El problema del crecimiento económico lo desarrolló en su famoso Libro IV, en el cual Smith adelantó la tesis de que la libertad dentro de una sociedad llevaría a la máxima riqueza posible.

En muchos sentidos, el argumento se basa en The Theory of Moral Sentiments, debido a que la armonía social que exponía dependía, en muchos sentidos, del delicado equilibrio de los motivos en conflicto del hombre.

La búsqueda para satisfacer el propio interés beneficiaría a toda la sociedad y estará limitado por el propio interés en el prójimo. Los productores intentan obtener el máximo beneficio pero, para lograrlo, deben producir los bienes que desea la comunidad. Además, deben producirlos en las cantidades adecuadas, de lo contrario, un exceso daría lugar a un beneficio y precio bajo, mientras que una oferta demasiado pequeña originaría un aumento del precio y finalmente un aumento de la oferta.

El delicado mecanismo de la "mano invisible" entraba en juego también en el mercado de los factores de producción, asegurando la armonía siempre que los factores buscaran las rentas máximas posibles. Se producirían los bienes adecuados a los precios adecuados y el conjunto de la comunidad obtendría la máxima riqueza posible mientras rigiera la libre competencia; sin embargo, si se restringiese la libre competencia, la "mano invisible" dejaría de funcionar y la sociedad cargaría con las consecuencias.

El éxito inmediato del libro se debió a su brillante sistematización del pensamiento económico alrededor del concepto central de los mercados, y en la justificación intelectual que proporcionaba a los nuevos industriales que estaban interesados en librar a Gran Bretaña de los controles mercantilistas. En un corto tiempo, La Riqueza de Las Naciones entró en las estanterías de los políticos y economistas proporcionando el código del comportamiento económico que sirvió a Gran Bretaña durante la mayor parte del siglo siguiente, y cuyas brillantes perspectivas únicamente quedaron paliadas por las predicciones lúgubres del reverendo Thomas Malthus y David Ricardo. Adam Smith "persuadió a su propia generación y gobernó a la siguiente".

La referencia directa en:

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domingo, julio 29, 2007

Sentimientos Morales Fragmentos

La teoría de los sentimientos morales
Selección
Adam Smith


(I)

De la belleza que la apariencia de utilidad confiere a todas las producciones artísticas, y de la generalizada influencia de esta especie de belleza.

Que la utilidad es una de las principales fuentes de la belleza, es algo que ha sido observado por todo aquel que con cierta atención haya considerado lo que constituye la naturaleza de la belleza. La comodidad de una casa da placer al espectador, así como su regularidad, y asimismo le lastima advertir el defecto contrario, como cuando ve que las correspondientes ventanas son de forma distintas o que la puerta no está colocada exactamente en medio del edificio.

Que la idoneidad de cualquier sistema o máquina para alcanzar el fin de su destino, le confiere cierta propiedad y belleza al todo, y hace que su sola imagen y contemplación sean agradables, es algo tan obvio que nadie lo ha dejado de advertir.

También la causa por la que nos agrada lo útil ha sido señalada en últimas fechas por un ingenioso y ameno filósofo, que aúna gran profundidad de pensamiento a la más consumada elegancia de expresión, y que posee el singular y feliz talento de tratar los asuntos más abstrusos, no solamente con la mayor lucidez, sino con la más animada elocuencia.

Según él, la utilidad de cualquier objeto agrada al dueño, porque constantemente le sugiere el placer o comodidad que está destinado a procurar. Siempre que lo mira, le viene a la cabeza ese placer y de ese modo el objeto se convierte en fuente de perpetua satisfacción y goce.

El espectador comparte por simpatía el sentimiento del dueño, y necesariamente considera al objeto bajo el mismo aspecto de agrado.

Cuando visitamos los palacios de los encumbrados, no podemos menos que pensar en la satisfacción que nos daría ser dueños y poseedores de tan artística como ingeniosa traza de comodidades. Igual razón se da para explicar la causa de por qué la sola apariencia de incomodidad convierte a cualquier objeto en desagradable, tanto para su dueño como para el espectador.

Pero, que yo sepa, nadie antes ha reparado en que esa idoneidad, esa feliz disposición de toda producción artificiosa es con frecuencia más estimada que el fin que esos objetos están destinados a procurar; y asimismo que el exacto ajuste de los medios para obtener una comodidad o placer, es con frecuencia más apreciado que la comodidad o placer en cuyo logró parecería que consiste todo su mérito. Sin embargo, que así acontece a menudo, es algo que puede advertirse en mil casos en los más frívolos como importantes asuntos de la vida humana.

Cuando una persona entra a su recámara y encuentra que todas las sillas están en el centro del cuarto, se enoja con su criado, y antes de seguir viéndolas en ese desorden, se toma el trabajo, quizá, de colocarlas en su sitio con los respaldos contra la pared. La conveniencia de esta situación surge de la mayor comodidad de dejar el cuarto libre y sin estorbos.

Para lograr esa comodidad, se impuso voluntariamente más molestias que las hubiera ocasionado la falta de ella, puesto que nada era más fácil que sentarse en una de las sillas, que es lo que con toda probabilidad hará una vez terminado el arreglo. Por lo tanto, parece que, en realidad, deseaba, no tanto la comodidad cuanto el arreglo de las cosas que la procuran. Y, sin embargo, es esa comodidad lo que en última instancia recomienda ese arreglo y lo que comunica su conveniencia y belleza.
Mas no solamente respecto de cosas tan frívolas influye este principio en nuestra conducta: es muy a menudo el motivo secreto de las más serias e importantes ocupaciones de la vida, tanto privada como pública.



(II)

El hijo del desheredado, a quien el cielo castigó con la ambición, cuando comienza a mirar en torno suyo admira la condición del rico.


En su imaginación ve la vida de éste como la de un ser superior, y para alcanzarla se consagra en cuerpo y alma y por siempre a perseguir la riqueza y los honores. A fin de poder lograr las comodidades que estas cosas deparan, se sujeta durante el primer año, es más, durante el primer mes de su consagración, a mayores fatigas corporales y a mayor intranquilidad de alma que todas las que pudo sufrir durante su vida entera si no hubiese ambicionado aquéllas. Estudia, a fin de descollar en alguna ardua profesión. Con diligencia sin descanso, trabaja día y noche para adquirir merecimientos superiores a los de sus competidores. Después procura exhibir esos merecimientos a la vista pública, y con la acostumbrada asiduidad solicita toda oportunidad de empleo.

Para ese fin le hace la corte a todo el mundo, sirve a los que odia y es obsequioso con los que desprecia.

Durante toda su vida persigue la idea de una holgura artificiosa y galana, que quizá jamás logre, y por la que sacrifica una tranquilidad verdadera que en todo tiempo está a su alcance; holgura que, si en su más extrema senectud llega por fina realizar, descubrirá que en modo alguno es preferible a esa humilde seguridad y contentamiento que por ella abandonó.

Es hasta entonces, en los últimos trances de su vida, el cuerpo agotado por la fatiga y la enfermedad y el alma amargada con el recuerdo de mil injurias y desilusiones que se imagina proceden de la injusticia de sus enemigo o de la perfidia e ingratitud de sus amigos, cuando comienza por fin a caer en la cuenta de que las riquezas y los honores son meras chucherías de frívola utilidad, en nada más idóneas para procurar el alivio del cuerpo y la tranquilidad del alma, que puedan serlo las tenacillas de estuche del amante de fruslerías, y que como ellas, resultan más enfadosas para la persona que las porta, que cómodas por la suma de ventajas que pueden proporcionarle.

Si examinamos, sin embargo, por qué el espectador singulariza con tanta admiración la condición de los ricos y encumbrados, descubriremos que no obedece tanto a la holgura y placer que se supone disfrutan, cuanto a los innumerables artificiosos y galanos medios de que disponen para obtener esa holgura y placer.

En realidad, el espectador no piensa que gocen de mayor felicidad que las demás gentes; se imagina que son poseedores de mayor número de medios para alcanzarla.

Y la principal causa de su admiración estriba en la ingeniosa y acertada adaptación de esos medios a la finalidad para que fueron creados.

Pero en la postración de la enfermedad y en el hastío de la edad provecta, desaparecen los placeres de los vanos y quiméricos sueños de grandeza. Para quien se encuentre en tal situación, esos placeres no tienen ya el suficiente atractivo para recomendar los fatigosos desvelos que con anterioridad lo ocuparon. en el fondo de su alma maldice la ambición y en vano añora la despreocupación e indolencia de la juventud, placeres que insensatamente sacrificó por algo que, cuando lo posee, no le proporciona ninguna satisfacción verdadera. Tal es el lastimoso aspecto que ofrece la grandeza a todo aquel que, ya por tristeza, ya por enfermedad, se ve constreñido a observar atentamente su propia situación y a reflexionar sobre lo que, en realidad le hace falta para ser feliz.

Es entonces cuando el poder y la riqueza se ven tal como en verdad son: gigantescas y laboriosas máquinas destinadas a proporcionar unas cuantas insignificantes comodidades para el cuerpo, que consisten en resortes de lo más sutiles y delicados que deben tenerse en buen estado mediante una atención llena de ansiedades, y que, a pesar de toda nuestra solicitud, pueden en todo momento estallar en mil pedazos y aplastar entre sus ruinas a sus desdichado poseedor.

Son inmensos edificios que para levantarlos requieren la labor de toda una vida, y que en todo momento agobian a quien los habita y que mientras permanecen en pie si bien pueden ahorrarle algunas de las más pequeñas incomodidades, en nada pueden protegerlo contra las más severas inclemencias de la estación. Lo defienden del chubasco veraniego, no de la borrasca invernal; pero en todo tiempo lo dejan igualmente y a veces aún más expuesto que antes, a la ansiedad, al temor y al infortunio; a las enfermedades, a los peligros y a la muerte.

Mas aunque esta melancólica filosofía, para nadie extraña en tiempos de enfermedad y desdicha, menosprecia de un modo tan absoluto esos máximos objetos del deseo humano, cuando disfrutamos, en cambio, de mejor salud o de mejor humor, entonces jamás dejamos de considerarlos bajo un aspecto más placentero. Nuestra imaginación, que mientras sufrimos un dolor o una pena parece quedar confinada y encerrada dentro de los límites de nuestra propia persona, en época de holgura y prosperidad se extiende a todo lo que nos rodea.

Es entonces cuando nos fascina la belleza de las facilidades y acomodo que reina en los palacios y economía de los encumbrados, y admiramos la manera como todo concurre al fomento de su tranquilidad, a obviar sus necesidades, a complacer sus deseos y a divertir y obsequiar sus más frívolos caprichos. Si consideramos por sí solo la verdadera satisfacción que todas estas cosas son susceptibles de proporcionar, separada de la belleza de disposición calculada para suscitarla, siempre aparecerá en grado eminente despreciable e insignificante. Empero muy raras son las veces en que la miramos bajo esta abstracta y filosófica luz. De suyo la confundimos en nuestra imaginación con el orden, con el movimiento uniforme y armonioso del sistema, con la máquina o economía por cuyo medio se produce. Los placeres de la riqueza y de los honores, considerados desde este punto de vista ficticio, hieren la imaginación como si se tratase de algo grandioso, bello y noble por cuyo logro bien vale todo el afán y desvelo que tan dispuesto estamos a emplear en ello.

De la belleza que la apariencia de utilidad confiere al carácter y a los actos de los hombres; y hasta que punto la percepción de esa belleza debe considerarse como uno de los principios aprobatorios originales.

La índole de los hombres, así como los artefactos o las instituciones del gobierno civil, pueden servir o para fomentar o para perturbar la felicidad, tanto del individuo como de la sociedad.

El carácter prudente, equitativo, diligente, resuelto y sobrio, promete prosperidad y satisfacción, tanto para la persona como para todos los que están en relación con ella. Por el contrario, la arrebatada, la insolente, la perezosa, afeminada y voluptuosa, presagia la ruina al individuo y la desgracia a todos los que con él tengan tratos.

La primera de esta maneras de ser tiene, por lo bajo, toda la belleza que pudiera adornar a la máquina más perfecta que jamás se haya inventado para el fomento del fin más deseable; la segunda, toda la deformidad del más desmañado y torpe artefacto. ¿Acaso puede existir otra institución de gobierno más adecuada para fomentar la felicidad humana que la preponderancia de la sabiduría y de la virtud? Todo gobierno no es sino un remedio imperfecto a la falta de éstas. Por tanto, la belleza que pueda corresponder al gobierno civil a causa de su utilidad, necesariamente deberá corresponder en mucho mayor grado a la sabiduría y a la virtud. Por el contrario, ¿qué otro sistema político puede ser más ruinoso y destructivo que los vicios de los hombres? La única causa de los efectos fatales que acarrea un mal gobierno, es que no imparte suficiente protección contra los daños que da lugar la maldad de los hombres.

La belleza y deformidad que los distintos caracteres, por lo visto, derivan de su utilidad o falta de ella, propenden a impresionar de un modo peculiar a quienes en abstracto y filosóficamente consideran los actos y la conducta de los hombres. Cuando un filósofo examina por qué los sentimientos humanitarios reciben nuestra aprobación o por qué condenamos la crueldad, no siempre forma en su mente de un modo claro y preciso el concepto de un acto en particular, ya sea de humanitarismo, ya de crueldad, sino que comúnmente se conforma con la noción vaga e indeterminada que la general designación de esas cualidades le sugiere. Sin embargo, solamente en casos específicamente determinados es donde la propiedad o impropiedad, el merecimiento o desmerecimiento de los actos resultan cosas obvias y discernibles. Únicamente cuando se dan ejemplos particulares podemos percibir con distinción la concordia o la desavenencia entre nuestros propios afectos y los del agente, o bien sentir, en un caso, que brota una gratitud de solidaridad hacia él, o de resentimiento, en el otro. Cuando consideramos a la virtud y al vicio de un modo general y abstracto, aquellas cualidades que provocan esos diversos sentimientos parece que, en buena parte, desaparecen, y los sentimientos mismos se vuelven menos obvios y discernibles. Por lo contrario, los felices efectos, en un caso, y las fatales consecuencias, en el otro, parece que se yerguen ante nuestra mirada, y como quien dice se destacan y separan de todas las demás cualidades de uno y otro.
El mismo ingenioso y ameno autor que por vez primera explicó la causa del agrado de lo útil, se ha impresionado tanto con ese modo de ver las cosas, que ha reducido todo el sentimiento aprobatorio de la virtud a la simple percepción de esa especie de belleza que resulta de la apariencia de la utilidad. Ninguna cualidad espiritual, dice, es aprobada como virtuosa, sino aquellas que son útiles o placenteras, ya sea para la persona misma, ya para los otros, y ninguna cualidad da lugar a ser reprobada por viciosa, sino aquélla de contraria tendencia. Y, en verdad, al parecer la Naturaleza ha ajustado tan felizmente nuestros sentimientos de aprobación y reprobación a la conveniencia tanto del individuo como de la sociedad, que, previo el más riguroso examen, se descubrirá, creo yo, que se trata de una regla universal. Sin embargo, afirmo que no es el darse cuenta de la utilidad o perniciosidad aquello en que consiste la primera o principal fuente de nuestra aprobación o reprobación. Sin duda, estos sentimientos están realzados y avivados por la percepción de la belleza o deformidad que resulta de la utilidad o perniciosidad; pero, a pesar de ello, digo que son distintos original y esencialmente de tal percepción.
Ante todo, parece imposible que la aprobación de la virtud sea un sentimiento de la misma especie que aquel por medio del cual aprobamos un cómodo y bien trazado edificio; o que no tengamos otro motivo para encomiar a alguien que no sea el mismo por el cual alabamos un armario.
En segundo lugar, si se reflexiona, se descubrirá que el provecho de cualquier disposición de ánimo rara vez constituye la primera causa de nuestra aprobación, y que el sentimiento aprobatorio siempre implica un sentido de lo propio muy distinto a la percepción de lo útil. Fácil es observar esto en relación con todas aquellas cualidades que, como virtuosas, reciben nuestra aprobación, tanto con las que conforme a esa doctrina se consideran originalmente útiles a nosotros mismos, como con las que se estiman a causa de la utilidad para los otros.

Las cualidades más útiles para nosotros son,

en primer lugar, la razón en grado superior y en el entendimiento, que nos capacitan para discernir las consecuencias remotas de todos nuestros actos y prever el provecho o perjuicio que con probabilidad pueda resultar de ellos; y,

en segundo lugar, el dominio de sí mismo, que permite abstenernos del placer del momento o soportar el dolor de hoy, a fin de obtener un mayor placer o evitar un dolor más grande en lo futuro. En la unión de esa dos cualidades consiste la virtud de la prudencia, de todas las virtudes la más útil al individuo.


En relación a la primera de esa cualidades, ya se ha advertido antes que la razón en grado superior y el entendimiento, motivan, en cuanto tales, nuestra aprobación como cosa justa y debida y exacta, y no meramente como útil y provechosa.

Es en las ciencias más abstrusas, particularmente en las altas matemáticas, donde los mayores y más admirables esfuerzos de la razón humana se han desplegado; pero el provecho de esas ciencias, para el individuo o para el público, no es obvio y requiere una demostración que no siempre es fácilmente comprendida.

No fue, por tanto, su utilidad lo que primero las hizo acreedoras a la admiración pública. Poco se insistía en esa cualidad, hasta que fue forzoso contestar de algún modo los reproches de quienes, no gustando de tan sublimes especulaciones, se esforzaban en despreciarlas por inútiles.



Y del mismo modo, aprobamos el dominio de sí mismo, que sirve para refrenar nuestros apetitos presentes, a fin de poder satisfacerlos mejor en otra ocasión, tanto bajo el aspecto de propiedad, como bajo el de utilidad.



Cuando obramos de ese modo, los sentimientos que dirigen nuestra conducta parece que coinciden exactamente con los del espectador. Este no experimente la incitación de nuestros apetitos presentes; para él, el placer que vamos a disfrutar de aquí a una semana o un año, es igualmente importante que el que vamos a disfrutar en este momento.

Por lo tanto, cuando acontece que en beneficio del presente sacrificamos el futuro, nuestro comportamiento le parece absurdo y en alto grado extravagante, y queda incapacitado para compartir los principios que la norman.

Por lo contrario, cuando nos abstenemos de gozar un placer presente, a fin de asegurar un mayor placer por venir, cuando nos comportamos como si el objeto remoto nos interesase tanto como el que de un modo inmediato apremia los sentidos, como nuestros efectos corresponden exactamente a los suyos, no puede menos que aprobar nuestro comportamiento, y como sabe por experiencia que muy pocos son capaces de ese dominio de sí mismo, mira nuestra conducta con no poca extrañeza y admiración. De ahí surge esa alta estimación con que los hombres consideran naturalmente la firme perseverancia en el ejercicio de la frugalidad, industria y consagración, aunque no vaya dirigido a otro fin que la adquisición de fortuna. La denodada firmeza de la persona que así conduce y que, para obtener una grande, aunque remota ventaja, no solamente renuncia a todo placer presente, sino soporta los mayores trabajos tanto mentales como corporales, necesariamente impone nuestra aprobación. La perspectiva de su interés y felicidad que parece ordenar su conducta, cuadra exactamente con la idea que naturalmente nos hemos formado de ella. Existe la más perfecta correspondencia entre sus sentimientos y los nuestros, y, al mismo tiempo, por lo que enseña la experiencia de la común flaqueza de la naturaleza humana, es una correspondencia que razonablemente no era de esperarse. No solamente aprobamos, pues, sino hasta cierto punto admiramos su conducta y la tenemos como merecedora de no escaso aplauso. Es precisamente la consciencia de esta merecida aprobación y estima lo único capaz de sostener al agente en la observancia de una conducta de ese estilo. El placer que hemos de disfrutar de aquí a diez años nos interesa tan poco en comparación con el que podamos saborear hoy, la pasión que el primero despierta es, naturalmente, tan débil en comparación con la violenta emoción que el segundo tiende a provocar, que jamás el uno podría compensar el otro, a no ser por el sustento de ese sentido de propiedad, de esa consciencia de merecer la estimación y aprobación de todo el mundo al conducirnos de un modo y a no ser porque nos convertimos, al conducirnos del otro, en objetos propios de su desprecio y escarnio.
Humanidad, justicia, generosidad y espíritu público, son las cualidades de mayor utilidad para los demás. Más atrás se ha explicado en qué consiste la propiedad de la humanidad y justicia; ahí se mostró hasta qué punto nuestra estimación y aprobación de esas cualidades dependen de la conformidad entre los efectos del agente y los de los espectadores.
La propiedad de la generosidad y del espíritu público se funda en el mismo principio que en el caso de la justicia. La generosidad es distinta de la humanidad. Esas dos cualidades que a primera vista parecen tan semejantes, no siempre pertenecen a la misma persona. La humanidad es virtud propia de la mujer; la generosidad, del hombre. El bello sexo, que por lo común tiene mucha más ternura que el nuestro, rara vez tiene igual generosidad. La legislación civil sabe que las mujeres pocas veces hacen donaciones de alguna consideración. La humanidad consiste meramente en el exquisito sentimiento hacia el prójimo, que el espectador abriga respecto del sentimiento de las personas principalmente afectadas, de tal modo que llora sus penas, resiente sus injurias y festeja sus éxitos. Los actos más humanos no exigen abnegación ni dominio sobre sí mismo, ni un gran esfuerzo del sentido de la apropiado. Consisten simplemente en hacer lo que esa exquisita simpatía por sí solo nos incita a llevar a cabo. Otra cosa es la generosidad. Jamás se es generoso sino cuando de algún modo preferimos otra persona a nosotros mismos, y sacrificamos algún grande e importante interés propio a otro igual interés de un amigo o de alguien que es nuestro superior. Quien renuncia a las pretensiones a un empleo, codiciado objeto de su ambición, sólo porque se imagina que los servicios de otro le dan mejor derecho; quien expone la vida para defender la de su amigo que estima más valiosa que la suya, éstos, en ambos casos, no obran por humanidad o porque sientan con mayor exquisitez lo que toca a la otra persona que lo que a ellos concierne. Ambos consideran esos opuestos intereses, no a la luz de lo que a ellos naturalmente pueda parecerles, sino de aquélla en que a los otros aparecen. Para cualquier circunstante, el éxito o conservación de esta otra persona puede, en justicia, ser de mayor interés que el éxito o conservación suyos; pero es imposible que así sea para ellos. Por lo tanto, cuando en interés de esta otra persona sacrifican la propia, es que acomodan sus sentimientos a los del espectador, y por un esfuerzo de magnanimidad actúan de conformidad con la opinión que ellos saben deberá naturalmente ser la de un tercero cualquiera. El soldado que sacrifica su vida para salvar la de su oficial, quizá resultaría muy poco afectado por la muerte de éste si ocurriese sin culpa suya, y cualquier pequeña desgracia que le hubiese acaecido quizá hubiera provocado en él un dolor más vivo. Pero cuando se esfuerza por obrar de tal modo que merezca el aplauso y obligue al espectador imparcial a penetrar en los motivos de su conducta, siente que, para todo el mundo menos para él. su propia vida es una bagatela comparada con la de su oficial, y que al sacrificar la una por la otra, está obrando muy propiamente y conforme a lo que sería la natural comprensión de cualquier circunstante imparcial.
Y acontece lo mismo en los casos en que se hace gala de un excesivo espíritu público. Cuando un joven oficial expone la vida para aumentar los dominios de su soberano en una insignificancia, no es porque, para él, la adquisición de ese nuevo territorio sea algo más deseable que la conservación de su propia vida. Para él, su vida es infinitamente más valiosa que la conquista de un reino entero por el Estado a quien presta sus servicios. Mas al establecer la comparación entre ambas cosas, prescinde del punto de vista normal para él, y acepta el de la nación por la que está guerreando. Para ésta, es de la mayor importancia el éxito de la empresa y de poca consecuencia la muerte de un individuo particular. Cuando el oficial hace suyo este punto de vista, inmediatamente comprende que difícilmente puede ser pródigo en demasía de su propia sangre, si, derramándola, contribuye a tan alto fin. El heroísmo de su conducta consiste, debido al sentido del deber y de lo que es propio, en ahogar el más fuerte de todos los impulsos naturales. Muchos son los honrados ingleses a quienes en lo particular les dolería más la pérdida de una guinea que la pérdida de Menorca, pero que, sin embargo, mil veces preferirían, en caso de estar en su poder la defensa de esa fortaleza, sacrificar la vida antes de verla caer por su culpa en manos del enemigo. Cuando el primer Bruto condujo a sus propios hijos al cadalso porque había conspirado contra la naciente libertad de Roma, sacrificó lo que, de haberlo consultado tan sólo consigo mismo, resultaría ser el afecto más fuerte en aras del más débil. Normalmente, Bruto debió sentir en mucho mayo grado la muerte de sus hijos que todos los posibles males que habría padecido Roma por falta de tan egregio ejemplo. Pero él los miró, no con los ojos de su padre, sino como los de un ciudadano romano. Tan estrechamente compartió los sentimientos propios de esta condición, que en nada tuvo el lazo que los unía a sus hijos; y para un ciudadano romano, los hijos de Bruto, puestos en la balanza con el menor de los intereses públicos de Roma, resultaban cosa despreciable. En éste, como en todos los demás casos de la misma especie, nuestra admiración está fundada, no tanto en la utilidad cuanto en lo insólito, y de ahí deriva la grandiosa, noble y sublime propiedad de tales actos. Ciertamente, cuando consideramos esa utilidad comprendemos que les comunica una belleza adicional que nos los hace aún más recomendables a nuestra aprobación; pero tal belleza es principalmente perceptible a los hombres reflexivos y especulativos, y en manera alguna es la cualidad que primero recomienda esos actos a los naturales sentimientos del núcleo de los hombres.
Conviene advertir que la parte en que la aprobación obedece a la percepción de la belleza de lo útil, no tiene relación alguna con los sentimientos ajenos. Por lo tanto, si fuese factible que una persona llegase a la edad adulta en total incomunicación social, sus actos, a pesar de todo, podrían serle agradables o desagradables, según tendiesen hacia su felicidad o desventaja. Podría percibir cierta belleza de esa especie en la prudencia, en la templanza y en la buena conducta, y una deformidad en el comportamiento opuesto; podría, en un caso, considerar su propio temperamento y carácter con esa especie de satisfacción con que acostumbramos ver una bien dispuesta máquina, o en el otro, con esa especie de disgusto e insatisfacción con que contemplamos un aparato embarazoso y torpe. Sin embargo, como estas percepciones son meramente cuestión de gusto y participan de la debilidad y fragilidad de las percepciones de esa especie —sobre cuya exactitud se funda lo que con propiedad se llama el gusto-, es muy probable que quien se encontrase en su solitaria y desdichada condición, no les prestaría gran atención. Y aun cuando se le ocurriesen, en modo alguno le afectarían de la misma manera antes de su incorporación a la sociedad que a consecuencia de esa incorporación. La sola idea de su propia deformidad no le ocasionaría una interna postración de bochorno, ni la consciencia de la opuesta belleza le produciría la exaltación de un secreto triunfo del alma. La noción de merecer recompensa, en un caso, no lo llenaría de júbilo, ni, en el otro caso, temblaría ante la perspectiva de un merecido castigo. Todos los sentimientos de esa clase implican la noción de otro sujeto que es el juez natural de la persona que los experimenta, y solamente por simpatía con los laudos de este árbitro de su conducta, puede concebir, ya sea el triunfo de la propia abalanza, ya que la vergüenza de la condenación de sí mismo.

De los sistemas de filosofía moral
De los diversos sistemas que se han elaborado respecto del principio aprobatorio

Introducción

La cuestión más importante en Filosofía Moral, después de la indagación acerca de la naturaleza de la virtud, es la relativa al principio aprobatorio, al poder o facultad mentales que hacen que ciertos caracteres nos resulten agradables o desagradables, nos obligan a preferir determinada manera de comportamiento a otra manera distinta, nos conducen a calificar de buena a la una y de mala a la otra y nos llevan a considerar; a la primera, como un objeto digno de aprobación, de honra y recompensa; de culpa, censura y castigo, a la segunda.
Se han dado tres explicaciones diferentes de ese principio aprobatorio. Según algunos, se aprueban o reprueban las propias acciones, así como las de los otros, solamente por amor a sí mismo o por cierto reconocimiento de su propensión a hacernos felices o desgraciados; según otros, la razón, aquella facultad que nos permite distinguir entre lo verdadero y lo falso, es la que habilita para distinguir entre lo conveniente e inconveniente, tanto en los actos como en los efectos; según otros, esa distinción depende totalmente de un inmediato sentimiento y una emoción, y obedece a la satisfacción o aversión que nos inspira la contemplación de ciertos actos y emociones.

El amor a sí mismo, la razón y el sentimiento, por lo tanto, son los tres diferentes orígenes que se han señalado al principio aprobatorio.



Pero antes de que proceda a examinar estas distintas doctrinas, debo advertir que la elucidación de esa segunda cuestión, aunque de la mayor importancia especulativa, no tiene ninguna en la práctica. La cuestión relativa a la naturaleza de la virtud, necesariamente influye en nuestra noción del bien y del mal en muchos casos particulares. La relativa al principio aprobatorio, no puede tener el mismo efecto. Examinar de qué artificio o mecanismo interior proceden esas diversas nociones y sentimientos, es asunto de mera curiosidad filosófica.

De los sistemas que derivan el principio aprobatorio del amor a si mismo


No todos los que explican el principio aprobatorio por el amor a sí mismos lo hacen de la misma manera, y hay bastante confusión e inexactitud en los diversos sistemas. Según Mr. Hobbes y muchos de los que el siguen, 1 el hombre se ve impulsado a refugiarse en la sociedad, no por ningún amor natural hacia sus semejantes, sino porque, faltándole la colaboración de los otros, es incapaz de subsistir holgadamente y al abrigo de todo peligro. Por este motivo, la sociedad se convierte en una necesidad para él, y cuanto propenda al sostén y bienestar sociales, es considerado como cosa remotamente fomenta su propio interés; por lo contrario, todo aquellos que amenaza con perturbar o destruir la sociedad, lo considera en cierta medida dañino y pernicioso a sí mismo. La virtud es el gran sostén y el vicio el gran perturbador de la sociedad humana. La primera, por lo tanto, es aceptable, y el segundo ofensivo para todos los hombres, puesto que de la una prevé la prosperidad y del otro la ruina y confusión de todo lo que tan necesario es para la comodidad y seguridad de su existencia.
Que la propensión de la virtud a fomentar, y del vicio a perturbar el orden social —cuando es examinada la cosa con calma y filosóficamente-, refleje una gran belleza sobre la una y una gran deformidad sobre el otro, es punto que, como ya lo he advertido anteriormente, no puede ser aducido en esta cuestión. La sociedad humana, considerada desde cierto punto de vista abstracto y filosófico, se nos presenta como una inmensa máquina cuyos ordenados y armoniosos movimientos producen innúmeros efectos agradables. Y así como en cualquier otra bella y noble máquina producida por el arte humano, de todo aquello que propendiese a facilitar sus movimientos haciéndolos parejos y fáciles derivaría cierta belleza a causa de ese efecto, y, por lo contrario, todo aquello que propendiese a obstruccionarlos desagradaría por ese motivo; así la virtud, que, como quien dice, es el fino acabado del engranaje social, forzosamente agrada, mientras que el vicio, cual vil orín que lo hace trepidar y rechinar, necesariamente ofende. Esta explicación, pues, del origen del principio aprobatorio o reprobatorio, en cuanto lo deriva de un respeto al orden social, se entronca con aquel principio que concede belleza a la utilidad y que ya expliqué en ocasión anterior; y de ahí es donde esta doctrina saca toda esa plausibilidad que posee. Cuando esos autores describen las innumerables ventajas que la vida culta y social tiene sobre la salvaje y solitaria; cuando se extienden sobre la necesidad de la virtud y el orden como sostenes de la primera, y demuestran cuán infaliblemente propende el predominio del vicio y desobediencia a las leyes a implantar de nuevo la segunda, el lector se siente fascinado con la novedad y magnificencia del paisaje que ponen ante su vista: claramente ve una nueva belleza en la virtud, y una nueva deformidad en el vicio que nunca antes había advertido, y, por lo general, tan encantado está con el descubrimiento, que por rareza se detiene a reflexionar en que si antes no había reparado en esta visión política, es imposible que sea el fundamento de la aprobación y reprobación con que siempre ha estado acostumbrado a considerar aquellas diversas cualidades.
Por otra parte, cuando esos autores derivan del amor a sí mismo el interés que sentimos por el bienestar social y el aprecio que por ese motivo testimoniamos a la virtud, no quieren decir que cuando en esta época aplaudimos la virtud de Catón y abominamos de la infamia de Catilina, nuestros sentimientos sean inducidos de la noción del beneficio que podamos recibir del uno, ni del menoscabo que soportemos a causa del otro. La forma como, según estos filósofos, apreciamos al virtuoso personaje y culpamos al desordenado, no es entendiendo que la prosperidad y el trastorno sociales en aquellas remotas edades y naciones sean influyentes sobre nuestra felicidad o desdicha presentes. Jamás pensaron que nuestros sentimientos estuviesen influidos por el posible beneficio o perjuicio que supusiéramos redundaría en nosotros, bajo el supuesto de haber vivido en aquellas lejanas edades y países; o bien, influidos por los que podrían redundar en nosotros, al pensar que en nuestra vida encontraríamos personas semejantes. En suma, la idea con que esos autores andaban a tientas, pero que no pudieron dilucidar, era esa su simpatía indirecta que experimentaron hacia quienes reciben el beneficio o sufren el perjuicio proveniente de la índole tan opuesta de esos personajes, y eso era lo que confusamente señalaban cuando afirmaron que era la idea del provecho o del sufrimiento lo que incitaba nuestro beneplácito o indignación, sino el concepto o imaginación del posible provecho o sufrimiento en el caso de tener que actuar en compañía de semejantes asociados.
Sin embargo, la simpatía no puede, en modo alguno, considerarse un principio egoísta. Cuando simpatizo con vuestra aflicción o vuestra indignación, puede sostenerse, ciertamente, que mi emoción se funda en amor a mí mismo, porque surge de ese hacer mío vuestro caso, de ese ponerme en vuestra situación y de ahí concebir lo que sentiría en tales circunstancias. Empero, aunque con mucha propiedad se dice que la simpatía surge de un cambio imaginario de situaciones con la persona principalmente afectada, con todo, tal cambio imaginario no se supone que me acontezca a mí, en mi propia persona y carácter, sino en la persona con quien simpatizo. Cuando me conduelo de la muerte de tu hijo, no considero, a fin de poder compartir tu aflicción, lo que yo, persona determinada por mi carácter y profesión, sufriría si tuviese un hijo, sino que considero lo que sufriría si en verdad yo fuera tú, y no solamente cambio contigo de circunstancias, sino de personas y sujetos. Mi aflicción, pues, es enteramente por tu causa y en absoluto por la mía. Por lo tanto, no es en nada egoísta. ¿Cómo puede considerarse que sea pasión egoísta aquella que no responde a algo que ni siquiera en la imaginación me ha acontecido ni que se refiera a mí en propia persona y carácter, sino que en todo atañe a lo que a ti concierne? Un hombre muy bien puede simpatizar con una parturienta, aunque es imposible que se imagine sufriendo en su persona los dolores del parto. De cualquier modo, esta doctrina de la naturaleza humana que deriva todos los sentimientos y afectos del amor a sí mismo, y que tanto ruido ha metido en el mundo, pero que, hasta donde alcanzo, jamás ha sido cabal y distintamente explicada, me parece que ha salido de una confusa y falsa interpretación del mecanismo de la simpatía.

De los sistemas que hacen de la razón el principio de la aprobación

Es bien sabido que fue doctrina de Mr. Hobbes que el estado de naturaleza es un estado bélico, y que con anterioridad a la institución del gobierno civil no es posible la existencia entre los hombres de una vida social segura y pacífica. Por tanto, la conservación del orden social, según él consiste en sostener las instituciones políticas, y destruirlas es tanto como dar fin a ese orden social.

Mas la existencia del gobierno civil depende de la obediencia que se presta al supremo magistrado. En el preciso momento en que pierde su autoridad, todo gobierno ha cesado. Del mismo modo, pues, que la propia conservación enseña a los hombres a encomiar todo aquello que tienda al fomento del bienestar social y a censurar lo que promete lesionarlo, así ese mismo principio les debería enseñar, si en pensamiento y palabra fuesen consecuentes, a encomiar en toda ocasión la obediencia al magistrado civil y a censurar toda desobediencia y rebeldía. Las nociones mismas de lo laudable y censurable debieran ser idénticas a las de obediencia y desobediencia. Por tanto, las leyes del magistrado civil debieran ser consideradas como las últimas y absolutas normas de lo justo e injusto, del bien y del mal.

Al propagar estas ideas, Mr. Hobbes admitió que su intención fue la de sujetar la conciencia de los hombres de un modo inmediato al poder civil y no al eclesiástico, en cuya turbulencia y ambición aprendió a ver, por el ejemplo de su propia época, la causa principal de los desordenes sociales. Por este motivo su doctrina era particularmente ofensiva a los teólogos, quienes, a su vez, no anduvieron cortos en dar rienda suelta con mucha rudeza y encono a la indignación que sentían en su contra.

Igualmente ofensiva resultó esa doctrina a los buenos moralistas, puesto que implicaba que no había una diferencia de naturaleza entre el bien y el mal, que éstos eran valores mudables y variables y que dependían de la simple voluntad arbitraria del magistrado civil. Por lo tanto, esta manera de explicar las cosas fue objeto de ataques procedentes de todas partes y con toda clase de armas: por juiciosas razones, así como por rabiosas peroratas.
Para poder refutar una doctrina tan odiosa, hacía falta demostrar que, con anterioridad a toda legislación o institución positiva, la mente estaba dotada por naturaleza de una facultad mediante la cual podía distinguir en determinados actos y afectos, las cualidades de lo bueno, lo laudable y lo virtuoso, y, en otros, las de lo malo, lo censurable y lo vicioso.
Con justicia advirtió el Dr. Cudworth 1 que la ley no podía ser la causa primera de esos distingos, puesto que, bajo el supuesto de tal ley, necesariamente, o bien era debido obedecerla e indebido desobedecerla, o bien indiferentes el que la obedeciésemos o desobedeciésemos. Aquella ley cuya obediencia o desobediencia, por nuestra parte, era indiferente, no podía, sin duda, ser la causa de aquellos distingos; pero tampoco podía serlo la ley a la que era debido obedecer e indebido desobedecer, porque hasta en este caso iban implicadas como previas las nociones o ideas de lo bueno y lo malo, y las de ser la obediencia a la ley conforme a la idea de lo bueno y la desobediencia a la de lo malo.
Puesto que la mente posee, con prioridad toda la ley, una noción de esos distingos, parece necesaria consecuencia que esa noción procede de la razón, que es la que indica la diferencia entre el bien y el mal, así como lo hace entre la verdad y el error; y esta conclusión, verdadera en cierto sentido, aunque demasiado precipitada en otro, fue más fácilmente aceptada en esa época en que la ciencia abstracta de la naturaleza humana estaba en pañales, y antes de que las distintas facultades mentales hubiesen sido cuidadosamente examinadas y diferenciadas las unas a las otras. En los días en que se ventilaba con gran calor y vehemencia esta controversia con Mr. Hobbes, no se había pensado en ninguna otra facultad de donde se supiese que tales ideas podían originarse. Por estos años, pues, vino a ser doctrina en boga que la esencia de la virtud y del vicio no consistía en la conformidad o inconformidad de las acciones humanas con la ley de un superior, sino en la conformidad o inconformidad con la razón, que de este modo fue considerada como primera causa y principio de la aprobación y reprobación.
En cierto sentido, es verdad que la virtud consiste en una conformidad con la razón, y con mucha justicia puede considerarse a esta facultad, en alguna medida, como causa y principio de la aprobación y la reprobación y de todo sano juicio relativo al bien y al mal.

Es la razón la que descubre esas reglas generales de justicia según las cuales debemos normar nuestros actos, y por esta misma facultad formamos esas más vagas e indeterminadas ideas de lo que es prudente, de lo que es decoroso, de lo que es generoso y noble, ideas que siempre nos acompañan y a cuya conformidad procuramos modelar, en la medida en que mejor podemos, el tenor de nuestra conducta.

Las sentencias morales generalmente admitidas se forma, como toda máxima general, por la experiencia y la inducción. Advertimos en una gran variedad de casos particulares lo que agrada o desagrada a nuestras facultades morales, lo que ellas aprueban o desaprueban, y de esta experiencia establecemos por inducción esas reglas generales. Más la inducción siempre ha sido considerada como una operación de la razón, y por eso se dice con mucha propiedad que de la razón proceden todas esas sentencias generales e ideas. Estas, en gran parte, norman nuestros juicios morales, los cuales serían sumamente inciertos y precarios si dependiesen totalmente de algo tan expuesto a variar como son las inmediatas emociones y sentimientos, que los diversos estados de salud y humor son capaces de alterar de un modo tan esencial. Por lo tanto, como nuestros mejores fundados juicios relativos a lo bueno y a lo malo se norman por máximas e ideas obtenidas por una inducción de la razón, puede, con mucha propiedad, decirse de la virtud que consiste en una conformidad con la razón, y, hasta este extremo, puede considerarse a esa facultad como causa y principio de aprobación y reprobación.
Pero aunque, ciertamente, la razón es la fuente de las reglas generales éticas y de todos los juicios morales que por esas reglas formamos, es completamente absurdo e ininteligible suponer que las percepciones primarias de lo bueno y malo procedan de la razón, hasta en aquellos casos particulares de cuya experiencia se sacan las reglas generales. Estas percepciones primarias, así como toda experiencia en que cualquier regla general se funda, no pueden ser objeto de la razón, sino de un inmediato sentido y emoción.
La manera como se forman las reglas generales éticas, es descubrimiento que en una gran variedad de casos de un modo de conducta constantemente nos agrada de cierta manera, y que, de otro modo, con igual constancia, nos resulta desagradable. Empero, la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable; la razón sólo puede revelar que tal objeto es medio para obtener algo que sea placentero o no, y de este modo puede hacer que el objeto, por consideración a esa otra cosa, nos resulte agradable o desagradable. Mas nada puede ser agradable o desagradable por sí mismo, que no sea porque así nos lo presenta un inmediato sentido y sensación. Por lo tanto, si en todos los casos particulares necesariamente nos agrada la virtud por ella misma, y si del mismo modo el vicio nos causa aversión, no puede ser la razón, sino un inmediato sentido y sensación, lo que así nos reconcilie con la una y nos extraña del otro.
El placer y el dolor son los principales objetos del deseo y de la aversión; pero éstos no se disciernen racionalmente, sino que se distinguen por medio de un sentido inmediato y una emoción.
Si la virtud, pues, es deseable por sí misma, y si, del mismo modo, el vicio es objeto de aversión, síguese que no puede ser la razón, sino el sentido inmediato y la emoción, lo que distingue esas diferentes cualidades.
Sin embargo, como con justicia puede considerarse que hasta cierto punto la razón es principio de aprobación o reprobación, pensóse, debido a una inadvertencia, que estos sentimientos procedían primariamente de una operación de aquella facultad.

Corresponde al Dr. Hutcheson el mérito de haber sido el primero que distinguiera con cierto grado de precisión, y hasta qué punto puede admitirse que todos los juicios morales proceden de la razón, y hasta que punto se fundan en un sentido inmediato y una emoción. En sus Ilustrations Upon the Moral Sense (ilustraciones sobre el sentido moral) ha explicado esto de un modo tan completo, y, a mi parecer, tan incontestable, que si el asunto todavía provoca controversia, solamente puede imputarlo a falta de atención a lo que este caballero ha escrito, o bien a una supersticiosa adhesión a ciertas formas de expresión, debilidad no poco común entre los sabios, especialmente en materia tan profundamente interesante como la presente, en la que un hombre curioso no siempre está dispuesto a ceder ni siquiera en la justeza de una sola frase a la que ha estado acostumbrado.


De aquellos sistemas que hacen del sentimiento el principio de la aprobación

Los sistemas que hacen del sentimiento el principio de la aprobación, pueden dividirse en dos distintas clases:

I. Según algunos, el principio de la aprobación se funda en un sentimiento de naturaleza peculiar; es un poder especial de percepción que la mente ejerce en presencia de ciertos actos o efectos; algunos de éstos impresionan esa facultad de un modo agradable y otros de una manera desagradable; los primeros quedan marcados con los caracteres del bien de lo laudable y virtuoso; los segundos, con los del mal, lo censurable y vicioso. Tratándose de un sentimiento de naturaleza peculiar, diferente de todos los otros, y como efecto que es de un poder especial de percepción, le dan un nombre particular, llamándole el sentido moral.

II. Según otros, no hay necesidad, para explicar el principio de aprobación, de suponer la existencia de un nuevo poder de percepción del que hasta entonces no se tuviera noticia. Se imaginan que la Naturaleza obra en esto, como en todos los demás casos, con la más rigurosa economía, y que produce multitud de efectos de una sola y misma causa; y la simpatía, potencia de que la que siempre se ha tenido debida cuenta y la de la que la mente está manifiestamente dotada, es piensan, suficientemente para explicar todos los efectos atribuidos a aquella facultad especial.

I. El Dr, Hutcheson 1 se esmeró en probar que el principio de la aprobación no estaba fundado en el amor de sí mismo. También demostró que no podía proceder de una operacional racional. Pensó, pues, que no había otro camino que suponer que se trataba de una facultad de especie peculiar con que la naturaleza dotó a la mente humana, a fin de producir este importante y particular efecto.
habiendo excluido el amor a sí mismo y a la razón, no se le ocurrió que podía haber alguna de las ya conocidas facultades mentales que pudiese en alguna manera satisfacer ese propósito.
Sin embargo, y a pesar de todo el esmero que este ingenioso filósofo ha puesto en probar que el principio de la aprobación se funda en un poder especial de percepción, en cierta forma análogo al de los sentidos externos, hay alguna consecuencia de su doctrina, aceptadas por él, que posiblemente sean consideradas por muchos como refutación suficiente de la misma. Admite 2 que las cualidades que pertenecen a los objetos de un sentido no pueden, sin incurrir en grave despropósito, atribuirse al sentido mismo. ¿Quién ha pensado jamás en hablar de un sentido de ver negro o blanco, de un sentido de oír fuerte abajo, o de un sentido de gustar dulce amargo? y, según, él resulta igualmente absurdo llamar a nuestras facultades morales virtuosas o viciosas, lo moralmente bueno o malo. Estas cualidades pertenecen a los objetos de aquellas facultades, no a las facultades mismas. Si, por lo tanto, hubiera un hombre tan disparatadamente constituido que aceptara la crueldad y la injusticias como las más altas virtudes, y rechazara la equidad y la humanidad como los más despreciables vicios, una mente así constituida podría ciertamente ser considerada como perniciosa, tanto para el individuo como para la sociedad, y asimismo considerada como extraña, sorprendente y en sí desnaturalizada; pero no podría, sin incurrirse en grave despropósito, calificarse de viciosa o moralmente perversa.
Y, sin embargo, ni viésemos a un hombre aclamar una bárbara e inmerecida ejecución que hubiese sido mandada por algún insolente tirano, no nos sentiríamos culpables de grave despropósito al calificar de vicioso y moralmente perverso en alto grado ese comportamiento, a pesar de que sólo fuera la expresión de depravadas facultades morales o de una disparatada aprobación de tan horrible acto, como si fuese noble, magnánimo y excelente. Nuestro corazón, así lo imagino, al ver un espectador como ese, olvidaría momentáneamente su simpatía con el paciente y no sentiría sino horror y aborrecimiento al pensar en criatura tan execrable y vil. Lo detestaríamos aún más que al tirano, quien posiblemente obraba impulsado por las impetuosas pasiones de la envidia, el temor y el resentimiento, y que, por ese motivo, sería más disculpable. Mas los sentimientos del espectador aparecerían por completo inmotivados, y, por lo tanto, más perfecta y absolutamente abominables. No existe perversión de sentimientos o afectos, que nuestro corazón se resistiese más a compartir o que rechazase con más odio e indignación que una de esta especie, y, lejos de considerar semejante constitución mental como algo simplemente extraño o pernicioso y en modo alguno vicioso o moralmente perverso, más bien la consideraríamos como el último y más espantoso extremo de depravación moral.
Por en contrario, los sentimientos morales correctos aparecen de suyo en cierto grado laudables y moralmente buenos. Aquel cuya censura y aplauso en toda ocasión van de acuerdo, con gran exactitud, con el valor o indignidad del objeto, parece merecer, en cierto grado, hasta la aprobación moral. Admiramos la delicada precisión de sus sentimientos morales, ; sirven de guía a nuestros propios juicios, y, debido a su insólita y sorprendente exactitud, hasta provocan nuestra admiración y aplauso. Ciertamente, no podemos estar siempre seguros de que la conducta de una persona como esa corresponda a la precisión y exactitud de sus juicios respecto a la conducta ajena. La virtud requiere hábito y firme propósito, tanto como delicadeza de sentimientos, y, por desgracia, algunas veces faltan esas primeras cualidades ahí donde la segunda se da con la mayor perfección. Sin embargo, esa disposición de la mente, aunque algunas veces vaya acompañada de imperfecciones, es incompatible con todo lo que sea crasamente criminal, y es la cimentación más feliz para construir sobre ella la superestructura de la perfecta virtud. hay muchos hombres bien intencionados que se proponen en serio ejecutar cuanto estiman es de su deber, pero que, a pesar de todo, resultan desagradables a causa de la tosquedad de sus sentimientos morales.
Podría decirse, quizá, aunque el principio de la aprobación no está fundado en un poder de percepción que sea en alguna manera análogo a los sentidos externos, aún podría estar fundado en algún sentimiento especial que respondiese a ese fin particular y a ningún otro. Podría pretenderse que la aprobación y reprobación son un determinado sentir o emoción que surgen en la mente provocados por ciertos sujetos o acciones, y así como el resentimiento podría llamársele sentido de la injuria, o a la gratitud sentido del provecho, así aquéllas podrían muy propiamente recibir el nombre de sentido del bien y del mal, o sea sentido moral.
Pero esta explicación, si bien no está sujeta a las mismas objeciones que la anterior, sí está expuesta a otras igualmente incontestables.

En primer lugar, a pesar de todas las variaciones a que está sujeta una emoción cualquiera, conserva los rasgos generales que la singularizan como emociones de determinada especie, y esos rasgos generales siempre son más conspicuos y notorios que cualquier variación que pudiere experimentar en casos particulares. Así, la ira es una emoción de especie particular, y, consecuentemente, sus rasgos generales siempre son más perceptibles que todas las variantes que puede experimentar en casos particulares. La ira contra un hombre es, sin duda, algo diferente de la ira contra una mujer, y a su vez diferente de la ira contra un niño. En cada uno de estos tres casos la pasión de la ira en general admite distintas, modificaciones según el particular carácter de sus objetos, como el atento observador fácilmente podrá advertir. Pero, a pesar de todo, en todos estos casos predominan los rasgos generales de la pasión. Para distinguir estos rasgos no hace falta una observación sutil; es necesaria, por lo contrario, una atención en extremo delicada para descubrir las variaciones. Todo el mundo advierte aquéllos; casi nadie observa éstas. Por lo tanto, si la aprobación y la reprobación fuesen —como la gratitud y el resentimiento- emociones de una especie particular, distinta de todas las demás, sería esperar que en todas las variaciones que la una y la otra fuesen susceptibles de sufrir, se conservaran claros, manifiestos y fácilmente perceptibles los rasgos generales que las caracterizan como emociones de determinada especie particular. Empero, de hecho, acontece lo contrario. Si nos atenemos a lo que en realidad sentimos cuando en diversas ocasiones aprobamos o reprobamos algo, descubriremos que, con frecuencia, en un caso nuestra emoción es totalmente distinta a la de otro caso, y que no es posible advertir entre ambos ningún rasgo común. Así por ejemplo, la aprobación con que miramos un sentimiento tierno, delicado y humano, es bastante distinta de aquella con que recibimos la impresión de un sentimiento que se nos presenta como admirable, osado y magnánimo. Nuestra aprobación por ambos puede, en diversas ocasiones, ser perfecta y completa; pero uno de ellos nos enternece y el otro nos eleva, y no hay ningún parecido entre las emociones que provocan en nosotros. Ahora bien, según la doctrina que he estado procurando demostrar, tal debe, necesariamente, ser el caso. Como las emociones de la persona a la que aprobamos, en esos dos casos, opuestas la una a la otra, y como nuestra aprobación procede de la simpatía con esa emociones opuestas, lo que sentimos en un caso no puede en nada parecerse a lo que sentimos en el otro. Empero, esto no podría acontecer si la aprobación consistiese en una emoción peculiar que no tuviese nada en común con los sentimientos objeto de la aprobación, sino que surgiese en presencia de esos sentimientos, a la manera como cualquiera otra pasión surge en presencia del objeto que le es propio. Lo mismo puede decirse respecto a la reprobación. El horror que nos inspira la crueldad, en nada se asemeja al desprecio que sentimos hacia lo ruin. Es una especie muy distinta de discordia la que sentimos en presencia de esos dos diferentes vicios, entre nuestro propio parecer y el de la persona cuyos sentimientos y comportamiento observamos.

En segundo lugar, ya he advertido que no solamente las diferentes pasiones o afectos humanos que son motivo de aprobación o reprobación se nos presentan con el carácter de bondad y perversidad morales, sino que también la aprobación conveniente e inconveniente se presenta a nuestros naturales sentimientos con el sello de esas mismas cualidades. En consecuencia, se me ocurre preguntar ¿cómo es que, según esta doctrina, aprobamos o reprobamos la aprobación misma según sea conveniente o inconveniente? A esta pregunta no hay, me imagino, sino una sola contestación que sea razonable. Será necesario decir que, cuando la aprobación con que nuestro prójimo observa la conducta de un tercero, coincide con la nuestra, es que aprobamos su acto aprobatorio y lo tenemos, en cierta medida, por moralmente bueno; y, por lo contrario, cuando no coincide con nuestros propios sentimientos, lo desaprobamos y consideramos, en cierta medida, moralmente perverso. Debe, pues admitirse que, por lo menos en este caso, la coincidencia u oposición de sentimientos entre el observador y la persona observada, es lo que constituye la aprobación o reprobación moral. Y si consiste en eso en un caso, yo pregunto ¿por qué no en todos los demás? ¿Qué objeto tiene imaginar un nuevo poder de percepción para explicar esos sentimientos?
Contra toda explicación del principio aprobatorio que quiera hacerlo depender de un sentimiento peculiar distinto de todos los demás, yo objetaría: que es bien extraño que ese sentimiento, sin duda intencionado por la Providencia para ser el principio rector de la naturaleza humana, hubiese pasado hasta ahora tan inadvertido, al grado de carecer de nombre en todos los idiomas. La designación: sentido moral, es de cuño muy tardío, y todavía no puede considerarse forme parte del idioma inglés. La palabra aprobación, sólo desde hace pocos años es propia para denotar con peculiaridad cosas de esta especie. Propiamente hablando, aprobamos todo aquello que nos satisface completamente: la forma de un edificio, la traza de un máquina, el sabor de un plato de carne. La palabra conciencia no denota primariamente alguna facultad moral que nos permita aprobar o reprobar algo. La conciencia implica, ciertamente, la existencia de alguna facultad de esa especie, y significa propiamente nuestro darnos cuenta de haber obrado conforme o contrariamente a sus mandatos. Ya que el amor, el odio, la alegría, la aflicción, la gratitud, el resentimiento y tantas otras pasiones que se supone están todas sujetas a ese principio, han demostrado ser suficientemente importantes para obtener rótulos que nos las dan a conocer ¿acaso no es sorprendente que la reina de todas ellas hubiese pasado hasta ahora tan poco advertida, que, excepción hecha de unos cuantos filósofos, a nadie le ha parecido aún que valga la pena bautizarla con algún nombre?

Cuando concedemos nuestra aprobación a algún sujeto o a una acción, los sentimientos que experimentamos, según la doctrina que antecede, tienen cuatro orígenes que en cierto sentido son distintos los unos a los otros.

Primero, simpatizamos con los motivos del agente; segundo, compartimos la gratitud de quienes advertimos que su conducta ha sido conforme a las reglas generales por las que esas dos simpatías usualmente actúan, y, por último, cuando consideramos que tales actos forman parte de un sistema de conducta que tiende a fomentar la felicidad del individuo o de la sociedad, tal parece que derivan cierta belleza de esa utilidad, no muy distinta de la que atribuimos a cualquier máquina bien trazada. Una vez desconectado, en cualquier caso particular, todo lo necesariamente debe reconocerse que procede de uno u otro de estos cuatro principios, quisiera saber de buena gana lo que queda de residuo, y sin reservas permitiré que se atribuya ese sobrante al sentido moral o a cualquiera otra facultad privativa, con tal de que alguien determine con toda precisión lo que ese sobrante sea. Quizá fuera de esperarse que, si en verdad existiera esa facultad privativa tal como se supone que lo es el sentido moral, pudiéramos, en algunos particulares, sentirlo separado y desprendido de todos los otros, como con harta frecuencia sentimos en toda su pureza y sin mezcla de otra emoción, la alegría, la aflicción, la esperanza y el temor. Esto, me imagino, ni siquiera puede intentarse. Jamás he oído que se aduzca un ejemplo por el que pueda decirse que esta facultad obra por sí sola y sin mezcla alguna de simpatía o antipatía, de gratitud o resentimiento, de percepción del acuerdo o desacuerdo de cualquier acto con una regla establecida, o, por último, sin mezcla de ese gusto general por la belleza y el orden que, tanto los objetos inanimados como animados, provocan en nosotros.

II. Hay otra doctrina que intenta dar razón, por medio de la simpatía, del origen de nuestros sentimientos morales, pero que es diferente a la que yo me he esforzado por demostrar. Es aquella que hace que la virtud radique en la utilidad, y la que explica el placer con que el espectador reconoce la utilidad de cualquier cualidad, por simpatía con la felicidad de quienes resultan afectados por ella. Esta simpatía es diferente tanto de aquella por la que penetramos en los motivos del agente, como de aquella por la que acompañamos en la gratitud a las personas que resultan beneficiadas por sus actos. Se trata del mismo principio que aquel por el que concedemos nuestra aprobación a una bien trazada máquina. Pero ninguna máquina puede ser objeto de una ni otra de esa dos simpatías últimamente mencionadas. En la cuarta parte de esa disertación ya he dado alguna cuenta de esa doctrina.