Federico Engels, ANTI DUHRING, 1878
Sección Segunda: ECONOMIA POLITICA
I. OBJETO Y METODO.
Sección Segunda: ECONOMIA POLITICA
I. OBJETO Y METODO.
La economía política es, en su más amplio sentido, la ciencia de las leyes que rigen la producción y el intercambio de los medios materiales de vida en la sociedad humana. Producción e intercambio son dos funciones distintas. La producción puede tener lugar sin intercambio, pero el intercambio —precisamente porque no es sino intercambio de productos— no puede existir sin producción. Cada una de estas dos funciones sociales se encuentra bajo influencias externas en gran parte específicas de ella, y tiene por eso también en gran parte leyes propias específicas. Pero, por otro lado, ambas se condicionan recíprocamente en cada momento y obran de tal modo la una sobre la otra que podría llamárselas abscisa y ordenada de la curva económica.
Las condiciones en las cuales producen e intercambian productos los hombres son diversas de un país a otro, y en cada país lo son de una generación a otra. La economía política no puede, por tanto, ser la misma para todos los países y para todas las épocas históricas.
Desde el arco y la flecha, el cuchillo de piedra y el excepcional intercambio y tráfico de bienes del salvaje hasta la máquina de vapor de mil caballos, el telar mecánico, los ferrocarriles y el Banco de Inglaterra, hay una distancia gigantesca. Los habitantes de la Tierra del Fuego no han llegado a la producción masiva ni al comercio mundial, del mismo modo que tampoco conocen la "pelota" con las letras de cambio ni los cracks bolsísticos. El que quisiera reducir la economía de la Tierra del Fuego a las mismas leyes que rigen la de la Inglaterra actual no conseguiría, evidentemente, obtener con ello sino los lugares comunes más triviales.
La economía política es, por tanto, esencialmente una ciencia histórica. Esa ciencia trata una materia histórica, lo que quiere decir una materia en constante cambio; estudia por de pronto las leyes especiales de cada particular nivel de desarrollo de la producción y el intercambio, y no podrá establecer las pocas leyes muy generales que valen para la producción y el intercambio como tales sino al final de esa investigación.
No hará falta decir que las leyes válidas para determinados modos de producción y formas de intercambio tienen también validez para todos los períodos históricos a los que sean comunes dichos modos de producción y dichas formas de intercambio. Así, por ejemplo, con la aparición del dinero metálico empiezan a actuar una serie de leyes que son válidas para todos los países y para todos los lapsos históricos en los que el intercambio está mediado por el dinero metálico.
El modo de la distribución de los productos queda dado con el modo de producción y de intercambio de una determinada sociedad histórica y con las previas condiciones históricas de esa sociedad.
En la comunidad tribal o campesina con propiedad común de la tierra, que es el estadio en el cual, o con cuyos restos muy perceptibles, han entrado en la historia todos los pueblos de cultura, resulta obviamente natural una distribución bastante homogénea de los productos; cuando aparece una desigualdad ya considerable en la distribución entre los miembros, esa desigualdad constituye al mismo tiempo un signo de la incipiente disolución de dichas comunidades. La agricultura en grande o en pequeño permite muy diversas formas de distribución, según las condiciones históricas previas a partir de las cuales se ha desarrollado. Pero es claro que la agricultura en grande condiciona siempre en general una distribución muy distinta de la condicionada por la otra; que la agricultura en explotación grande presupone o produce una contraposición de clases señores esclavistas y esclavos, señores de la tierra y campesinos obligados a prestaciones serviles, capitalistas y trabajadores asalariados , mientras que en la pequeña agricultura la explotación no condiciona en modo alguno una diferencia de clases entre los individuos activos en la producción agrícola, sino que, por el contrario, la mera existencia de dicha división anuncia la incipiente decadencia de la economía parcelaria. La introducción y la difusión del dinero metálico en un país en el que hasta el momento haya imperado o predominado la economía natural van siempre acompañadas por una subversión más o menos rápida de la anterior distribución, y ello en el sentido de agudizarse constantemente la desigualdad de la distribución entre los individuos, o sea la contraposición entre rico y pobre. La explotación artesanal, local y gremial de la Edad Media hacía imposible la existencia de grandes capitalistas y de asalariados de por vida, así como la gran industria moderna, el actual desarrollo del crédito y el de las dos formas de intercambio correspondientes, junto con la libre concurrencia, producen necesariamente dichos fenómenos.
Pero con la diferencia en la distribución aparecen las diferencias de clase. La sociedad se divide en clases privilegiadas y perjudicadas, explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, y el Estado —que al principio no había sido sino el ulterior desarrollo de los grupos naturales de comunidades étnicamente homogéneas, con objeto de servir a intereses comunes (por ejemplo, en Oriente, la organización del riego) y de protegerse frente al exterior— asume a partir de ese momento, con la misma intensidad, la tarea de mantener coercitivamente las condiciones vitales y de dominio de la clase dominante respecto de la dominada.
Pero la distribución no es un resultado meramente pasivo de la producción y el intercambio; también actúa a su vez, inversamente, sobre una y otro. Todo nuevo modo de producción y toda nueva forma de intercambio se ven al principio obstaculizados no sólo por las viejas formas y sus correspondientes instituciones políticas, sino también por el viejo modo de distribución. Tienen, pues, que empezar por conquistarse con una larga lucha la distribución que les es adecuada. Pero cuanto más móvil es un modo dado de producción y distribución, cuanto más capaz de perfeccionamiento y evolución, tanto más rápidamente alcanza la distribución misma un nivel en el cual desborda las formas que la engendraron y entra en pugna con el tipo de producción e intercambio existentes.
Las viejas comunidades naturales de que ya hemos hablado pueden subsistir durante milenios, como aún ocurre hoy día entre los indios y los eslavos, antes de que el tráfico con el mundo exterior produzca en su interior las diferencias de riqueza a consecuencia de las cuales empieza su disolución.
En cambio, la moderna producción capitalista, que apenas tiene trescientos años y que no se ha convertido en dominante sino desde la introducción de la gran industria, es decir, desde hace cien años, ha producido en ese breve tiempo contraposiciones de distribución —concentración de los capitales en pocas manos, por un lado, y concentración de las masas desposeídas en las grandes ciudades, por otro— por cuya existencia perece necesariamente.
La conexión entre la distribución de cada caso con las condiciones materiales de existencia de la sociedad correspondiente se encuentra tan arraigada en la naturaleza de la cosa que se refleja normalmente en el instinto popular. Mientras un modo de producción se encuentra en la rama ascendente de su evolución, son entusiastas de él incluso aquellos que salen peor librados por el correspondiente modo de distribución. Así ocurrió con los trabajadores ingleses cuando la implantación de la gran industria. Incluso cuando el modo de producción se mantiene simplemente como el socialmente normal, reina en general satisfacción o contentamiento con la distribución, y si se producen protestas, ellas proceden del seno de la clase dominante misma (Saint Simon, Fourier, Owen), y no encuentran eco alguno en la masa explotada. Sólo cuando el modo de producción en cuestión ha recorrido ya un buen trozo de su rama descendente, cuando se está medio sobreviviendo a sí mismo, cuando han desaparecido en gran parte las condiciones de su existencia y su sucesor está ya llamando a la puerta, sólo entonces aparece como injusta la distribución cada vez más desigual, sólo entonces se apela a la llamada justicia eterna contra los hechos caducados.
Esta apelación a la moral y al derecho no nos ayuda a avanzar científicamente ni una pulgada; la ciencia económica no puede ver un argumento, sino sólo un síntoma, en la indignación ética, por justificada que ésta sea. Su tarea consiste más bien en exponer los males sociales que ahora destacan como consecuencias necesarias del modo de producción existente, pero también, al mismo tiempo, como anuncios de su inminente disolución; y en descubrir, en el seno de la forma de movimiento económica que está en disolución, los elementos de la futura, nueva organización de la producción y del intercambio, la cual elimina dichos males.
La cólera, que hace al poeta, es muy oportuna en la descripción de aquellos males, y también en el ataque contra los armonizadores al servicio de la clase dominante, que niegan esos males o los disfrazan; pero la cólera no prueba nada para ningún caso concreto, como puede apreciarse por el hecho de que en toda época de la historia siempre puede encontrarse alimento suficiente para ella.
La economía política, como ciencia de las condiciones y formas bajo las cuales las diversas sociedades humanas han producido y practicado el intercambio, y bajo las cuales han distribuido, según aquéllas, sus productos, es una ciencia que está aún por constituirse con esta extensión. Lo que por el momento poseemos en materia de ciencia económica se limita casi exclusivamente a la génesis y el desarrollo del modo de producción capitalista: empieza con la crítica de los restos de formas feudales de producción e intercambio, muestra la necesidad de su sustitución por formas capitalistas, desarrolla luego las leyes del modo de producción capitalista y de sus correspondientes formas de intercambio considerando su aspecto positivo, esto es, el aspecto por el cual promueven los fines generales de la sociedad, y termina con la crítica socialista del modo de producción capitalista, es decir, con la exposición de sus leyes según su aspecto negativo, probando que este modo de producción tiende por su propio desarrollo hacia un punto en el cual se hace imposible a sí mismo. Esta crítica muestra que las formas capitalistas de producción e intercambio se convierten progresivamente en una traba insoportable para la producción misma; que el modo de distribución necesariamente determinado por aquellas formas ha producido una situación de clase cada día más insoportable, la contraposición, cotidianamente agudizada, entre unos capitalistas, cada vez menos, pero cada vez más ricos, y los trabajadores asalariados, cada vez más numerosos y, a grandes rasgos, cada vez en peor situación; y, finalmente, que las masivas fuerzas de producción originadas en el marco del modo de producción capitalista, y ya indominables por éste, esperan que tome posesión de ellas una sociedad organizada para conseguir una cooperación planeada, con objeto de asegurar a todos los miembros de la sociedad los medios de la existencia y del libre desarrollo de sus capacidades, y ello en medida siempre creciente.
Para llevar plenamente a cabo esta crítica de la economía burguesa no bastaba con el conocimiento de la forma capitalista de la producción, el intercambio y la distribución. Había que estudiar también, al menos en sus rasgos capitales, y considerar comparativamente las formas que la han precedido o que aún subsisten a su lado en países poco desarrollados. Dicho en términos generales, sólo Marx ha emprendido hasta ahora una tal investigación comparativa, y a sus investigaciones debemos, casi exclusivamente, todo lo sabido hasta ahora sobre la economía teorética preburguesa. Aunque nacida hacia fines del siglo XVII en unas cuantas cabezas geniales, la economía política en sentido estricto, en su formulación positiva por los fisiócratas y Adam Smith, es esencialmente una criatura del siglo XVIII, y se suma a los logros de los grandes ilustrados contemporáneos franceses, con todas las excelencias y todos los defectos de aquella época. Lo que antes dijimos de los ilustrados puede aplicarse también a los economistas de la época. La nueva ciencia no era para ellos expresión de la situación y las necesidades de su época, sino expresión de la Razón eterna; las leyes, por eIla descubiertas, de la producción y del intercambio no eran leyes de una forma históricamente determinada de aquellas actividades, sino eternas leyes naturales; se desprendían de la naturaleza del hombre. Pero, examinado con buena luz, ese hombre resulta ser el ciudadano medio en su transición hacia el tipo del burgués, y su naturaleza consistía en fabricar y comerciar en las condiciones históricamente determinadas de la época.
Ahora que ya conocemos por lo largo, por su filosofía, a nuestro "fundamentador crítico" el señor Dühring, así como su método, podremos predecir sin dificultades cómo va a concebir la economía política. En el terreno filosófico, cuando no disparataba simplemente (como le ocurría en la filosofía de la naturaleza), su modo de concebir las cosas era una deformación de la del siglo XVIII. No se trataba de leyes evolutivas históricas, sino de leyes naturales, de verdades eternas. Cuestiones sociales como la moral y el derecho se decidían no según las condiciones históricamente dadas en cada caso, sino por los célebres dos hombres, uno de los cuales oprimía al otro o no le oprimía, circunstancia esta última que, desgraciadamente, no se presentaba nunca. Difícilmente nos equivocaremos, pues, si inferimos que el señor Dühring va a reconducir también la economía a verdades definitivas de última instancia, leyes naturales eternas, axiomas tautológicos de la más yerma vaciedad, introduciendo al mismo tiempo de contrabando, por la puerta trasera, todo el contenido positivo de la economía, en la medida en que lo conozca, y que no desarrollará la distribución, como hecho social, partiendo de la producción y del intercambio, sino que la confiará a su glorioso par de hombres para su resolución definitiva. Y como se trata de trucos que ya conocemos desde hace tiempo, nos será posible expresarnos aquí más concisamente.
Efectivamente, nos declara el señor Dühring ya en la página 2 que su economía apela a lo "establecido" en su "filosofía" y "se apoya en algunos puntos esenciales en verdades ya rematadas en un campo de investigación más alto y que le están supraordinadas".
Siempre la misma impertinencia del autoelogio. Siempre el triunfo del señor Dühring a propósito de lo que el señor Dühring ha establecido y rematado. Rematado, efectivamente, como hemos visto por lo largo; pero como se remata a moro muerto.
A continuación nos ofrece "las leyes naturales más generales de toda economía". Lo habíamos adivinado. Pero estas leyes naturales no permiten una recta comprensión de la historia pasada más que si se las "estudia en la ulterior determinación que han experimentado sus resultados por las formas políticas de sometimiento y agrupación. Instituciones como la esclavitud y la servidumbre del trabajo asalariado, a las que se agemela la propiedad violenta, deben contemplarse como formas constitucionales socioeconómicas de naturaleza auténticamente política, y constituyen en el mundo hasta hoy el marco en cuyo seno exclusivamente pueden manifestarse los efectos de las leyes económicas naturales" . Esta es la sinfonía que, como wagneriano motivo, nos anuncia que los dos célebres hombres han emprendido la marcha. Pero es también algo más, a saber, el tema básico de todo el libro del señor Dühring. A propósito del derecho, el señor Dühring no supo ofrecernos más que una mala traducción de la teoría igualitaria de Rousseau al socialismo, como pueden oírse, pero en mucho mejor, en cualquier tasca obrera de París desde hace años. Aquí nos da otra traducción socialista, y no mejor, de las quejas de los economistas por el falseamiento de las eternas leyes económicas naturales y de sus efectos, a consecuencia de la intromisión del Estado, del poder. En este punto el senor Dühring se encuentra merecidamente solo entre los socialistas. Todo trabajador socialista, independientemente de su nacionalidad, sabe muy bien que el poder se limita a proteger la explotación, pero no la crea; que el fundamento de su explotación es la relación entre el capital y el trabajo asalariado, y que esta relación ha nacido por vía puramente económica, y no violenta.
También se nos informa de que en todas las cuestiones económicas "pueden distinguirse dos procesos. el de la producción y el de la distribución". Además, nos dice, el conocido y superficial J. B. Say ha añadido un tercer proceso, el del uso o consumo, pero no ha sabido decir nada interesante sobre ello, como tampoco han sido capaces de hacerlo sus sucesores.
En cambio, el intercambio, o circulación, no es más que una subsección de la producción, a la cual pertenece todo lo que tiene que ocurrir para que los productos lleguen a los consumidores últimos y propios.
Al mezclar los dos procesos de la producción y la circulación, esencialmente diversos aunque se condicionen recíprocamente, y afirmar tranquilamente que si no se practica esa confusión se producirá inevitablemente "confusión", el señor Dühring prueba simplemente que no conoce o no entiende el colosal desarrollo que ha experimentado precisamente la circulación en los últimos cincuenta años; cosa, por lo demás, que sigue confirmando su libro.
Pero esto no es todo. Luego de haber confundido simplemente producción e intercambio en una cosa considerada producción en general, coloca junto a la producción la distribución, como un segundo proceso plenamente externo que no tiene nada que ver con el primero. Hemos visto, en cambio, que la distribución es siempre, en sus rasgos decisivos, resultado necesario de las condiciones de producción e intercambio de cada determinada sociedad, así como de las previas condiciones históricas de la misma, y ello de tal modo que conociendo unas y otras podemos inferir el modo de distribución dominante en esa sociedad. Pero también vemos que si no quiere ser infiel a los principios "establecidos" en su concepción de la moral, el derecho y la historia, el señor Dühring tiene que negar esos hechos económicos elementales, sobre todo cuando se trata de introducir de contrabando en la economía a sus dos hombres imprescindibles. Ahora bien: este gran acontecimiento puede tener lugar una vez liberada felizmente la distribución de toda relación con la producción y el intercambio.
Recordemos ante todo cómo se desarrollaba la cosa en la moral y el derecho. Allí empezaba el señor Dühring con un solo hombre; decía: Un ser humano, en la medida en que se le piensa como único, o, lo que equivale a lo mismo, como fuera de toda relación con otros, no puede tener deberes. No hay para él ningún deber, sino sólo un querer.Pero ¿quién es ese ser humano sin deberes, pensado como único, sino aquel fatal "Adán originario" en el Paraíso, donde está sin pecado precisamente porque no puede cometer ninguno? Mas también a este Adán de la filosofía de la realidad le espera un pecado original. Junto a este Adán aparece de repente, no una Eva de ondulantes mechones, pero sí un segundo Adán. Inmediatamente asume Adán deberes, y los viola. En vez de abrazar a su hermano como equiparado con él, le somete a su dominio, le subyuga, y toda la historia humana hasta el día de hoy padece las consecuencias de ese primer pecado, del pecado original del sometimiento, razón por la cual toda esa historia no vale para el señor Dühring ni una perra chica.
Y si el señor Dühring —sea dicho de paso— creyó despreciar suficientemente la "negación de la negación" al presentarla como un eco de la vieja historia del pecado original y de la Redención, ¿qué vamos a decir de esta su recentísima edición de dicha historia? (pues también vamos a "acercarnos" —por usar un término de la lengua de los "reptiles"— con el tiempo a la Redención).
Diremos en todo caso que preferimos la vieja leyenda semítica, en la cual aún valía la pena para el hombrecito y la mujercita abandonar el estado de inocencia, y que el señor Dühring tendrá para siempre la gloria sin competencia posible de haber construido el pecado original con dos varones.
Oigamos, pues, la traducción del pecado original a la economía:
Sólo la imagen de un Robinson que se encuentra aislado con sus energías frente a la naturaleza y que no tiene nada que compartir con nadie puede dar un esquema mental adecuado para la idea de la producción... Análoga utilidad tiene para la presentación intuitiva de lo esencial de la idea de distribución el esquema mental de dos personas cuyas fuerzas económicas se combinan y que evidentemente tienen que enfrentarse la una a la otra de algún modo por lo que hace a sus partes. No hace falta realmente más que este simple dualismo para exponer con todo rigor algunas de las relaciones de distribución más importantes y estudiar embrionariamente sus leyes en su necesidad lógica... La colaboración sobre un pie de igualdad es aquí tan imaginable como la combinación de las energías mediante el pleno sometimiento de una parte, la cual se ve entonces oprimida como esclavo o mero instrumento del servicio económico, y no es alimentada sino precisamente como instrumento... Entre el estado de igualdad y el estado de nulidad por una parte y omnipotencia y única intervención activa por otra se encuentra una serie de grados ilustrados con polícroma multiplicidad por los fenómenos de la historia universal. El presupuesto esencial es aquí una mirada universal a las diversas instituciones jurídicas y antijurídicas de la historia... Tras de lo cual toda la distribución se transforma al final en un "derecho económico de la distribución". Ahora finalmente vuelve a pisar tierra firme el señor Dühring. Del brazo de sus dos hombres puede lanzar el reto a su siglo. Pero todavía hay un ser anónimo detrás de esa tríada. No ha sido el capital el que ha inventado el plustrabajo. Siempre que una parte de la sociedad posee el monopolio de los medios de producción, el trabajador, sea libre o servil, tiene que añadir al tiempo de trabajo necesario para su sustento tiempo de trabajo suplementario con objeto de producir los medios de vida para el propietario de los de producción, ya sea este propietario un kaloskagathós ateniense, ya un teócrata etrusco, ya un civis romanus [ciudadano romano], un barón normando, un esclavista americano, un boyardo válaco, un landlord o un capitalista moderno. (Marx, El Capital, I, 2ª edición, pág. 227.)
Luego que el señor Dühring supo de este modo en qué consiste la forma básica de explotación común a todas las formas de producción que han existido —en la medida en que se mueven en contraposiciones de clase , no le quedaba más que aplicar a ella sus dos hombres, y con eso quedaba listo el radical fundamento de la economía de la realidad. No vaciló un momento en la ejecución de ese "pensamiento creador de sistema".
Trabajo sin contraprestación, que rebasa el tiempo de trabajo necesario para el sustento del trabajador: éste es el punto.
Adán, que en este caso se llama Robinson, manda, pues, inmediatamente a un segundo Adán, llamado Viernes, que se ponga a trabajar febrilmente. Pero, ¿por qué trabaja Viernes más de lo que necesita para su sustento? También esta pregunta tiene parcial respuesta en Marx. Pero la respuesta es demasiado dilatada para los dos hombres. El asunto se resuelve así expeditivamente: Robinson "oprime" a Viernes, le reduce "como esclavo o instrumento al servicio económico" y no le mantiene sino "en cuanto instrumento". Con esta novísima "versión creadora" mata el señor Dühring dos pájaros de un tiro. Primero, se ahorra el trabajo de explicar las diversas formas de distribución que han existido, sus diferencias y sus causas: todas son simplemente recusables, se basan en la opresión, la violencia. Sobre esto tendremos que volver a hablar más adelante. Segundo, el señor Dühring traslada así toda la teoría de la distribución del terreno económico al de la moral y el derecho, es decir, del terreno de los firmes hechos materiales al de las opiniones y los sentimientos más o menos vacilantes. Ya no necesita, pues, investigar ni probar, sino que le basta con declamar torrencialmente, y puede proclamar la exigencia de que la distribución de los productos del trabajo se rija no por sus causas reales, sino según lo que a él, el señor Dühring, le parece moral y justo. Pero lo que parece justo al señor Dühring no es en absoluto cosa inmutable, y, por tanto, está lejos de ser una verdad auténtica. Pues éstas, según el propio señor Dühring, son "absolutamente inmutables". En el año 1868 afirmaba el señor Dühring (Los destinos de mi memorial social...) que es característica de toda civilización superior la tendencia a dar a la propiedad forma cada vez más acusada, y la esencia y el futuro del moderno desarrollo están en esto, no en una confusión de los derechos y las esferas de dominio.
Y, por si eso fuera poco, declaraba no poder entender cómo puede compadecerse jamás una transformación del trabajo asalariado en otra clase de actividad lucrativa con las leyes de la naturaleza humana y la articulación necesaria del cuerpo social.
Así, pues, en 1868 la propiedad privada y el trabajo asalariado son necesarios por naturaleza, y por tanto justos; en 1876, ambos son emanación de la violencia y el "robo", y por tanto injustos. Y nos es imposible saber qué es lo que podrá parecer moral y justo dentro de algunos años a un genio tan tempestuoso, razón por la cual lo mejor será atenernos, en nuestra consideración de la distribución de las riquezas, a las leyes reales, objetivas, económicas, y no a las momentáneas ideas de justo e injusto del senor Dühring, las cuales son mutables y subjetivas.
Si no tuviéramos mejor garantía de la futura subversión del actual modo de distribución de los productos del trabajo, con sus hirientes contraposiciones de miseria y sobreabundancia, hambre y disipación, que la consciencia de que ese modo de distribución es injusto y de que el derecho tiene que triunfar finalmente, nuestra situación sería bastante mala y nuestra espera bastante larga. Los místicos medievales que soñaban en un próximo reino de los Mil Años tenían ya consciencia de la injusticia de las contraposiciones de clase.
En el umbral de la historia moderna, hace trescientos cincuenta años, Thomas Münzer proclamó sonoramente esa consciencia por el mundo. La misma llamada suena —y se apaga— en las revoluciones burguesas inglesa y francesa. Y si el llamamiento a suprimir las contraposiciones y diferencias de clases, que hasta 1830 dejó frías a las clases trabajadoras y en sufrimiento, encuentra hoy eco entre millones, repercute en un país tras otro, y precisamente en la misma sucesión y con la misma intensidad con que se desarrolla en los diversos países la gran industria, si ese grito ha conquistado una fuerza que puede hacer frente a todos los poderes unidos contra él y puede estar segura de su triunfo en un próximo futuro, ¿a qué puede deberse todo ello?
A que, por una parte, la gran industria moderna ha creado un proletariado, una clase que puede formular por vez primera en la historia la exigencia de suprimir no tal o cual organización de clase o tal o cual privilegio de clase, sino las clases como tales, y que se encuentra en tal situación que tiene que imponer esa exigencia so pena de hundirse en la condición del coolí chino. Y, por otra parte, a que esa misma gran industria ha creado con la burguesía una clase que posee el monopolio de todos los instrumentos de producción y todos los medios de vida, pero que en todos los períodos de loca exaltación y en todos los cracks que siguen a esos períodos prueba ser ya incapaz de seguir dominando las fuerzas productivas que han crecido más de lo que su poder abarca; una clase bajo cuya direccion la sociedad corre hacia la ruina como una locomotora cuyo maquinista fuera demasiado débil para abrir la bloqueada válvula de escape. Dicho de otro modo: aquel fenómeno se debe a que tanto las fuerzas productivas producidas por el moderno modo de producción capitalista cuanto el sistema de distribución de bienes por él creado han entrado en hiriente contradicción con aquel modo de producción mismo, y ello hasta tal punto que tiene que producirse una subversión de los modos de producción y distribución que elimine todas las diferencias de clase, si es que la entera sociedad moderna no tiene que perecer.
La certeza de la victoria del socialismo moderno se basa en ese hecho material y tangible que se impone con irresistible necesidad y en forma más o menos clara a las cabezas de los proletarios explotados; en eso, y no en las ideas de lo justo y lo injusto
A que, por una parte, la gran industria moderna ha creado un proletariado, una clase que puede formular por vez primera en la historia la exigencia de suprimir no tal o cual organización de clase o tal o cual privilegio de clase, sino las clases como tales, y que se encuentra en tal situación que tiene que imponer esa exigencia so pena de hundirse en la condición del coolí chino. Y, por otra parte, a que esa misma gran industria ha creado con la burguesía una clase que posee el monopolio de todos los instrumentos de producción y todos los medios de vida, pero que en todos los períodos de loca exaltación y en todos los cracks que siguen a esos períodos prueba ser ya incapaz de seguir dominando las fuerzas productivas que han crecido más de lo que su poder abarca; una clase bajo cuya direccion la sociedad corre hacia la ruina como una locomotora cuyo maquinista fuera demasiado débil para abrir la bloqueada válvula de escape. Dicho de otro modo: aquel fenómeno se debe a que tanto las fuerzas productivas producidas por el moderno modo de producción capitalista cuanto el sistema de distribución de bienes por él creado han entrado en hiriente contradicción con aquel modo de producción mismo, y ello hasta tal punto que tiene que producirse una subversión de los modos de producción y distribución que elimine todas las diferencias de clase, si es que la entera sociedad moderna no tiene que perecer.
La certeza de la victoria del socialismo moderno se basa en ese hecho material y tangible que se impone con irresistible necesidad y en forma más o menos clara a las cabezas de los proletarios explotados; en eso, y no en las ideas de lo justo y lo injusto
II. LA TEORIA DE LA VIOLENCIA Y EL PODER.
La relación de la política general con las formaciones del derecho económico está tan resuelta y, al mismo tiempo, tan peculiarmente determinada en mi sistema, que no será superflua para facilitar el estudio una especial referencia a este punto. La formación de las relaciones políticas es lo históricamente fundamental, y las dependencias económicas no son más que un efecto o caso especial y, por tanto, siempre hechos de segundo orden. Algunos de los recientes sistemas socialistas parecen evidentemente presentar una actitud completamente invertida respecto de ese principio rector, pues desarrollan las subordinaciones políticas como a partir de las condiciones económicas. Cierto que estos efectos de segundo orden existen como tales, y son sobre todo perceptibles en el presente; pero lo primitivo tiene que buscarse en el poder político inmediato, y no en un indirecto poder económico.
Lo mismo encontramos en otro lugar en el que el señor Dühring parte del principio de que las condiciones políticas son la causa decisiva de la situación económica, y que la relación inversa no representa sino una retroacción de segundo orden...; si se concibe la agrupación política no por sí misma, como punto de partida, sino exclusivamente como medio de lograr el pienso, se conservará siempre un buen trozo oculto de reacción por más radicalmente socialista y revolucionario que se parezca.
Tal es la teoría del señor Dühring. Aparece simplemente afirmada, decretada, por así decirlo, en esos otros muchos lugares. En ninguno de los tres gruesos volúmenes se hace el menor intento de prueba o de refutación de la opinión contraria. Y aunque las pruebas fueran tan baratas como las moras, el señor Dühring se abstendría de darnos prueba alguna, pues el asunto está ya probado por el célebre pecado original con el cual Robinson sometió a Viernes. Fue un acto de violencia, es decir, un acto político. Y como esa opresión constituye el punto de partida y el hecho fundamental de toda la historia pasada, y como la tal acción ha sido inoculada de injusticia por el pecado original, de tal modo que en los períodos posteriores se ha suavizado simplemente y se ha "transformado en las formas, más indirectas, de la dependencia económica" y puesto que en esta opresión originaria se basa toda la "propiedad violenta" vigente hasta hoy: es claro que todos los fenómenos económicos tienen que explicarse por causas políticas, o sea por la violencia. Y el que no se contente con eso es un reaccionario disfrazado.
Observemos ante todo que hace falta estar tan enamorado de sí mismo como lo está el señor Dühring para considerar esa opinión "peculiar", cosa que no es en modo alguno.
La idea de que lo decisivo en la historia son las acciones políticas del poder y del Estado es tan vieja como la historiografía misma, y es también la causa principal de que se haya conservado tan poco acerca del desarrollo de los pueblos, el movimiento silencioso y realmente impulsor que procede como trasfondo de esas sonoras escenas. Esta idea ha dominado toda la historiografía del pasado, y no ha recibido un primer golpe hasta los historiadores burgueses franceses de la Restauración; lo único "peculiar" es que tampoco de esto sepa nada el señor Dühring.
Sigamos: aun admitiendo por un momento que el señor Dühring tuviera razón al decir que toda la historia pasada puede reconducirse al sometimiento del hombre por el hombre, tampoco habríamos llegado, ni con mucho, al fondo de la cuestión. Sino que habría que preguntarse por de pronto: ¿cómo llegó Robinson a oprimir a Viernes? ¿Por mero gusto? Nada de eso. Más bien hemos visto que Viernes es "oprimido como esclavo o mero instrumento para el servicio económico" y que "no es sustentado sino como instrumento". Robinson ha sometido a Viernes exclusivamente para que trabaje en provecho de Robinson. ¿Y cómo puede Robinson obtener provecho del trabajo de Viernes? Sólo si Viernes produce con su trabajo más medios de vida que los que tiene que darle Robinson para que sea capaz de trabajar. Así, pues, contra el explícito precepto del señor Dühring, Robinson no ha "tomado como punto de partida y por sí misma la agrupación política" producida por el sometimiento de Viernes, sino que "la ha tratado exclusivamente como medio de lograr el pienso"; que tenga la bondad de ver cómo se pone de acuerdo con su señor y maestro Dühring.
El pueril ejemplo arbitrado por el señor Dühring para mostrar que el poder es lo "históricamente fundamental" prueba, por el contrario, que el poder, la violencia, no es más que el medio, mientras que la ventaja económica es el fin.
Y en la medida en que el fin es "más fundamental" que el medio aplicado para conseguirlo, en esa misma medida es en la historia más fundamental el aspecto económico de la situación que el político.
El ejemplo prueba, pues, lo contrario de lo que tenía que probar. Y en todos los casos conocidos de dominio y servidumbre ocurre lo mismo que en el de Robinson y Viernes. El sometimiento ha sido siempre, por utilizar la elegante expresión del señor Dühring, "medio para lograr el pienso" (entendiendo ese logro del pienso en su más amplio sentido), y nunca y en ningún lugar una agrupación política "introducida por sí misma".
Hay que ser el señor Dühring para poder imaginarse que los impuestos no sean en el Estado sino "efectos de segundo orden", o que la actual agrupación política de burguesía dominante y proletariado dominado exista "por sí misma" y no por el "logro del pienso" de los burgueses dominantes, esto es, por la consecución de beneficios y la acumulación de capital.
Pero volvamos a nuestros dos hombres. Robinson, "con el puñal en la mano", convierte a Viernes en esclavo suyo. Mas para conseguirlo Robinson necesita algo mas que el puñal.
Un esclavo no es útil para cualquiera. Para poder usarlo hay que disponer de dos cosas: primero, de los instrumentos y los objetos necesarios para el trabajo del esclavo; segundo, de los medios para su miserable sustento.
Así, pues, antes de que sea posible la esclavitud tiene que haberse alcanzado ya un cierto nivel de producción y tiene que darse cierto grado de desigualdad en la distribución. Y para que el trabajo esclavo se convierta en modo dominante de producción de una entera sociedad, hace falta aún una mayor intensificación de la producción, el comercio y la acumulación de riquezas. En las viejas comunidades espontáneas, con su propiedad común de la tierra, la esclavitud no se presenta en absoluto, o desempeña sólo un papel muy subordinado. Lo mismo ocurre en la primitiva ciudad de campesinos que fue Roma; en cambio, cuando se convirtió en "capital del mundo" y la tierra itálica fue concentrándose progresivamente en las manos de una reducida clase de propietarios enormemente ricos, la población campesina se vio desplazada por una población de esclavos. Para que en tiempos de las guerras médicas el número de esclavos fuera en Corinto de 460.000, en Egina llegara a los 470.000, con lo que había diez esclavos para cada miembro de la población libre, hizo falta algo más que "poder y violencia", a saber, una industria artesanal y suntuaria muy desarrollada, y un amplísimo comercio. La esclavitud en los Estados Unidos americano se ha basado menos en la violencia que en la industria inglesa del algodón; en las regiones en que no crecía el algodón, o en las que no había estados limítrofes que practicaran la cría de esclavos para los estados algodoneros, la esclavitud se extinguió por sí misma, sin aplicación de la violencia, simplemente porque no era rentable.
Observemos ante todo que hace falta estar tan enamorado de sí mismo como lo está el señor Dühring para considerar esa opinión "peculiar", cosa que no es en modo alguno.
La idea de que lo decisivo en la historia son las acciones políticas del poder y del Estado es tan vieja como la historiografía misma, y es también la causa principal de que se haya conservado tan poco acerca del desarrollo de los pueblos, el movimiento silencioso y realmente impulsor que procede como trasfondo de esas sonoras escenas. Esta idea ha dominado toda la historiografía del pasado, y no ha recibido un primer golpe hasta los historiadores burgueses franceses de la Restauración; lo único "peculiar" es que tampoco de esto sepa nada el señor Dühring.
Sigamos: aun admitiendo por un momento que el señor Dühring tuviera razón al decir que toda la historia pasada puede reconducirse al sometimiento del hombre por el hombre, tampoco habríamos llegado, ni con mucho, al fondo de la cuestión. Sino que habría que preguntarse por de pronto: ¿cómo llegó Robinson a oprimir a Viernes? ¿Por mero gusto? Nada de eso. Más bien hemos visto que Viernes es "oprimido como esclavo o mero instrumento para el servicio económico" y que "no es sustentado sino como instrumento". Robinson ha sometido a Viernes exclusivamente para que trabaje en provecho de Robinson. ¿Y cómo puede Robinson obtener provecho del trabajo de Viernes? Sólo si Viernes produce con su trabajo más medios de vida que los que tiene que darle Robinson para que sea capaz de trabajar. Así, pues, contra el explícito precepto del señor Dühring, Robinson no ha "tomado como punto de partida y por sí misma la agrupación política" producida por el sometimiento de Viernes, sino que "la ha tratado exclusivamente como medio de lograr el pienso"; que tenga la bondad de ver cómo se pone de acuerdo con su señor y maestro Dühring.
El pueril ejemplo arbitrado por el señor Dühring para mostrar que el poder es lo "históricamente fundamental" prueba, por el contrario, que el poder, la violencia, no es más que el medio, mientras que la ventaja económica es el fin.
Y en la medida en que el fin es "más fundamental" que el medio aplicado para conseguirlo, en esa misma medida es en la historia más fundamental el aspecto económico de la situación que el político.
El ejemplo prueba, pues, lo contrario de lo que tenía que probar. Y en todos los casos conocidos de dominio y servidumbre ocurre lo mismo que en el de Robinson y Viernes. El sometimiento ha sido siempre, por utilizar la elegante expresión del señor Dühring, "medio para lograr el pienso" (entendiendo ese logro del pienso en su más amplio sentido), y nunca y en ningún lugar una agrupación política "introducida por sí misma".
Hay que ser el señor Dühring para poder imaginarse que los impuestos no sean en el Estado sino "efectos de segundo orden", o que la actual agrupación política de burguesía dominante y proletariado dominado exista "por sí misma" y no por el "logro del pienso" de los burgueses dominantes, esto es, por la consecución de beneficios y la acumulación de capital.
Pero volvamos a nuestros dos hombres. Robinson, "con el puñal en la mano", convierte a Viernes en esclavo suyo. Mas para conseguirlo Robinson necesita algo mas que el puñal.
Un esclavo no es útil para cualquiera. Para poder usarlo hay que disponer de dos cosas: primero, de los instrumentos y los objetos necesarios para el trabajo del esclavo; segundo, de los medios para su miserable sustento.
Así, pues, antes de que sea posible la esclavitud tiene que haberse alcanzado ya un cierto nivel de producción y tiene que darse cierto grado de desigualdad en la distribución. Y para que el trabajo esclavo se convierta en modo dominante de producción de una entera sociedad, hace falta aún una mayor intensificación de la producción, el comercio y la acumulación de riquezas. En las viejas comunidades espontáneas, con su propiedad común de la tierra, la esclavitud no se presenta en absoluto, o desempeña sólo un papel muy subordinado. Lo mismo ocurre en la primitiva ciudad de campesinos que fue Roma; en cambio, cuando se convirtió en "capital del mundo" y la tierra itálica fue concentrándose progresivamente en las manos de una reducida clase de propietarios enormemente ricos, la población campesina se vio desplazada por una población de esclavos. Para que en tiempos de las guerras médicas el número de esclavos fuera en Corinto de 460.000, en Egina llegara a los 470.000, con lo que había diez esclavos para cada miembro de la población libre, hizo falta algo más que "poder y violencia", a saber, una industria artesanal y suntuaria muy desarrollada, y un amplísimo comercio. La esclavitud en los Estados Unidos americano se ha basado menos en la violencia que en la industria inglesa del algodón; en las regiones en que no crecía el algodón, o en las que no había estados limítrofes que practicaran la cría de esclavos para los estados algodoneros, la esclavitud se extinguió por sí misma, sin aplicación de la violencia, simplemente porque no era rentable.
Así, pues, cuando el señor Dühring llama a la propiedad actual propiedad violenta y la caracteriza como aquella forma de dominio que se basa no sólo meramente en la exclusión del prójimo del uso de los medios naturales de la existencia, sino además cosa más importante, en el sometimiento del hombre a servicio servil. Está invirtiendo literalmente la situación real. El sometimiento del hombre a servidumbre, en cualquiera de sus formas, presupone en el que lo somete la disposición sobre los medios de trabajo sin los cuales no podría utilizar al sometido; y en el caso de la esclavitud presupone además la disposición sobre los medios de vida sin los cuales no podría mantener al esclavo. En todos los casos se presupone, pues, una riqueza que rebasa el término medio. ¿Cómo se ha originado esa riqueza? Es claro que puede ser robada, es decir, basarse en la violencia, pero también está claro que ello no es en absoluto necesario. Esa riqueza superior al término medio puede haber sido conseguida con el trabajo, con el robo, con el comercio, hasta con la ficción y la estafa. Es más: tiene incluso necesariamente que haber sido conseguida por el trabajo, antes de poder ser robada en algún sentido.
La propiedad privada no aparece en absoluto en la historia como resultado exclusivo del robo y de la violencia.
Antes al contrario: existe ya, aunque limitada a determinados objetos, en las arcaicas comunidades espontáneas de todos los pueblos de cultura. Se desarrolla ya en el seno de esas comunidades, primero en el intercambio con los extranjeros, en forma de mercancía. A medida que los productos de la comunidad van tomando progresivamente forma de mercancía —esto es, a medida que va disminuyendo la parte de ellos que se destina al consumo propio de los productores, y amentando la parte que se produce con fines de intercambio—, a medida que el intercambio va desplazando, también en el interior de la comunidad, a la originaria y espontánea división del trabajo, en esa misma medida va haciéndose desigual la situación patrimonial de los diversos miembros de la comunidad, va hundiéndose más profundamente la vieja comunidad de la propiedad del suelo y va orientándose cada vez más rápidamente la comunidad hacia su disgregación en una aldea de campesinos parcelarios. El despotismo oriental y el cambiante dominio de los pueblos nómadas conquistadores no bastaron durante milenios para destruir esas viejas comunidades; pero la paulatina destrucción de su industria doméstica y espontánea por la concurrencia de los productos de la gran industria precipita aceleradamente su disolución. Está tan poco justificado hablar aquí de violencia como lo estaría a propósito de la división de la propiedad colectiva de la tierra que aún hoy día tiene lugar en las "comunidades de labor" del Mosela y de los Vosgos: lo que ocurre es que los campesinos consideran interés propio que la propiedad privada de la tierra sustituya a la común y cooperativa. Ni siquiera la formación de una aristocracia espontánea, como la que tuvo lugar entre los celtas, los germanos y en el Pendjab indio sobre la base de la propiedad común del suelo, se basa al principio en la violencia, sino en voluntariedad y costumbre. Siempre que se desarrolla la propiedad privada, ello ocurre a consecuencia de un cambio en la situación y las relaciones de producción e intercambio, en interés del aumento de la producción y de la promoción del tráfico, es decir, por causas económicas.
La violencia no desempeña en ello ningún papel. Pues es claro que tiene que existir previamente la institución de la propiedad privada para que el bandido pueda apropiarse bien ajeno, y que, por tanto, la violencia puede sin duda alterar la situación patrimonial, pero no puede crear la propiedad privada como tal.
Mas ni siquiera para explicar el "sometimiento del hombre a servicio servil" en su forma más modema, en la del trabajo asalariado, podemos utilizar la violencia ni la propiedad violenta.
Hemos indicado ya el importante papel que la transformación de los productos del trabajo en mercancías, es decir, su producción para el intercambio, y no para el propio consumo, desempeña en la disolución de la vieja comunidad, en la generalización directa o indirecta de la propiedad privada.
Marx ha mostrado meridianamente en El Capital —y el señor Dühring se guarda muy bien de decir sobre ello ni una sola palabra— que al llegar a cierto grado de desarrollo la producción mercantil se transforma en producción capitalista, y que a ese nivel "la ley de la apropiación, o ley de la propiedad privada, basada en la producción y la circulación de mercancías, muta en su contrario por su propia, interna e inevitable dialéctica: el intercambio de equivalentes, que aparece como la operación originaria, se ha invertido tanto que el intercambio es ya ficticio, pues, en primer lugar, la parte del capital cambiada por fuerza de trabajo no es más que una parte del producto del trabajo ajeno apropiado sin equivalente, y, en segundo lugar, tiene que ser no sólo repuesto por su productor, el trabajador, sino repuesto con un nuevo surplus [excedente]... Originariamente la propiedad se nos presentó basada en el propio trabajo...
La propiedad se presenta ahora [al final del desarrollo trazado por Marx], por el lado del capitalista, como el derecho a apropiarse trabajo ajeno no pagado, y, por el lado del trabajador, como la imposibilidad de apropiarse de su propio producto.
La separación de propiedad y trabajo resulta consecuencia necesaria de una ley que partía aparentemente de su identidad." Dicho de otro modo: aunque excluyamos toda posibilidad de robo, violencia y estafa, aunque admitamos que toda propiedad privada se basa originariamente en trabajo propio del propietario y que en todo el ulterior proceso no se intecambian sino valores equivalentes, aun en ese caso tropezaremos necesariamente, en el curso del desarrollo de la producción y del intercambio, con el actual modo de producción capitalista, con la monopolización de los medios de producción y de vida en las manos de una clase poco numerosa, con el aplastamiento de la otra clase, la de los proletarios excluidos de la posesión y que constituyen la enorme mayoría, con la alternancia periódica de producción especulativamente hinchada y crisis comercial, y con toda la actual anarquía de la producción.
Todo el proceso se explica por causas puramente económicas, sin que ni una sola vez hayan sido imprescindibles el robo, la violencia, el Estado o cualquier otra intervención política.
La "propiedad violenta" no es tampoco más que una frase vanidosa destinada a disimular la falta de una comprensión del real curso de las cosas. Ese curso, dicho históricamente, es la historia de la evolución de la burguesía. Si la "situación política es la causa decisiva de la situación económica", la burguesía moderna tiene que haberse desarrollado no en lucha con el feudalismo, sino como su criatura voluntariamente engendrada. Todo el mundo sabe que lo que ha ocurrido es lo contrario. El estamento burgués, inicialmente tributario de la nobleza feudal, compuesto de vasallos y siervos de todas clases, ha conquistado una posición de poder tras otras a lo largo de una duradera lucha contra la nobleza, y en los países más desarrollados ha acabado por tomar el poder en vez de ésta; en Francia lo hizo derribando a la nobleza de un modo directo; en Inglaterra, aburguesándola progresivamente y asimilándola como encaje ornamental de la burguesía misma. Mas ¿cómo ha conseguido eso la burguesía? Simplemente, transformando la "situación económica" de tal modo que esa transformación acarreó antes o después, voluntariamente o mediante lucha, una modificación de la situación política. La lucha de la burguesía contra la nobleza feudal es la lucha de la ciudad contra la tierra, de la industria contra la propiedad rural, de la economía dineraria contra la natural, y las armas decisivas de los burgueses en esa lucha fueron sus medios económicos en continuo aumento, por el desarrollo de la industria, que empezó artesanalmente para progresar luego hasta la manufactura, y por la extensión del comercio. Durante toda esta lucha el poder político estuvo de la parte de la nobleza, con la excepción de un período en el cual el poder real utilizó a la burguesía contra la nobleza para mantener en jaque a un estamento por medio del otro; pero a partir del momento en que la burguesía, aún impotente políticamente, empezó a hacerse peligrosa a causa de su creciente poder económico, la monarquía volvió a aliarse con la nobleza y provocó así, primero en Inglaterra y luego en Francia, la revolución de la burguesía. La "situación política" era aún la misma de antes en Francia cuando la "situación económica" la rebasó. Desde el punto de vista político, el noble seguía siéndolo todo mientras que el burgués no era nada; desde el punto de vista social, el burgués constituía ahora la clase más importante del Estado, mientras que la nobleza había perdido todas sus funciones sociales y se limitaba a percibir bajo forma de rentas el pago de esas desaparecidas funciones. Aún más: la población de las ciudades se había quedado coartada en las formas políticas feudales de la Edad Media, formas de antiguo superadas por la producción burguesa —no ya por la manufacturera, sino incluso por la artesanal—; la producción quedaba bloqueada en los miles de privilegios gremiales y en los obstáculos aduaneros locales y provinciales convertidos ya en meras molestias y ataduras para la producción. La revolución de la burguesía terminó con eso. Pero no adaptando la situación económica a la política, como querría el señor Dühring —pues esto precisamente es lo que durante años intentaron en vano la nobleza y la corona—, sino destruyendo a la inversa el viejo y podrido mobiliario político y creando una situación política en la cual la nueva "situación económica" podía existir y desarrollarse. En esta atmósfera política y jurídica adecuada a ella, esa situación económica se ha desarrollado brillantemente, tan brillantemente que la burguesía no está ya muy lejos de la posición que ocupaba la nobleza en 1789: la burguesía se está haciendo progresivamente no sólo socialmente superflua, sino un verdadero obstáculo social; cada vez se separa más de la actividad productiva y se convierte, como en su tiempo la nobleza, en una clase meramente dedicada a la percepción de rentas; y ha producido esa subversión de su propia posición y el nacimiento de una nueva clase, el proletariado, sin el arte de birlibirloque de la violencia, sino por vías puramente económicas. Aún más. La burguesía no ha querido en modo alguno ese resultado de su propio hacer y agitarse, sino que, por el contrario, ese resultado se ha impuesto con irresistible poder contra la voluntad y contra las intenciones de la burguesía; sus propias fuerzas productivas han rebasado el alcance de su dirección y empujan a toda la sociedad burguesa, como con necesidad natural, hacia la ruina o la subversión. Y cuando los burgueses apelan ahora a la violencia y al poder para evitar el hundimiento de la resquebrajada "situación económica", prueban exclusivamente que se encuentran en el mismo engaño que el señor Dühring, creyendo que "la situación política es la causa decisiva de la situación económica", imaginándose, exactamente igual que el señor Dühring, que con lo "primitivo", con "el poder político inmediato", pueden transformarse aquellos "hechos de segundo orden", la situación económica y su inevitable desarrollo, y que pueden desterrar sencillamente del mundo los efectos económicos de la máquina de vapor y de toda la moderna maquinaria movida por ella, los del comercio mundial y los del actual desarrollo bancario y crediticio, utilizando precisamente, para esa expulsión, cañones Krupp y fusiles Máuser.
La propiedad privada no aparece en absoluto en la historia como resultado exclusivo del robo y de la violencia.
Antes al contrario: existe ya, aunque limitada a determinados objetos, en las arcaicas comunidades espontáneas de todos los pueblos de cultura. Se desarrolla ya en el seno de esas comunidades, primero en el intercambio con los extranjeros, en forma de mercancía. A medida que los productos de la comunidad van tomando progresivamente forma de mercancía —esto es, a medida que va disminuyendo la parte de ellos que se destina al consumo propio de los productores, y amentando la parte que se produce con fines de intercambio—, a medida que el intercambio va desplazando, también en el interior de la comunidad, a la originaria y espontánea división del trabajo, en esa misma medida va haciéndose desigual la situación patrimonial de los diversos miembros de la comunidad, va hundiéndose más profundamente la vieja comunidad de la propiedad del suelo y va orientándose cada vez más rápidamente la comunidad hacia su disgregación en una aldea de campesinos parcelarios. El despotismo oriental y el cambiante dominio de los pueblos nómadas conquistadores no bastaron durante milenios para destruir esas viejas comunidades; pero la paulatina destrucción de su industria doméstica y espontánea por la concurrencia de los productos de la gran industria precipita aceleradamente su disolución. Está tan poco justificado hablar aquí de violencia como lo estaría a propósito de la división de la propiedad colectiva de la tierra que aún hoy día tiene lugar en las "comunidades de labor" del Mosela y de los Vosgos: lo que ocurre es que los campesinos consideran interés propio que la propiedad privada de la tierra sustituya a la común y cooperativa. Ni siquiera la formación de una aristocracia espontánea, como la que tuvo lugar entre los celtas, los germanos y en el Pendjab indio sobre la base de la propiedad común del suelo, se basa al principio en la violencia, sino en voluntariedad y costumbre. Siempre que se desarrolla la propiedad privada, ello ocurre a consecuencia de un cambio en la situación y las relaciones de producción e intercambio, en interés del aumento de la producción y de la promoción del tráfico, es decir, por causas económicas.
La violencia no desempeña en ello ningún papel. Pues es claro que tiene que existir previamente la institución de la propiedad privada para que el bandido pueda apropiarse bien ajeno, y que, por tanto, la violencia puede sin duda alterar la situación patrimonial, pero no puede crear la propiedad privada como tal.
Mas ni siquiera para explicar el "sometimiento del hombre a servicio servil" en su forma más modema, en la del trabajo asalariado, podemos utilizar la violencia ni la propiedad violenta.
Hemos indicado ya el importante papel que la transformación de los productos del trabajo en mercancías, es decir, su producción para el intercambio, y no para el propio consumo, desempeña en la disolución de la vieja comunidad, en la generalización directa o indirecta de la propiedad privada.
Marx ha mostrado meridianamente en El Capital —y el señor Dühring se guarda muy bien de decir sobre ello ni una sola palabra— que al llegar a cierto grado de desarrollo la producción mercantil se transforma en producción capitalista, y que a ese nivel "la ley de la apropiación, o ley de la propiedad privada, basada en la producción y la circulación de mercancías, muta en su contrario por su propia, interna e inevitable dialéctica: el intercambio de equivalentes, que aparece como la operación originaria, se ha invertido tanto que el intercambio es ya ficticio, pues, en primer lugar, la parte del capital cambiada por fuerza de trabajo no es más que una parte del producto del trabajo ajeno apropiado sin equivalente, y, en segundo lugar, tiene que ser no sólo repuesto por su productor, el trabajador, sino repuesto con un nuevo surplus [excedente]... Originariamente la propiedad se nos presentó basada en el propio trabajo...
La propiedad se presenta ahora [al final del desarrollo trazado por Marx], por el lado del capitalista, como el derecho a apropiarse trabajo ajeno no pagado, y, por el lado del trabajador, como la imposibilidad de apropiarse de su propio producto.
La separación de propiedad y trabajo resulta consecuencia necesaria de una ley que partía aparentemente de su identidad." Dicho de otro modo: aunque excluyamos toda posibilidad de robo, violencia y estafa, aunque admitamos que toda propiedad privada se basa originariamente en trabajo propio del propietario y que en todo el ulterior proceso no se intecambian sino valores equivalentes, aun en ese caso tropezaremos necesariamente, en el curso del desarrollo de la producción y del intercambio, con el actual modo de producción capitalista, con la monopolización de los medios de producción y de vida en las manos de una clase poco numerosa, con el aplastamiento de la otra clase, la de los proletarios excluidos de la posesión y que constituyen la enorme mayoría, con la alternancia periódica de producción especulativamente hinchada y crisis comercial, y con toda la actual anarquía de la producción.
Todo el proceso se explica por causas puramente económicas, sin que ni una sola vez hayan sido imprescindibles el robo, la violencia, el Estado o cualquier otra intervención política.
La "propiedad violenta" no es tampoco más que una frase vanidosa destinada a disimular la falta de una comprensión del real curso de las cosas. Ese curso, dicho históricamente, es la historia de la evolución de la burguesía. Si la "situación política es la causa decisiva de la situación económica", la burguesía moderna tiene que haberse desarrollado no en lucha con el feudalismo, sino como su criatura voluntariamente engendrada. Todo el mundo sabe que lo que ha ocurrido es lo contrario. El estamento burgués, inicialmente tributario de la nobleza feudal, compuesto de vasallos y siervos de todas clases, ha conquistado una posición de poder tras otras a lo largo de una duradera lucha contra la nobleza, y en los países más desarrollados ha acabado por tomar el poder en vez de ésta; en Francia lo hizo derribando a la nobleza de un modo directo; en Inglaterra, aburguesándola progresivamente y asimilándola como encaje ornamental de la burguesía misma. Mas ¿cómo ha conseguido eso la burguesía? Simplemente, transformando la "situación económica" de tal modo que esa transformación acarreó antes o después, voluntariamente o mediante lucha, una modificación de la situación política. La lucha de la burguesía contra la nobleza feudal es la lucha de la ciudad contra la tierra, de la industria contra la propiedad rural, de la economía dineraria contra la natural, y las armas decisivas de los burgueses en esa lucha fueron sus medios económicos en continuo aumento, por el desarrollo de la industria, que empezó artesanalmente para progresar luego hasta la manufactura, y por la extensión del comercio. Durante toda esta lucha el poder político estuvo de la parte de la nobleza, con la excepción de un período en el cual el poder real utilizó a la burguesía contra la nobleza para mantener en jaque a un estamento por medio del otro; pero a partir del momento en que la burguesía, aún impotente políticamente, empezó a hacerse peligrosa a causa de su creciente poder económico, la monarquía volvió a aliarse con la nobleza y provocó así, primero en Inglaterra y luego en Francia, la revolución de la burguesía. La "situación política" era aún la misma de antes en Francia cuando la "situación económica" la rebasó. Desde el punto de vista político, el noble seguía siéndolo todo mientras que el burgués no era nada; desde el punto de vista social, el burgués constituía ahora la clase más importante del Estado, mientras que la nobleza había perdido todas sus funciones sociales y se limitaba a percibir bajo forma de rentas el pago de esas desaparecidas funciones. Aún más: la población de las ciudades se había quedado coartada en las formas políticas feudales de la Edad Media, formas de antiguo superadas por la producción burguesa —no ya por la manufacturera, sino incluso por la artesanal—; la producción quedaba bloqueada en los miles de privilegios gremiales y en los obstáculos aduaneros locales y provinciales convertidos ya en meras molestias y ataduras para la producción. La revolución de la burguesía terminó con eso. Pero no adaptando la situación económica a la política, como querría el señor Dühring —pues esto precisamente es lo que durante años intentaron en vano la nobleza y la corona—, sino destruyendo a la inversa el viejo y podrido mobiliario político y creando una situación política en la cual la nueva "situación económica" podía existir y desarrollarse. En esta atmósfera política y jurídica adecuada a ella, esa situación económica se ha desarrollado brillantemente, tan brillantemente que la burguesía no está ya muy lejos de la posición que ocupaba la nobleza en 1789: la burguesía se está haciendo progresivamente no sólo socialmente superflua, sino un verdadero obstáculo social; cada vez se separa más de la actividad productiva y se convierte, como en su tiempo la nobleza, en una clase meramente dedicada a la percepción de rentas; y ha producido esa subversión de su propia posición y el nacimiento de una nueva clase, el proletariado, sin el arte de birlibirloque de la violencia, sino por vías puramente económicas. Aún más. La burguesía no ha querido en modo alguno ese resultado de su propio hacer y agitarse, sino que, por el contrario, ese resultado se ha impuesto con irresistible poder contra la voluntad y contra las intenciones de la burguesía; sus propias fuerzas productivas han rebasado el alcance de su dirección y empujan a toda la sociedad burguesa, como con necesidad natural, hacia la ruina o la subversión. Y cuando los burgueses apelan ahora a la violencia y al poder para evitar el hundimiento de la resquebrajada "situación económica", prueban exclusivamente que se encuentran en el mismo engaño que el señor Dühring, creyendo que "la situación política es la causa decisiva de la situación económica", imaginándose, exactamente igual que el señor Dühring, que con lo "primitivo", con "el poder político inmediato", pueden transformarse aquellos "hechos de segundo orden", la situación económica y su inevitable desarrollo, y que pueden desterrar sencillamente del mundo los efectos económicos de la máquina de vapor y de toda la moderna maquinaria movida por ella, los del comercio mundial y los del actual desarrollo bancario y crediticio, utilizando precisamente, para esa expulsión, cañones Krupp y fusiles Máuser.
III. LA TEORIA DE LA VIOLENCIA Y EL PODER (CONTINUACION).
Pero consideremos algo más detenidamente ese omnipotente "poder" del señor Dühring. Robinson somete a Viernes "con el puñal en la mano". Pero ¿de dónde ha sacado el puñal? Ni en las fantásticas islas de las robinsonadas crecen hasta ahora los puñales como las hojas de los árboles, y el señor Dühring nos debe, por tanto, respuesta a esta pregunta. Del mismo modo que Robinson ha podido conseguir un puñal, podemos suponer que Viernes aparece un buen día con un revólver cargado en la mano, en cuyo caso se invierte toda la relación de "poder": Viernes manda y Robinson tiene que trabajar. Pedimos perdón al lector por este juego de entrar tan consecuentemente en la historia de Robinson y Viernes, propia del cuarto de los niños y no de la ciencia; pero ¿cómo evitarlo? No tenemos más remedio que aplicar concienzudamente el método axiomático del señor Dühring, y no es culpa nuestra el que al hacerlo nos movamos siempre en un terreno de pura puerilidad. Así, pues, el revólver triunfa sobre el puñal, y con esto quedará claro incluso para el más pueril de los axiomáticos que el poder no es un mero acto de voluntad, sino que exige para su actuación previas condiciones reales, señaladamente herramientas o instrumentos, la más perfecta de las cuales supera a la menos perfecta; y que, además, es necesario haber producido esas herramientas, con lo que queda al mismo tiempo dicho que el productor de herramientas de poder más perfectas —vulgo armas— vence al productor de las menos perfectas, o sea, en una palabra, que la victoria del poder o la violencia se basa en la producción de armas, y ésta a su vez en la producción en general, es decir: en el "poder económico", en la "situación económica", en los medios materiales a disposición de la violencia.
La violencia se llama hoy ejército y escuadra de guerra, y ambos cuestan, como sabemos por desgracia nuestra, "una cantidad fabulosa de dinero". Pero la violencia no puede producir dinero, sino, a lo sumo, apoderarse del dinero ya hecho, y esto no es de mucha utilidad, como sabemos, también por desgracia nuestra, gracias a los miles de millones franceses. Así, pues, en última instancia el dinero tiene que ser suministrado por la producción económica; el poder aparece también en este caso determinado por la situación económica que le procura los medios para armarse y mantener sus herramientas. Pero esto no es todo. Nada está en tan estrecha dependencia de las previas condiciones económicas como el ejército y la escuadra precisamente. Armamento, composición, organización, táctica y estrategia dependen ante todo del nivel de producción y de las comunicaciones alcanzado en cada caso. Lo que ha obrado radicalmente en este campo no han sido las "libres creaciones de la inteligencia" de geniales jefes militares, sino la invención de armas mejores y la transformación del material del soldado; la influencia de los jefes militares geniales se limita, en el mejor de los casos, a adaptar el modo de combatir a las nuevas armas y a los nuevos combatientes.
A comienzos del siglo XIV, la pólvora llegó a la Europa occidental a través de los árabes, y subvirtió, como saben los niños de escuela, todo el arte de la guerra. La introducción de la pólvora y de las armas de fuego no fue empero en modo alguno un acto de violencia, sino una acción industrial, es decir, un progreso económico. La industria es siempre industria, ya se oriente a la producción o a la destrucción de las cosas. Y la introducción de las armas de fuego tuvo efectos radicalmente transformadores no sólo en el arte mismo de la guerra, sino también en las relaciones políticas de dominio y vasallaje. Para conseguir pólvora y armas de fuego hacían falta una industria y dinero, y los que poseían las dos cosas eran los habitantes de las ciudades, los burgueses. Por eso las armas de fuego fueron desde el principio armas de las ciudades y de la ascendente monarquía, que se apoyaba en las ciudades contra la nobleza feudal. Las murallas de piedra de los castillos de la nobleza, hasta entonces inexpugnables, sucumbieron ante los cañones de los ciudadanos, y las balas de las burguesas escopetas atravesaron las armaduras caballerescas. Con la pesada caballería aristocrática se hundió también el dominio de la nobleza; con el desarrollo de la clase urbana, la infantería y la artillería van convirtiéndose progresivamente en las armas decisivas; obligado por la artillería, el oficio de la guerra tuvo que añadirse una sección nueva y completamente industrial: la de los ingenieros.
El desarrollo de las armas de fuego fue muy lento. El cañón siguió siendo pesado durante mucho tiempo, y el mosquete, a pesar de muchos inventos de detalle, siguió siendo un arma grosera. Pasaron más de trescientos años antes de que se produjera un fusil adecuado para armar a toda la infantería. Hasta comienzos del siglo XVIII no eliminó definitivamente el fusil de chispa con bayoneta a la pica en el armamento de la infantería. Esta se componía entonces de los soldados mercenarios de los príncipes, tropa muy rígidamente entrenada, pero muy poco de fiar, imposible de mantener disciplinada sino con el bastón, y procedente de los más corrompidos elementos de la sociedad, y, muchas veces, de prisioneros de guerra enrolados por coacción; la única forma de combate en la que esos soldados podían utilizar el nuevo fusil era la táctica lineal que alcanzó su supremo perfeccionamiento con Federico II. La infantería entera de un ejército formaba un largo cuadrilátero vacío de tres filas por lado y no se movía en orden de batalla, sino como un todo; a lo sumo se permitía a una de las alas que se adelantara o retrasara algo. Era imposible mover ordenadamente a esa masa de tan pocos recursos sino por un terreno completamente llano, e incluso en terrenos tales el ritmo era muy lento (setenta y cinco pasos por minuto); era imposible toda modificación del orden de batalla durante el combate, y, una vez entrada en fuego la infantería, la victoria o la derrota se decidían en poco tiempo y de un golpe.
Frente a esas líneas rígidas y sin recursos aparecieron en la guerra de la Independencia americana grupos de rebeldes que estaban, ciertamente, poco entrenados, pero sabían usar muy bien sus carabinas, combatían por sus propios intereses —lo que quiere decir que no desertaban, como las tropas mercenarias—, y que no hicieron a los ingleses el favor de enfrentarse con ellos en línea y en campo abierto, sino en bosques que los cubrieran, y por sueltas guerrillas, de rápidos movimientos. La infantería de línea resultó impotente y sucumbió a los enemigos invisibles e inalcanzables. Así se inventó de nuevo el tirador, un nuevo modo de combatir, a consecuencia de la aparición de una modificación del material soldado.
La revolución francesa consumó también en el terreno militar lo que había empezado la americana. A los ejercitados ejércitos mercenarios de la coalición, la Revolución Francesa no pudo oponer más que masas poco entrenadas, pero numerosas, la fuerza de toda la nación. Con esas masas había que proteger París, es decir, cubrir un determinado territorio, y esto no podía conseguirse sin una victoria en una abierta batalla de masas. No bastaba aquí el mero combate defensivo aislado; había que inventar también una forma de utilización en masa de aquellos efectivos: esa forma fue la columna. El orden en columna permitía incluso a tropas poco entrenadas moverse de un modo bastante ordenado, incluso con una velocidad de marcha superior a la tradicional (cien y más pasos por minuto); permitía perforar las rígidas formas de la vieja formación en línea, combatir en todos los terrenos, hasta en el desfavorable a la formación en línea, agrupar a las tropas de cualquier modo conveniente y, en colaboración con las formaciones sueltas dispersas por el terreno, resistir a las líneas enemigas, fijarlas, cansarlas hasta que llegara el momento de poder romperlas por el punto decisivo con masas tenidas hasta ese instante en reserva.
Este modo de combatir, basado en la combinación de tiradores y columnas, y en la división del ejército en divisiones o cuerpos independientes compuestos por todas las armas, fue plenamente perfeccionado en todos sus aspectos por Napoleón, tanto táctica cuanto estratégicamente; según lo dicho, lo que ante todo hizo necesario ese modo de combatir fue la transformación del material soldado de la Revolución Francesa. Pero tenía además dos importantes presupuestos técnicos: primero el cureñado, más ligero, de la artillería de campaña inventado por Gribeauval, innovación que posibilitó el rápido movimiento de esas piezas; y, segundo, la depresión de la culata del fusil, tomada de la escopeta de caza e introducida en Francia en 1777; hasta entonces, la culata era prolongación rectilínea del cañón; la innovación permitió apuntar a un solo hombre sin fallar necesariamente el blanco. Sin este progreso habría sido imposible el papel del tirador suelto.
El revolucionario sistema representado por el pueblo entero en armas quedó pronto limitado a un reclutamiento obligatorio (con la posibilidad, para los mozos acomodados, de hacerse sustituir mediante un pago), y en esta forma fue asimilado por la mayoría de los grandes estados del continente. Sólo Prusia, con su sistema de ejército territorial, intentó recoger en masa la capacidad combativa del pueblo.
Prusia fue además el primer estado que dotó a toda su infantería —tras el breve papel desempeñado entre 1830 y 1860 por el fusil rayado cargado por delante— con el arma más reciente: el fusil rayado y cargado por detrás. A esas dos innovaciones debe sus éxitos en 1866.
En la guerra franco alemana se enfrentaron por de pronto dos ejércitos armados con fusiles rayados de retrocarga, y ambos con formaciones tácticas esencialmente idénticas a la de los tiempos del viejo fusil de chispa y sin rayar. La única diferencia era que los prusianos, con la introducción de la columna de compañía, habían intentado encontrar una forma de combate adecuada al nuevo armamento. Pero cuando el 18 de agosto, cerca de Saint Privat, la guardia prusiana intentó tomarse rigurosamente en serio la columna de compañía, los cinco regimientos que más intervinieron en la operación perdieron, en dos horas a lo sumo, más de un tercio de sus efectivos (176 oficiales y 5.114 hombres de tropa); a partir de aquel momento quedó condenada la nueva columna, exactamente igual que la de batallón o que la línea; se abandonó todo intento de exponer al fuego de fusilería enemigo una tropa cerrada, y por parte alemana la lucha se continuó exclusivamente con aquellos densos pelotones de fusileros en que ya por sí misma se había venido disolviendo la columna cuando se encontraba bajo el fuego graneado del enemigo, orden que hasta el momento el mando había considerado contrario a todo dispositivo militar; al mismo tiempo el paso ligero se convirtió en el único tipo de movimiento bajo el fuego de fusilería enemigo.
También esta vez había sido el soldado más listo que el oficial; el soldado había descubierto instintivamente la única forma de combatir capaz de soportar el fuego del fusil de retrocarga, y ahora la imponía con éxito a pesar de la resistencia del mando.
La guerra franco-alemana ha significado un punto de inflexión de importancia diversa de la de todos los anteriores. En primer lugar, las armas se han perfeccionado tanto, que no es ya posible un nuevo progreso que tenga una influencia verdaderamente subversiva. Cuando se tienen cañones con los que se puede acertar a un batallón en cuanto lo distingue la vista, y fusiles que hacen lo mismo con los individuos como objetivos, y cuya carga cuesta menos tiempo que el apuntar, todos los demás progresos son más o menos indiferentes para el combate en el campo de batalla. La era de la evolución está, pues, por este lado, concluida en lo esencial. Mas, por otra parte, esta guerra ha obligado a todos los grandes estados continentales a introducir en sus países la versión radical del sistema prusiano del ejército territorial y, con él, una carga militar que les hará necesariamente hundirse en pocos años.
El ejército se ha convertido en finalidad principal del Estado, ha llegado a ser fin en sí mismo; los pueblos no existen ya más que para suministrar y alimentar soldados. El militarismo domina y se traga a Europa. Pero este militarismo lleva en sí el germen de su desaparición.
La revolución francesa consumó también en el terreno militar lo que había empezado la americana. A los ejercitados ejércitos mercenarios de la coalición, la Revolución Francesa no pudo oponer más que masas poco entrenadas, pero numerosas, la fuerza de toda la nación. Con esas masas había que proteger París, es decir, cubrir un determinado territorio, y esto no podía conseguirse sin una victoria en una abierta batalla de masas. No bastaba aquí el mero combate defensivo aislado; había que inventar también una forma de utilización en masa de aquellos efectivos: esa forma fue la columna. El orden en columna permitía incluso a tropas poco entrenadas moverse de un modo bastante ordenado, incluso con una velocidad de marcha superior a la tradicional (cien y más pasos por minuto); permitía perforar las rígidas formas de la vieja formación en línea, combatir en todos los terrenos, hasta en el desfavorable a la formación en línea, agrupar a las tropas de cualquier modo conveniente y, en colaboración con las formaciones sueltas dispersas por el terreno, resistir a las líneas enemigas, fijarlas, cansarlas hasta que llegara el momento de poder romperlas por el punto decisivo con masas tenidas hasta ese instante en reserva.
Este modo de combatir, basado en la combinación de tiradores y columnas, y en la división del ejército en divisiones o cuerpos independientes compuestos por todas las armas, fue plenamente perfeccionado en todos sus aspectos por Napoleón, tanto táctica cuanto estratégicamente; según lo dicho, lo que ante todo hizo necesario ese modo de combatir fue la transformación del material soldado de la Revolución Francesa. Pero tenía además dos importantes presupuestos técnicos: primero el cureñado, más ligero, de la artillería de campaña inventado por Gribeauval, innovación que posibilitó el rápido movimiento de esas piezas; y, segundo, la depresión de la culata del fusil, tomada de la escopeta de caza e introducida en Francia en 1777; hasta entonces, la culata era prolongación rectilínea del cañón; la innovación permitió apuntar a un solo hombre sin fallar necesariamente el blanco. Sin este progreso habría sido imposible el papel del tirador suelto.
El revolucionario sistema representado por el pueblo entero en armas quedó pronto limitado a un reclutamiento obligatorio (con la posibilidad, para los mozos acomodados, de hacerse sustituir mediante un pago), y en esta forma fue asimilado por la mayoría de los grandes estados del continente. Sólo Prusia, con su sistema de ejército territorial, intentó recoger en masa la capacidad combativa del pueblo.
Prusia fue además el primer estado que dotó a toda su infantería —tras el breve papel desempeñado entre 1830 y 1860 por el fusil rayado cargado por delante— con el arma más reciente: el fusil rayado y cargado por detrás. A esas dos innovaciones debe sus éxitos en 1866.
En la guerra franco alemana se enfrentaron por de pronto dos ejércitos armados con fusiles rayados de retrocarga, y ambos con formaciones tácticas esencialmente idénticas a la de los tiempos del viejo fusil de chispa y sin rayar. La única diferencia era que los prusianos, con la introducción de la columna de compañía, habían intentado encontrar una forma de combate adecuada al nuevo armamento. Pero cuando el 18 de agosto, cerca de Saint Privat, la guardia prusiana intentó tomarse rigurosamente en serio la columna de compañía, los cinco regimientos que más intervinieron en la operación perdieron, en dos horas a lo sumo, más de un tercio de sus efectivos (176 oficiales y 5.114 hombres de tropa); a partir de aquel momento quedó condenada la nueva columna, exactamente igual que la de batallón o que la línea; se abandonó todo intento de exponer al fuego de fusilería enemigo una tropa cerrada, y por parte alemana la lucha se continuó exclusivamente con aquellos densos pelotones de fusileros en que ya por sí misma se había venido disolviendo la columna cuando se encontraba bajo el fuego graneado del enemigo, orden que hasta el momento el mando había considerado contrario a todo dispositivo militar; al mismo tiempo el paso ligero se convirtió en el único tipo de movimiento bajo el fuego de fusilería enemigo.
También esta vez había sido el soldado más listo que el oficial; el soldado había descubierto instintivamente la única forma de combatir capaz de soportar el fuego del fusil de retrocarga, y ahora la imponía con éxito a pesar de la resistencia del mando.
La guerra franco-alemana ha significado un punto de inflexión de importancia diversa de la de todos los anteriores. En primer lugar, las armas se han perfeccionado tanto, que no es ya posible un nuevo progreso que tenga una influencia verdaderamente subversiva. Cuando se tienen cañones con los que se puede acertar a un batallón en cuanto lo distingue la vista, y fusiles que hacen lo mismo con los individuos como objetivos, y cuya carga cuesta menos tiempo que el apuntar, todos los demás progresos son más o menos indiferentes para el combate en el campo de batalla. La era de la evolución está, pues, por este lado, concluida en lo esencial. Mas, por otra parte, esta guerra ha obligado a todos los grandes estados continentales a introducir en sus países la versión radical del sistema prusiano del ejército territorial y, con él, una carga militar que les hará necesariamente hundirse en pocos años.
El ejército se ha convertido en finalidad principal del Estado, ha llegado a ser fin en sí mismo; los pueblos no existen ya más que para suministrar y alimentar soldados. El militarismo domina y se traga a Europa. Pero este militarismo lleva en sí el germen de su desaparición.
La concurrencia de los diversos estados entre sí les obliga a utilizar cada año más dinero para el ejército, la escuadra, la artillería, etc., es decir, a acelerar cada vez más la catástrofe financiera; y, por otra parte, a realizar cada vez más en serio el servicio militar obligatorio, y con ello, en definitiva, a familiarizar al pueblo entero con el uso de las armas, a capacitarlo para imponer en un determinado momento su voluntad contra el poder militar que le manda. Y ese momento se presenta en cuanto que la masa del pueblo —trabajadores y campesinos del campo y la ciudad— tengan una voluntad.
En ese momento el ejército principesco se trasmuta en ejército popular; la máquina se niega a seguir sirviendo y el militarismo sucumbe por la dialéctica de su propio desarrollo.
El socialismo conseguirá infaliblemente lo que no consiguió la democracia burguesa de 1848 —precisamente porque fue burguesa y no proletaria—, a saber: dar a las masas trabajadoras una voluntad de contenido correspondiente a su situación de clase. Y esto significa la ruptura del militarismo y, con él, la de todos los ejércitos permanentes, desde dentro.
Esta es una de las moralejas de nuestra historia de la infantería moderna. La segunda, la cual nos vuelve al señor Dühring, es que toda la organización y el modo de combatir de los ejércitos y, por tanto, la victoria y la derrota, resultan depender de condiciones materiales, es decir, económicas: del material humano y de armamento, o sea de la cualidad y la cantidad de la población y de la técnica.
Sólo un pueblo de cazadores como el americano podía volver a descubrir la táctica del tirador en guerrilla; y eran cazadores por razones puramente económicas, del mismo modo que ahora, también por razones puramente económicas, esos mismos yanquis de los viejos estados se han convertido en agricultores, industriales, navegantes y comerciantes, que ya no se dedican a la guerrilla en los bosques, pero han llegado en cambio muy lejos en el campo de la especulación, en el que saben muy bien utilizar grandes masas. Sólo una revolución como la francesa, que emancipó al ciudadano y señaladamente al campesino, podía inventar a la vez los ejércitos de masas y la libre forma de movimiento contra los cuales se estrellaron las viejas formaciones en línea rígida, reflejo militar del absolutismo contra el que combatían. Hemos ido viendo cómo los progresos de la técnica, en cuanto fueron utilizables militarmente y se utilizaron, provocaron en seguida, casi por la fuerza y a menudo incluso contra la voluntad del mando militar, modificaciones y hasta transformaciones completas del modo de combatir. Por lo que hace a la dependencia de la dirección militar respecto de la productividad y de los medios de comunicación del retropaís, esto es cosa que hoy día puede ya explicar al señor Dühring incluso un suboficial que quiera hacer carrera. En resolución: en todas partes y siempre son condiciones económicas y medios de poder económico los que posibilitan la victoria de la "violencia", esa victoria sin la cual la violencia deja de ser tal; y el que quisiera reformar la organización militar según los principios del señor Dühring y de acuerdo con el punto de vista contrario, no cosecharía más que palizas.
En ese momento el ejército principesco se trasmuta en ejército popular; la máquina se niega a seguir sirviendo y el militarismo sucumbe por la dialéctica de su propio desarrollo.
El socialismo conseguirá infaliblemente lo que no consiguió la democracia burguesa de 1848 —precisamente porque fue burguesa y no proletaria—, a saber: dar a las masas trabajadoras una voluntad de contenido correspondiente a su situación de clase. Y esto significa la ruptura del militarismo y, con él, la de todos los ejércitos permanentes, desde dentro.
Esta es una de las moralejas de nuestra historia de la infantería moderna. La segunda, la cual nos vuelve al señor Dühring, es que toda la organización y el modo de combatir de los ejércitos y, por tanto, la victoria y la derrota, resultan depender de condiciones materiales, es decir, económicas: del material humano y de armamento, o sea de la cualidad y la cantidad de la población y de la técnica.
Sólo un pueblo de cazadores como el americano podía volver a descubrir la táctica del tirador en guerrilla; y eran cazadores por razones puramente económicas, del mismo modo que ahora, también por razones puramente económicas, esos mismos yanquis de los viejos estados se han convertido en agricultores, industriales, navegantes y comerciantes, que ya no se dedican a la guerrilla en los bosques, pero han llegado en cambio muy lejos en el campo de la especulación, en el que saben muy bien utilizar grandes masas. Sólo una revolución como la francesa, que emancipó al ciudadano y señaladamente al campesino, podía inventar a la vez los ejércitos de masas y la libre forma de movimiento contra los cuales se estrellaron las viejas formaciones en línea rígida, reflejo militar del absolutismo contra el que combatían. Hemos ido viendo cómo los progresos de la técnica, en cuanto fueron utilizables militarmente y se utilizaron, provocaron en seguida, casi por la fuerza y a menudo incluso contra la voluntad del mando militar, modificaciones y hasta transformaciones completas del modo de combatir. Por lo que hace a la dependencia de la dirección militar respecto de la productividad y de los medios de comunicación del retropaís, esto es cosa que hoy día puede ya explicar al señor Dühring incluso un suboficial que quiera hacer carrera. En resolución: en todas partes y siempre son condiciones económicas y medios de poder económico los que posibilitan la victoria de la "violencia", esa victoria sin la cual la violencia deja de ser tal; y el que quisiera reformar la organización militar según los principios del señor Dühring y de acuerdo con el punto de vista contrario, no cosecharía más que palizas.
Si pasamos ahora de la tierra al agua, se nos ofrece, con sólo contemplar los últimos veinte años, una transformación de radicalidad aún mayor. La nave de combate de la guerra de Crimea era el barco de madera de dos o tres puentes, dotado con 60 a 100 cañones y movido aún principalmente a vela, pues su débil máquina de vapor no era más que un elemento auxiliar. Llevaba principalmente piezas de 32 libras, con tubos de unos 25 quintales, y algunas pocas piezas de 68 libras con tubos de menos de 50 quintales. Hacia fines de la guerra aparecieron baterías flotantes y acorazadas de hierro, pesadas, casi inmovibles; pero que para la artillería naval de la época eran monstruos casi invulnerables. Pronto se adoptó ese blindaje de hierro también para las naves de combate; la coraza era al principio delgada: se consideraba que un espesor de cuatro pulgadas era ya una coraza pesadísima. Pero el progreso de la artillería superó pronto esos blindados; para cada espesor de los que se aplicaron sucesivamente se encontró una nueva artillería más pesada que lo atravesaba fácilmente. Y así hemos llegado hoy, por un lado, a espesores de blindado de diez, doce, catorce y veinticuatro pulgadas (Italia se propone construir un barco con una coraza de tres pies de espesor), y, por otra, a piezas artilleras rayadas de 25, 35, 80 y hasta 100 toneladas de peso por tubo, las cuales lanzan a distancias antes inauditas proyectiles de 400, 1.700 y hasta 2.000 libras. La actual nave de combate es un gigantesco vapor acorazado, movido por hélice, que desplaza de 8.000 a 9.000 toneladas y cuenta con una fuerza de 6.000 a 8.000 caballos de vapor, lleva torres giratorias, cuatro o, a lo sumo, seis piezas pesadas, y tiene una proa que termina, bajo la línea de flotación, en un espolón para hundir por choque los barcos enemigos; es todo él una colosal máquina unitaria, en la que el vapor no obra sólo el rápido movimiento en el mar, sino que también posibilita la dirección, las operaciones con el ancla, la rotación de las torres, la carga y orientación de las piezas, el trabajo de las bombas de agua, el arriado e izado de los botes —parte de los cuales cuenta también con vapor—, etc.
Esto lo saben muy bien en el Estado Mayor prusiano.
"El fundamento de la organización militar es ante todo la estructuración de la vida económica de los pueblos en general", dice el señor Max Jähns, capitán de Estado Mayor, en una conferencia. (Kölnische Zeitung, 20 de abril de 1876, tercera página.)
Y la competencia entre el blindado y la artillería está tan lejos de concluirse que hoy día un barco se encuentra ya por debajo del rendimiento necesario y está anticuado antes de la botadura. La moderna nave de combate no es sólo un producto de la gran industria moderna, sino hasta una muestra de la misma; es una fábrica flotante aunque, ciertamente, una fábrica destinada sobre todo a dilapidar dinero. El país en que más se ha desarrollado la gran industria tiene casi el monopolio de la construcción de estos buques. Todos los acorazados turcos, casi todos los rusos, la mayoría de los alemanes, están construidos en Inglaterra; casi sólo en Sheffield se producen planchas para blindado que sean algo útiles; de las tres industrias metalúrgicas que son capaces de suministrar las piezas más pesadas de artillería, dos (Woolwich y Elswick) son inglesas, y la tercera (Krupp) alemana. Aquí se aprecia del modo tnás tangible cómo el "poder político inmediato", según el señor Dühring "causa decisiva de la situación económica", está por el contrario completamente sometido a la situación económica, y cómo no sólo la producción, sino incluso el manejo del instrumento de ese poder en el mar, la nave de combate, se ha convertido en una rama de la gran industria moderna. Y a nadie puede molestar esa evolución más que al poder precisamente, al Estado, al que un barco cuesta ahora tanto como antes toda una pequeña escuadra; el Estado tiene que contemplar cómo esos caros buques quedan anticuados, sin valor, antes de llegar al agua; y seguramente encuentra tan desagradable como el señor Dühring el que el hombre de la "situación económica", el ingeniero, sea ahora a bordo mucho más importante que el hombre del "poder inmediato", el capitán. Nosotros, por el contrario, no tenemos motivo alguno de enfado al ver cómo en esta carrera entre la coraza y el cañón el barco de guerra se desarrolla hasta un extremo de artificialidad que le hace tan caro como inservible para la guerra, y cómo esta carrera manifiesta, también en el ámbito de la guerra naval, aquellas internas leyes dialécticas por las cuales el militarismo como todo otro fenómeno histórico, sucumbe por las consecuencias de su propio desarrollo.
El perfeccionamiento del último producto de la industria para la guerra naval, el torpedo de autopropulsión, parece realizar esto; con él el más pequeño torpedero resultaría superior al acorazado más imponente. (Recuérdese, por lo demás, que el texto ha sido escrito en 1878.) También aquí vemos, pues, con meridiana claridad, que no hay que buscar en absoluto "lo primitivo en el poder político inmediato, en vez de en un poder económico indirecto". Al contrario. ¿Qué resulta ser precisamente lo "primitivo" del poder? La potencia económica, la disposición de los medios de poder de la gran industria. El poder político en el mar, basado en los modernos buques de guerra, no resulta nada "inmediato", sino precisamente mediado por la potencia económica, por el alto desarrollo de la metalurgia, la utilización de técnicos hábiles y de ricas minas de carbón.
Pero ¿para qué seguir? Dése en la próxima guerra naval al señor Dühring el mando supremo, que él aniquilará sin torpedos ni demás artificios, sino con el simple medio de su "poder inmediato", todas las escuadras acorazadas sometidas a la situación económica.
IV. LA TEORIA DE LA VIOLENCIA Y EL PODER (CONCLUSION).
Es una circunstancia importante la de que de hecho se haya dado en general el dominio de la naturaleza por la del hombre [¿Qué querra decir que se ha dado un dominio en general?] La explotación de la propiedad de la tierra en zonas grandes no se ha realizado nunca y en ningún lugar sin un previo sometimiento del hombre a algún tipo de trabajo esclavo o servil. La instauración de un dominio económico sobre las cosas ha tenido como presupuesto el dominio político, social y económico del hombre sobre el hombre. ¿Cómo podría imaginarse a un gran propietario de la tierra sin incluir en la imagen todo su señorío sobre esclavos, siervos u hombres indirectamente sometidos? ¿Qué podría y qué puede significar para un extenso cultivo de los campos la fuerza de un solo individuo, a lo sumo ayudada por la de la familia? La explotación de la tierra, o la extensión del dominio económico sobre la misma, en unas dimensiones que rebasen las fuerzas naturales del individuo, no ha sido posible hasta ahora en la historia más que por la introducción del correspondiente sometimiento del hombre, antes o al mismo tiempo que se establecía ese dominio del suelo. En los períodos posteriores se ha suavizado ese sometimiento... su actual forma en los países más civilizados es un trabajo asalariado realizado en mayor o menor grado bajo un dominio policíaco. En este último se basa, pues, la posibilidad práctica de ese tipo de riqueza actual que se presenta en el extenso dominio del suelo y (!) en la gran propiedad territorial. Como es natural, todas las demás especies de la riqueza distributiva se explican históricamente de modo anólogo, y la dependencia indirecta del hombre respecto del hombre, que actualmente constituye el rasgo fundamental de las situaciones económicas más desarrolladas, no puede entenderse ni explicarse por sí misma, sino como herencia, algo modificada, de un anterior sometimiento directo y una anterior expropiación directa.
Hasta aquí el señor Dühring.
Tesis: el dominio de la naturaleza (por el hombre) presupone el dominio del hombre (por el hombre).
Prueba: la explotación de la propiedad de la tierra en zonas grandes ha sido siempre y en todo lugar realizada por siervos.
Prueba de la prueba: ¿Cómo puede haber grandes propietarios de la tierra sin siervos, puesto que el gran propietario con su familia y sin siervos no podría cultivar sino una reducida parte de sus posesiones?
Así, pues, para probar que el hombre, con objeto de someter a la naturaleza, tiene que empezar por someter al hombre, el señor Dühring transforma sin más "la naturaleza" en "propiedad de zonas grandes", y esta propiedad territorial —¿sin determinar de quién?— se transforma en seguida en sus manos en propiedad de un gran señor, el cual, naturalmente, no puede cultivar sus tierras sin siervos.
En primer lugar, "dominio de la naturaleza" y "explotación de la propiedad de la tierra" no son en modo alguno lo mismo. El dominio de la naturaleza se realiza en la industria a una escala bastante más colosal que en la agricultura, la cual hasta hoy tiene que dejarse mandar por el tiempo atmosférico, en vez de dominarlo.
En segundo lugar, cuando nos limitamos a la explotación y administración de la propiedad de la tierra por grandes extensiones, lo que importa es a quién pertenece esa tierra. Y al principio de la historia de todos los pueblos de cultura no encontramos a los "grandes propietarios del suelo" que nos desliza aquí el señor Dühring con ese su habitual estilo de prestidigitador al que él llama "dialéctica natural", sino que encontramos comunidades tribales o de aldea con propiedad común de la tierra. Desde la India hasta Irlanda, la explotación de la propiedad de la tierra en grandes superficies ha tenido lugar inicialmente por obra de esas comunidades tribales o aldeanas: unas veces mediante el trabajo en cooperación a cuenta de la comunidad; otras veces en forma de explotación individual de parcelas concedidas temporalmente por la comunidad a las familias, pero manteniéndose al mismo tiempo el uso comunitario de bosques y pastos. También aquí es característico de los "profundísimos estudios especializados" del señor Dühring en el "terreno jurídico y político" el que no sepa nada de eso y el que sus obras completas manifiesten una total ignorancia de los decisivos trabajos de Maurer sobre la constitución primitiva de las marcas germánicas, fundamento de todo el derecho germánico; igualmente ignora el señor Dühring toda la literatura, en constante aumento, inspirada por Maurer, destinada a probar la comunidad primitiva de la propiedad del suelo en todos los pueblos de cultura asiáticos y europeos, y a exponer sus diversos modos de existencia y disolución. Del mismo modo que en el terreno del derecho francés y del inglés el señor Dühring se había "conquistado por sí mismo su propia ignorancia", con lo grande que ella era, así también ha conseguido conquistarse otra aún mayor en el campo del derecho germánico. El hombre que tan grandilocuentemente se irrita por la limitación de horizonte de los profesores universitarios se encuentra hoy a lo sumo, en el terreno del derecho germánico, donde estaban los profesores hace veinte años.
Pura "libre creación e imaginación" del señor Dühring es su tesis de que terrateniente y siervos hayan sido imprescindibles para la explotación de la tierra en grandes superficies. En todo el Oriente, donde la comunidad o el Estado es propietario del suelo, falta incluso la palabra "terrateniente" en las lenguas, sobre lo cual puede informarse el señor Dühring cerca de los juristas ingleses que se martirizaron en vano en la India con la pregunta ¿quién es propietario de la tierra?, como el difunto príncipe Enrique LXXII de Reuss-Greiz-Schleiz-Lobenstein-Eberswald con la pregunta ¿quién es guardián nocturno? Los turcos introdujeron por vez primera en las tierras orientales por ellos conquistadas una especie de feudalismo agrario. Grecia entra en la historia, en su época heroica, ya con una organización en estamentos que es evidentemente resultado de una larga prehistoria desconocida; pero incluso allí la tierra es principalmente cultivada por campesinos independientes; las grandes propiedades de nobles y príncipes constituyen la excepción y desaparecen además poco después. Italia ha sido roturada principalmente por campesinos independientes; cuando en los últimos tiempos de la república romana las grandes posesiones, los latifundios, desplazaron a los campesinos de sus parcelas y los sustituyeron por esclavos, sustituyeron al mismo tiempo la agricultura por la ganadería y arruinaron a Italia, como ya Plinio sabía (latifundia Italiam perdidere). Durante la Edad Media domina en toda Europa (señaladamente en las zonas de roturación de tierras vírgenes) el cultivo por campesinos independientes; para lo que discutimos ahora es indiferente que tuvieran que rendir prestaciones a algún señor feudal, así como la entidad de éstas. Los colonos de la Frisia, la Baja Sajonia, Flandes y el Bajo Rin, que pusieron en cultivo la tierra arrebatada a los eslavos al este del Elba, lo hicieron como campesinos libres y aprovechando tasas de interés muy favorables, en modo alguno sometidos a "algún tipo de trabajo servil". La mayor parte de la tierra norteamericana ha sido abierta a la agricultura por el trabajo de campesinos libres, mientras que los grandes terratenientes del Sur, con sus esclavos y su cultivo destructor, agotaron el suelo hasta que ya no fue capaz de alimentar más que abetos, de tal modo que el algodón tuvo que ir emigrando cada vez más al Oeste. En Australia y Nueva Zelanda han fracasado todos los intentos del Gobierno inglés de producir artificialmente una aristocracia de la tierra. En resolución: si exceptuamos las colonias tropicales y subtropicales, en las que el clima impide al europeo realizar trabajos agrícolas, el gran señor de la tierra que rotura el suelo por medio de sus esclavos o siervos, sometiendo así la naturaleza a su dominio, resulta una pura imagen de la fantasía. La verdad es lo contrario. Cuando en la Antigüedad se presenta el gran terrateniente, como en Italia, no convierte tierra agreste en campo fértil, sino que transforma la tierra de labor preparada por el campesino en pastos para el ganado, despuebla y arruina todo el país. Sólo en tiempos modernos, desde que una población más densa ha aumentado el valor del terreno, y señaladamente desde que el progreso de la agronomía ha hecho aprovechable también la tierra mala, ha empezado la gran propiedad territorial a intervenir en gran escala en la roturación de tierras vírgenes y de pastos, y ello principalmente robando a los campesinos sus tierras comunales, igual en Inglaterra que en Alemania. Pero ni siquiera esto ha carecido de contrapeso. Por cada acre de tierras comunales que los grandes terratenientes han roturado en Inglaterra, han transformado en Escocia por lo menos tres acres de tierra ya roturada en pastos para ovinos, y, al final, incluso en cotos de caza mayor.
Nos estamos interesando aquí exclusivamente por la afirmación del señor Dühring según la cual la roturación de grandes extensiones de tierra —es decir, aproximadamente toda la zona de cultivos— no ha tenido lugar "jamás ni en ningún lugar" sino por medio de grandes terratenientes y de siervos; hemos visto que esa afirmacion tiene "como presupuesto" una ignorancia histórica verdaderamente inaudita. Pero no nos preocupamos aquí de si en diversas épocas los esclavos han cultivado terrenos ya roturados, o roturados en gran parte (como ocurrió en la edad del florecimiento griego), o de si lo han hecho los siervos (como ocurrió en las explotaciones serviles desde la Edad Media); tampoco discutimos ahora cuál ha sido la función social de los grandes terratenientes en diversas épocas.
Y tras habernos presentado este magistral cuadro fantástico en el que no se sabe qué admirar más, si el arte de prestidigitador con que está compuesto o la falsificación histórica en que consiste, el señor Dühring exclama triunfalmente: Como es natural, todos los demás géneros de riqueza distributiva se explican históricamente de un modo análogo. Con lo que se ahorra, naturalmente, el tener que decir una palabrita siquiera sobre el origen del capital, por ejemplo.
Si el señor Dühring no quiere decir con su dominio del hombre por el hombre, como condición previa del dominio de la naturaleza por el hombre, sino que nuestra actual situación económica, el grado de desarrollo hoy alcanzado por la agricultura y la industria, es el resultado de una historia social desarrollada a través de contraposiciones de clase, relaciones de dominio y servidumbre, entonces está diciendo algo que desde el Manífiesto Comunista ha tenido tiempo de sobra para convertirse en un lugar común. Lo que importa es explicar el origen de las clases y de las relaciones de dominio, y si el señor Dühring no dispone para esa explicación más que de la repetida palabra "violencia", no nos puede hacer avanzar ni un paso. El simple hecho de que los dominados y explotados son en todo tiempo mucho más numerosos que los dominantes y explotadores —lo que quiere decir que la fuerza real está del lado de aquéllos— basta para poner de manifiesto la necedad de toda esta teoría de la violencia y el poder. Hay que explicar aún las relaciones de dominio y servidumbre.
Estas han nacido de dos modos.
Los hombres entran en la historia tal como primitivamente salen del reino animal en sentido estricto: aún semianimales, rudos, aún impotentes frente a las fuerzas naturales, aún sin conocer las propias, pobres, por tanto, como los animales, y apenas más productivos que ellos. Domina cierta igualdad en la situación vital, y también, para los cabezas de familia, una especie de igualdad en la posición social: por lo menos, hay una ausencia de clases sociales, ausencia que aún perdura en las comunidades espontáneas agrícolas de los posteriores pueblos de cultura. En todas esas comunidades hay desde el principio cierto interés común cuya preservación tiene que confiarse a algunos individuos, aunque sea bajo la supervisión de la colectividad: la resolución de litigios, la represión de extralimitaciones de los individuos más allá de lo que está justificado, vigilancia sobre las aguas, especialmente en los países calurosos, y, finalmente, funciones religiosas propias del selvático primitivismo de ese estadio. Tales funciones públicas se encuentran en las comunidades primitivas de todos los tiempos, en las más antiguas comunidades de las marcas germánicas igual que en la India actual. Están, naturalmente, provistas de cierto poder y son los comienzos del poder estatal. Las fuerzas productivas crecen paulatinamente; la población, adensándose, crea en un lugar intereses comunes, en otro intereses en pugna entre las diversas comunidades, cuya agrupación en grandes complejos suscita una nueva división del trabajo, la creación de órganos para proteger los intereses comunes y repeler los contrarios. Estos órganos, que ya como representantes de los intereses colectivos de todo el grupo asumen frente a cada comunidad particular una determinada posición que a veces puede ser incluso de contraposición, empiezan pronto a independizarse progresivamente, en parte por el carácter hereditario de los cargos, carácter que se introduce casi obviamente porque en ese mundo todo procede de modo natural y espontáneo, y en parte porque esos cargos van haciéndose cada vez más imprescindibles a causa de la multiplicación de los conflictos con otros grupos. No es necesario que consideremos ahora cómo esa independización de la función social frente a la sociedad pudo llegar con el tiempo a ser dominio sobre la sociedad, cómo el que empezó como servidor se transformó paulatinamente en señor cuando las circunstancias fueron favorables, cómo, según las condiciones dadas, ese señor apareció como déspota o sátrapa oriental, como príncipe tribal griego, como jefe de clan céltico, etc., ni en qué medida durante esa transformación aplicó también la violencia; ni cómo, por último, las diversas personas provistas de dominio fueron integrando una clase dominante. Lo único que nos interesa aquí es comprobar que en todas partes subyace al poder político una función social: y el poder político no ha subsistido a la larga más que cuando ha cumplido esa su función social. Los muchos despotismos que han aparecido y desaparecido en Persia y la India sabían siempre muy bien que eran ante todo los empresarios colectivos de la irrigación de los valles fluviales, sin la cual no es posible la agricultura en esas regiones. Los cultos ingleses han sido los primeros que se han permitido olvidarlo en la India; los ingleses entregaron a la ruina los canales y las esclusas, y ahora están finalmente descubriendo, a causa del hambre que regularmente se produce, que han descuidado la única actividad que podía justificar su dominio de la India en la medida en que había justificado el de sus predecesores.
Pero junto a la formación de esa clase tuvo lugar la constitución de otra. La división espontánea del trabajo en el seno de la familia campesina permitió, alcanzado cierto nivel de bienestar, el añadido de una o más fuerzas de trabajo ajenas a la familia. Esto ocurrió sobre todo en las tierras en las que había desaparecido la vieja posesión comunitaria del suelo, o en las que, por lo menos, el antiguo cultivo colectivo había pasado a segundo término tras el cultivo separado de las distintas parcelas por las familias correspondientes. La producción estaba ya lo suficientemente desarrollada como para que la fuerza de trabajo humana pudiera producir más de lo que necesitaba para su simple sustento; existían medios para sostener más fuerza de trabajo, así como los necesarios para ocuparla; la fuerza de trabajo se convirtió así en un valor. Pero la propia comunidad y la asociación a la que pertenecía no podían suministrar fuerza de trabajo disponible suplementaria. La guerra la suministró, y la guerra es tan antigua como la existencia simultánea de varios grupos sociales en contacto. Hasta entonces no se había sabido qué hacer con los prisioneros de guerra; se les había matado simplemente, y antes habían sido comidos. Pero en el nivel de la "situación económica" ahora alcanzado, esos prisioneros cobraron un valor: se les dejó vivir y se utilizó su trabajo. En vez de dominar la situación económica, el poder y la violencia quedaron, pues, constreñidos al servicio de la situación económica. Así se inventó la esclavitud. La esclavitud se convirtió pronto en la forma dominante de la producción en todos los pueblos que se habían desarrollado más allá del viejo tipo de comunidad; pero al final fue también una de las causas principales de su decadencia. La esclavitud posibilitó la división del trabajo en gran escala entre la agricultura y la industria, y, con esa división del trabajo, posibilitó también el florecimiento del mundo antiguo, la civilización griega. Sin esclavitud no hay Estado griego, ni arte griego, ni ciencia griega; sin esclavitud no hay Imperio Romano. Y sin el fundamento del helenismo y del romanismo no hay tampoco Europa moderna. No deberíamos olvidar nunca que todo nuestro desarrollo económico, político e intelectual tiene como presupuesto una situación en la cual la esclavitud fue reconocida como necesaria y universal. En este sentido podemos decir: no hay socialismo moderno sin esclavitud antigua.
Es muy fácil enzarzarse en vagos discursos a propósito de la esclavitud y otros fenómenos análogos, y derramar cólera altamente moral sobre semejantes vergüenzas. Pero con eso, desgraciadamente, no se hace sino repetir cosas por todos sabidas, a saber, que esas antiguas instituciones no corresponden ya a nuestra actual situación ni a los sentimientos determinados por ella. Y con eso no aprendemos nada acerca de cómo surgieron esas institueiones, por qué subsistieron y qué papel desempeñaron en la historia. Al atender, en cambio, a estas cuestiones, tenemos que decir, por contradictorio y herético que ello pueda parecer, que la introducción de la esclavitud fue en aquellas circunstancias un gran progreso. Es, en efecto, un hecho que la humanidad ha empezado en la animalidad, y que, por tanto, ha necesitado medios casi animales y barbáricos para conseguir salir a flote de la barbarie. Las viejas comunidades primitivas, donde subsistieron a pesar de todo, constituyen precisamente desde hace milenios el fundamento de la más grosera forma de Estado, el despotismo oriental, desde la India hasta Rusia. En cambio, donde aquellas comunidades se desintegraron, los pueblos han progresado por sus propios medios, y su primer progreso económico consistió precisamente en el aumento y el desarrollo de la producción por medio del trabajo esclavo. Está claro que mientras la humanidad fue tan poco productiva que no pudo suministrar más que un escaso excedente de sus medios de vida necesarios, el aumento de las fuerzas productivas, la extensión del tráfico, el desarrollo del Estado y el derecho y el nacimiento del arte y de la ciencia no eran posibles sino mediante una intensificación de la división del trabajo, la cual requería como fundamento la gran división básica de dicho trabajo entre las masas que realizaban el sencillo trabajo manual y los pocos privilegiados dedicados a dirigir el trabajo, el comercio, los asuntos del Estado y, más tarde, el arte y la ciencia. La forma más simple y espontánea de esa gran división del trabajo fue precisamente la esclavitud. Dados los presupuestos históricos del mundo antiguo, especialmente del griego, el progreso hacia una sociedad basada en contraposiciones de clase no podía realizarse más que bajo la forma de esclavitud. Hasta para el esclavo se trató de un progreso; los prisioneros de guerra que suministraban la masa de los esclavos conservaron al menos la vida, mientras que antes no podían contar más que con ser muertos e incluso asados.
Añadamos con esta ocasión que todas las contraposiciones históricas conocidas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, encuentran su explicación en esa productividad relativamente subdesarrollada del trabajo humano. Mientras la población que realmente trabaja está tan absorbida por su trabajo necesario que carece de tiempo para la gestión de los asuntos comunes de la sociedad —dirección del trabajo, asuntos de estado, cuestiones jurídicas, arte, ciencia, etc.—, tuvo[34] que haber una clase especial liberada del trabajo real y que resuelva esas cuestiones,
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y esa clase no dejó nunca de cargar sobre las espaldas de las masas trabajadoras cada vez más trabajo en beneficio propio. El gigantesco aumento de las fuerzas productivas alcanzado por la gran industria permite finalmente dividir el trabajo entre todos los miembros de la sociedad sin excepción, limitando así el tiempo de trabajo de cada cual, de tal modo que todos se encuentren con tiempo libre para participar en los comunes asuntos de la sociedad, los teoréticos igual que los prácticos. Sólo ahora, pues, se ha hecho superfluo toda clase dominante y explotadora, y hasta se ha convertido en un obstáculo al desarrollo social; y sólo ahora será despiadadamente suprimida, por mucho que se encuentre en posesión del "poder inmediato".
Si, pues, el señor Dühring se permite arrugar la nariz ante la civilización griega, porque ésta se basaba en la esclavitud, puede reprochar a los griegos, con la misma justificación, que no tuvieran máquinas de vapor ni telégrafo eléctrico. Y cuando afirma que nuestra moderna servidumbre asalariada no es más que una herencia, algo transformada y suavizada, de la esclavitud, y no debe explicarse por sí misma (es decir, por las leyes económicas de la sociedad moderna), o bien está afirmando que el trabajo asalariado es, como la esclavitud, una forma de servidumbre y de dominio de clase, cosa que sabe todo el mundo, o bien está sosteniendo una tesis falsa. Pues con la misma razón podríamos decir que el trabajo asalariado debe explicarse exclusivamente como forma suavizada de la antropofagia, que es la forma hoy día generalmente comprobada de utilización primitiva del enemigo vencido.
Con eso estará claro cuál es el papel que desempeña la violencia en la historia, comparado con el desarrollo económico. En primer lugar, todo poder político descansa originariamente en una función económica, social, y aumenta en la medida en que, por disolución de las comunidades primitivas, los miembros de la sociedad se transforman en productores, con lo que se alejan cada vez más de los administradores de las funciones sociales colectivas. Luego, cuando el poder político se ha independizado ya frente a la sociedad, se ha transformado de servidor en señor, puede actuar en dos sentidos. O bien lo hace en el sentido y la dirección del desarrollo económico objetivo, en cuyo caso no existe roce entre ambos y se acelera el desarrollo económico, o bien obra contra este desarrollo, y entonces sucumbe, con pocas excepciones, al desarrollo económico. Estas pocas excepciones son casos aislados de conquista en los cuales los salvajes conquistadores aniquilan o
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expulsan a la población de un país, y destruyen o dejan agotarse las fuerzas productivas con las que nada saben hacer. Así hicieron los cristianos, al conquistar la España musulmana, con la mayor parte de los ingenios de irrigación en que se habían basado la agricultura y la horticultura de los moros. La conquista por un pueblo más atrasado perturba siempre, como es natural, el desarrollo económico, y destruye innumerables fuerzas productivas. Pero en la inmensa mayoría de los casos de conquista duradera o consolidada, el conquistador más primitivo tiene que adaptarse a la "situación económica" más desarrollada tal como ésta queda pasada la conquista; el conquistador es asimilado por los conquistados y tiene incluso que adoptar su lengua la mayoría de las veces. Pero cuando —aparte de los casos de conquista— el poder estatal interno de un país entra en contraposición con su desarrollo económico, como ha ocurrido hasta ahora, alcanzado cierto estadio, con casi todo poder político, la lucha ha terminado siempre con la caída del poder político. Sin excepciones e inflexiblemente, la evolución económica se ha abierto camino. Hemos citado ya el último ejemplo categórico: la Revolución Francesa. Si la situación económica y, con ella, la constitución económica de un determinado país dependieran, como quiere el señor Dühring, simplemente del poder poIítico, no podría entenderse por qué a pesar de su "magnífico ejército" no consiguió Federico Guillermo III, luego de 1848, injertar los gremios medievales y otras manías románticas en los ferrocarriles, las máquinas de vapor y la gran industria de su país, entonces en pleno desarrollo; ni tampoco por qué el emperador de Rusia, que aún es mucho más poderoso, no sólo no puede pagar sus deudas, sino que tampoco consigue siquiera mantener su "poder" sin estar siempre dando sablazos a la "situación económica" de la Europa occidental.
Para el señor Dühring, el poder es lo absolutamente malo, el primer acto de poder es el pecado original, y toda su exposición es una jeremíada sobre la inoculación de pecado original que aquel acto fue para toda la historia sida, sobre el innoble falseamiento de todas las leyes naturales y sociales por aquel poder diabólico que es la fuerza. El señor Dühring no sabe una palabra de que la violencia desempeña también otro papel en la historia, un papel revolucionario; de que, según la palabra de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe formas políticas enrigidecidas y muertas. Sólo con suspiros y, gemidos
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admite la posibilidad de que tal vez sea necesaria la violencia para derribar la economía de la explotación del hombre: por desgracia, pues toda aplicación de la violencia desmoraliza al que la aplica. Esto hay que oír, cuando toda revolución victoriosa ha tenido como consecuencia un gran salto moral y espiritual. Y hay que oírlo en Alemania, donde un choque violento —que puede imponerse inevitablemente al pueblo— tendría por lo menos la ventaja de extirpar el servilismo que ha penetrado en la consciencia nacional como secuela de la humillación sufrida en la guerra de los Treinta Años. ¿Y esa mentalidad de predicador, pálida, sin savia y sin fuerza, pretende imponerse al partido más revolucionario que conoce la historia?
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V. TEORIA DEL VALOR
Han pasado casi cien años desde que apareció en Leipzig un libro que ha tenido hasta comienzos de este siglo treinta y tantas ediciones, y ha sido distribuido y difundido en las ciudades y el campo por los funcionarios, los clérigos y los filántropos de todas clases, además de prescribirse de un modo general a las escuelas elementales como libro de lectura. El libro es El amigo de los niños, de Rochow. Ese libro se proponía adoctrinar a los jóvenes retoños de los campesinos y los artesanos acerca de su oficio y de sus deberes para con sus superiores sociales y estatales, y enseñarles al mismo tiempo una benéfica satisfacción con su destino terrenal, con el pan negro y las patatas, el trabajo de prestación servil, el salario bajo, los bastonazos paternos y otras alegrías semejantes, todo ello se hacía por medio de la ilustración entonces corriente en el país. Con esos fines se explicaba a la juventud de la ciudad y del campo cuán sabia es la institución natural por la cual el hombre tiene que ganarse con el trabajo su sostenimiento y sus goces, y cuán feliz es consiguientemente el campesino o el artesano, ya que le está permitido condimentar su comida con amargo trabajo, en vez de estar siempre torturado, como el rico glotón, por el estómago indispuesto, la retención biliar o el empacho, de tal modo que sólo con asco puede engullir incluso los más selectos bocados. Estas mismas vulgaridades que el viejo Rochow consideró adecuadas para la juventud campesina de la Sajonia electora de su tiempo nos ofrece el señor Dühring en las páginas 14 y siguientes de su Curso como lo "absolutamente fundamental" de la más reciente economía política.
"Las necesidades humanas tienen como tales sus leyes naturales, y, desde el punto de vista de su acrecentamiento, se encuentran encerradas en límites que sólo la innaturaleza puede rebasar durante algún tiempo, hasta que a la misma siguen la repugnancia, el tedio vital, el embotamiento, la amputación social y, finalmente, una salvadora aniquilación... Un juego que consista en puras distracciones, sin ninguna otra finalidad seria, lleva
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pronto a estar de vuelta de todo, o, lo que es lo mismo, a desgastar toda sensibilidad. El trabajo real en una forma u otra es, pues, la ley social natural de las figuras sanas... Si los instintos y las necesidades no llevaran consigo un contrapeso, apenas podrían facilitar una existencia infantil, por no hablar ya de una evolución histórica progresiva. Si su satisfacción no acarreara trabajo, esos instintos y esas necesidades se agotarían prontamente sin dejar tras ellos más que una vacía existencia de pesados intervalos que se repiten... En todos los respectos, pues, la dependencia en que la actuación de los instintos y las pasiones se encuentra respecto de la superación de un obstáculo económico es una saludable ley básica de la constitución externa de la naturaleza y de la interna del hombre", etc.
Se trata, como se ve, de las más triviales trivialidades de un Rochow honorario, las cuales celebran en la obra del señor Dühring su centenario, y lo hacen, encima, como "profunda fundamentación" del único "sistema socialitario" verdaderamente crítico y científico.
Una vez puesto ese fundamento puede el señor Dühring seguir construyendo. Aplicando el método matemático, empieza por darnos una serie de definiciones según el modelo del antiguo Euclides. Este procedimiento es tanto más cómodo cuanto que le permite componer de tal modo sus definiciones que ya esté parcialmente contenido en ellas lo que habrá que demostrar con su ayuda. Así sabemos, por de pronto, que
el concepto rector de la economía es hasta hoy el de riqueza, y la riqueza, tal como realmente se la ha entendido hasta ahora histórico universalmente, y tal como ha desarrollado su imperio, es "el poder económico sobre hombres y cosas".
La afirmación es incorrecta por dos razones. En primer lugar, la riqueza de las antiguas comunidades tribales y aldeanas no era en modo alguno dominio sobre hombres. Y, en segundo lugar, incluso en las sociedades que se mueven en contraposiciones de clase, la riqueza, en la medida en que incluye un dominio sobre seres humanos, es predominantemente y casi exclusivamente un dominio sobre esos seres gracias a y por medio del dominio sobre cosas. Desde tiempos muy tempranos, desde que la captura de esclavos y la explotación de los mismos se constituyeron en negocios distintos, los explotadores del trabajo esclavo tuvieron que comprar esclavos, o sea tuvieron que conseguir el dominio sobre seres humanos por medio del dominio sobre cosas, a saber, el precio del esclavo, los medios de sustento y de trabajo del esclavo. En toda la Edad Media, una gran posesión de tierras es la condición necesaria para que la nobleza feudal pueda contar con campesinos tributarios y obligados
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a prestaciones gratuitas. Y hoy día, hasta un niño de seis años puede ver que la riqueza domina hombres exclusivamente por medio de las cosas de que dispone.
Pero ¿por qué tiene que elaborar el señor Dühring esa falsa definición de la riqueza? ¿Por qué tiene que desgarrar la conexión real que ha imperado en todas las sociedades clasistas que han existido? Lo hace para poder desplazar la riqueza del terreno económico al terreno moral. El dominio sobre cosas está muy bien, pero el dominio sobre hombres es cosa mala; y como el señor Dühring se ha prohibido a sí mismo explicar el dominio sobre hombres por el dominio sobre cosas, puede practicar de nuevo aquí un audaz pase de prestidigitación y explicarlo expeditivamente por la conocida violencia. La riqueza como dominio sobre hombres es "el bandidismo", con lo que llegamos de nuevo a una edición empeorada del primigenio y proudhoniano "la propiedad es el robo".
Y con esto hemos situado felizmente la riqueza al alcance de los dos puntos de vista esenciales de la producción y la distribución: riqueza como dominio sobre cosas es riqueza de producción, el lado bueno de la riqueza; riqueza como dominio sobre hombres es la riqueza de distribución que ha existido hasta hoy, el lado malo de la riqueza: ¡afuera con él! Aplicado a la situación actual, ese principio significa: el modo capitalista de producción está muy bien y puede seguir existiendo, pero el modo capitalista de distribución no vale y tiene que suprimirse. A esos absurdos lleva el escribir sobre economía sin haber entendido siquiera la conexión entre producción y distribución.
Luego de la riqueza se define el valor, del modo siguiente:
"El valor es la validez que tienen las cosas y prestaciones económicas en el tráfico." Esa validez corresponde "al precio o a cualquier otro nombre equivalente, como, por ejemplo, el salario".
Dicho de otro modo: el valor es el precio. O más bien, por no ser injustos con el señor Dühring, sino recoger en lo posible con sus propias palabras el absurdo de su definición: el valor son los precios. Pues en la página 19 nos dice: "el valor y los precios que lo expresan en dinero", comprobando, pues, él mismo que un mismo valor tiene muy diversos precios y, por tanto, con su definición, otros tantos valores diversos. Si Hegel no estuviera muerto hace mucho tiempo, se ahorcaría al ver estos resultados. Pues ni con toda su teología habría conseguido él producir este valor que tiene tantos valores diversos cuantos diversos precios tiene. Hace falta,
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en efecto, toda la seguridad del señor Dühring para empezar una nueva y más profunda fundamentación de la economía con la declaración de que la única diferencia conocida entre precio y valor es que el uno está expresado en dinero y el otro no.
Pero con todo esto seguimos sin saber qué es el valor, y aún menos con qué se determina. El señor Dühring tiene, pues, que añadir más explicaciones.
"De un modo completamente general, la ley fundamental de la comparación y estimación en que se basan el valor y los precios que lo expresan en dinero se encuentra por de pronto en el terreno de la mera producción dejando aparte el de la distribución, que introduce en el concepto de valor un segundo elemento. Los obstáculos mayores o menores que ponen las condiciones naturales a los esfuerzos encaminados a procurarse cosas, y por los cuales se les imponen mayores o menores gastos de energía económica, determinan también... el valor mayor o menor", y éste se estima según "la resistencia a esa actividad de procura de cosas, opuesta por la naturaleza y las circunstancias... La medida en la cual hemos puesto nuestra propia energía en las cosas es la causa inmediatamente decisiva de la existencia de valor en general y de cualquier cantidad determinada del mismo"
En la medida en que todo eso tiene un sentido, significa lo siguiente: el valor de un producto del trabajo se determina por el tiempo de trabajo necesario para su producción, y esto lo sabíamos hace mucho tiempo y sin necesidad de que nos lo dijera el scñor Dühring. En vez de comunicar sencillamente el hecho, él tiene que envolverlo en su estilo oracular, el cual acaba por falsearlo. Pues es literalmente falso que la medida en la cual cualquier persona pone su energía en alguna cosa (por seguir usando el altisonante lenguaje) sea la causa inmediatamente decisiva del valor y la cantidad del mismo. En primer lugar, importa saber en qué cosa se ha puesto esa energía; y, en segundo lugar, también interviene el modo como haya sido puesta. Si nuestro individuo produce una cosa que no tenga ningún valor de uso para otros, toda su energía no conseguirá producir ni un átomo de valor; y si se empeña en fabricar con la mano un objeto producido veinte veces más barato por una máquina, entonces diecinueve vigésimos de la energía que ha puesto en ello no producen ni una determinada cantidad de valor ni valor en absoluto.
Por lo demás, también falsea completamente la realidad el transformar el trabajo productivo que crea productos positivos en una mera y negativa superación de una resistencia. Si ello fuera así, tendríamos, por ejemplo, que operar del modo siguiente para
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conseguir una camisa: primero superaríamos la resistencia de la semilla de algodón contra el ser sembrada y el crecer, luego la resistencia del algodón maduro a su recolección, embalado y transporte, luego su resistencia contra el desembalado, el peinado y el hilado, luego la resistencia del hilado al tejido, la del tejido al blanqueado y al cosido, y, finalmente, la resistencia de la camisa ya lista al ser vestida.
¿Qué utilidad tiene toda esa pueril inversión falseadora de los hechos? La de permitir pasar del "valor de producción", valor verdadero, pero hasta ahora sólo ideal, por medio de la "resistencia", al único valor que hasta ahora impera en la historia, el valor de "distribución" falseado por la violencia:
Además de la resistencia ofrecida por la naturaleza... hay otro obstáculo puramente social... Entre los hombres y la naturaleza aparece un poder obshculizadar, que es el hombre mismo. El hombre pensado aislado y solo se enfrenta libremente con la naturaleza... Pero la situación cambia en cuanto que imaginamos un segundo hombre que, con el puñal en la mano, ocupa los accesos a la naturaleza y sus fuentes materiales, y exige un precio de una forma u otra para permitir el acceso a ellas. Este segundo... grava prácticamente al otro y es así el motivo de que el valor de lo deseado resulte mayor de lo que podría ser sin la obstaculización social y política de la procura o producción de las cosas... Son muy diversas las formas posibles de esta validez artificialmente aumentada de las cosas, la cual tiene, naturalmente, su paralelo en el correspondiente rebajamiento de la validez del trabajo... Por eso es una ilusión considerar el valor desde el primer momento como un equivalente en el sentido propio de la palabra, es decir, como un equilibrio o como una relación de intercambio constituida según el principio de la igualdad de prestación y contraprestación... Antes al contrario, el rasgo característico de una teoría correcta del valor consistirá en que las causas más generales de estimación que se formulen en ella no coincidan con la específica forma de validez basada en la constricción de la distribución. Esta cambia con la constitución social, mientras que el valor económico propiamente dicho no puede ser más que un valor de producción medido por comparación con la naturaleza, y no puede, por tanto, modificarse más que con los obstáculos puestos a la producción por causas puramente naturales y técnicas.
El valor prácticamente imperante de una cosa consiste, pues, según el señor Dühring, en dos partes: primera, el trabajo contenido en ella, y, segunda, el suplemento de tributación, impuesto "con el puñal en la mano". Dicho de otro modo: el valor hoy imperante es un precio de monopolio. Mas si, como dice esta teoría del valor, todas las mercancías tienen ese precio de monopolio, entonces no queda más que esta alternativa: o bien todo el mundo pierde
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como comprador lo que ha ganado como vendedor, con lo que los precios han cambiado nominalmente, pero siguen siendo en realidad lo que eran antes, iguales, y todo sigue como estaba y el célebre valor de distribución es mera apariencia, o bien los supuestos gravámenes y tributos representan una suma de valor real, a saber, una suma producida por la clase trabajadora y productora de valor, pero que se apropia la clase de los monopolistas; esa suma de valor consta entonces de trabajo no pagado; en este caso, a pesar del hombre con el puñal en la mano, a pesar de los supuestos tributos y del supuesto valor de distribución, nos encontramos con la teoría marxiana de la plusvalía.
Examinemos ahora algunos ejemplos de ese célebre "valor de distribución". En las páginas 135 y siguiente encontramos:
"La formación del precio por medio de la competencia individual debe considerarse también como una forma de la distribución económica y de la tributación recíproca...; supóngase que las existencias de una mercancía necesaria disminuyen de repente de un modo considerable: entonces el vendedor se encuentra con un desproporcionado poder para explotar...; el aumento puede ser colosal, como muestran especialmente aquellas circunstancias anómalas en las que se interrumpe por algún tiempo considerable el suministro de artículos necesarios, etc. Hay además en el curso normal de las cosas monopolios de hecho que se permiten un aumento arbitrario de los precios, como ocurre con los fcrrocarriles, las sociedades de suministro de agua y gas del alumbrado a las ciudades, etc.
Es de antiguo sabido que tales ocasiones de explotación monopolista se dan efectivamente. Lo nuevo es presentar los precios de monopolio que así se producen no como excepciones y casos especiales, sino como ejemplo clásico de la determinación hoy dominante del valor. ¿Cómo se determinan los precios de los productos alimenticios? El señor Dühring contesta: Id a una ciudad sitiada, con todos los suministros cortados, informaos de ello. ¿Cómo obra la competencia en la determinación del precio del mercado? Preguntad al monopolio, que él os lo explicará.
Por lo demás, tampoco en estos monopolios puede descubrirse al hombre del puñal en la mano que, según el señor Dühring, tiene que estar tras ellos. Antes al contrario: en las ciudades sitiadas, el hombre del puñal, el comandante, si realmente cumple con sus funciones, termina muy pronto con el monopolio, y confisca las reservas monopolísticas para distribuirlas homogéneamente. Por otra parte, cuando los hombres del puñal han intentado fabricar un "valor de distribución", no han cosechado más que malos
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negocios y pérdidas de dinero. Con su monopolización del comercio de las Indias Orientales, los holandeses han arruinado su monopolio y su comercio. Los dos gobiernos más fuertes que han existido nunca, el gobierno revolucionario norteamericano y la Convención francesa, se atrevieron a fijar precios máximos, y fracasaron miserablemente. El gobierno ruso se esfuerza desde hace años por levantar la cotización del papel moneda ruso —rebajado constantemente por él en Rusia con la emisión de billetes incanjeables— mediante una compra no menos constante de letras contra Rusia en Londres. En pocos años le ha costado este gusto cerca de sesenta millones de rublos, y el rublo está hoy por debajo de los dos marcos, en vez de por encima de los tres. Si el puñal tiene esa virtud económica mágica que le atribuye el señor Dühring, ¿por qué no ha conseguido a la larga ningún gobierno infundir a un dinero malo el "valor de distribución" del dinero bueno, o a los assignats el del oro? ¿Y dónde está el puñal que asuma el mando en el mercado mundial?
Hay además una forma principal en la cual el valor de distribución nledia la apropiación de prestaciones de otros sin contraprestación: es la renta de las posesiones, es decir, la renta de la tierra y el beneficio del capital. Nos limitamos por ahora a registrar esto, sólo para poder decir que ello es todo lo que se nos indica acerca del célebre "valor de distribución". ¿Todo? No, no todo. Escuchemos:
A pesar del dúplice punto de vista que destaca en el reconocimiento de un valor de producción y un valor de distribución, sigue empero existiendo en la base un algo común como aquel objeto del que constata todos los valores y con el cual, por tanto, se miden. La medida inmediata y natural es el gasto de energía, y la unidad más simple es la energía humana en el más rudo sentido de la palabra. Esta última se reduce al tiempo de existencia, cuyo autosostenimiento representa a su vez la superación de cierta suma de dificultades de la alimentación y de la vida. El valor de distribución o apropiación no existe en forma pura más que cuando se cambia por prestaciones o cosas de valor real de producción el poder de disposición sobre cosas no producidas, o, dicho más vulgarmente, esas cosas mismas. Lo homogéneo que se encuentra indicado y representado en toda expresión de valor, y por tanto también en los elementos de valor apropiados por la distribución sin contraprestación, consiste en el gasto de energía humana que se encuentra... incorporado... a cada mercancía.
¿Qué decir a esto? Si todos los valores de las mercancías se miden por la energía humana incorporada a ellas, ¿qué queda del valor de distribución, del suplemento del precio y de la tributación?
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El señor Dühring nos dice sin duda que también cosas no producidas, e incapaces, por tanto, de tener propiamente un valor, reciben un valor de distribución y pueden cambiarse por cosas producidas, con valor. Pero al mismo tiempo nos dice que todos los valores, por tanto, también los pura y exclusivamente de distribución, consisten en la energía incorporada a ellos. Desgraciadamente no nos dice cómo va a incorporarse energía a una cosa no producida. En todo caso, al final de esa confusión de valores queda claro que el valor de distribución, el suplemento de precio impuesto a las mercancías por la posición social, la imposición de tributos por el puñal, se reducen a nada; el valor de las mercancías se determina exclusivamente por la cantidad de energía humana, vulgo trabajo, que se encuentra incorporada en ellas. El señor Dühring dice, pues, aunque confusa y desaliñadamente, si se prescinde de la renta de la tierra y de los pocos precios de monopolio, lo mismo que hace tiempo dijo clara y precisamente la teoría del valor de Ricardo Marx.
Lo dice, y en el mismo momento dice lo contrario. Basándose en las investigaciones de Ricardo, Marx dice: el valor de las mercancías se determina por el trabajo humano genérico socialmente necesario que está incorporado en ellas, y que se mide a su vez por su duración. El trabajo es la medida de todos los valores, y él mismo no tiene ningún valor. El señor Dühring, en cambio, después de presentar también al trabajo, en su flamígero estilo, como medida del valor, continúa:
el trabajo "se reduce al tiempo de existencia, cuyo autosostenimiento representa a su vez la superación de cierta suma de dificultades de la alimentación y de la vida".
Pasemos por alto la confusión entre el tiempo de trabajo, que es lo que importa aquí, y el tiempo de existencia, que hasta ahora no ha creado nunca valores ni puede medirlos; esa confusión se debe simplemente al deseo de originalidad. Pasemos también por alto la falsa apariencia "societaria" que tiene que infundir a ese tiempo de existencia el "autosostenimiento"; desde que existe el mundo y mientras exista, todo el mundo tiene que autosustentarse a sí mismo en el sentido de que tiene que consumir él mismo sus medios de existencia. Suponiendo que el señor Dühring se hubiera expresado en forma precisa y desde el punto de vista de la economía, la anterior frase no significa absolutamente nada o significa lo siguiente: el valor de una mercancía se determina por el tiempo
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de trabajo incorporado a ella, y el valor de este tiempo de trabajo se determina por el de los alimentos necesarios para sustentar al trabajador durante ese tiempo. Y para la sociedad actual esto significa: el valor de una mercancía se determina por el salario contenido en ella.
Con esto llegamos por fin a lo que realmente quiere decir el señor Dühring. El valor de una mercancía se determina por los costes de producción, dicho en el lenguaje de la economía vulgar;
frente a lo cual Carey "subrayó la verdad de que no son los costes de producción los que determinan el valor, sino los costes de reproducción". (Historia crítica, pág. 401).
Más tarde consideraremos la cuestión de esos costes de producción o reproducción; aquí nos limitaremos a indicar que, como es sabido, se componen de salario del trabajo y beneficio del capital. El salario del trabajo representa el "gasto de energía" incorporado a la mercancía, el valor de producción. El beneficio representa el tributo o suplemento de precio impuesto por el capitalista, puñal en mano, gracias a su monopolio, o sea el valor de distribución. Y así se resuelve toda la contradictoria confusión de la teoría dühringiana del valor en la más hermosa y armónica claridad.
La determinación del valor de la mercancía por el salario del trabajo, que en Adam Smith se entrecruza aún frecuentemente con la determinación del valor por el tiempo de trabajo, ha sido expulsada de la economía científica desde Ricardo, y no se mantiene hoy más que en la economía vulgar. Los más triviales sicofantes del existente orden social capitalista son los que hoy predican la determinación del valor por el salario del trabajo, presentando al mismo tiempo el beneficio del capitalista como un tipo superior de salario, un salario de la renuncia (de la renuncia a gastarse el capital en juergas), como premio del riesgo, como salario de la dirección de los asuntos, etc. El señor Dühring no se diferencia de ellos más que por el hecho de declarar robo al beneficio. Dicho de otro modo: el señor Dühring basa directamente su socialismo en las doctrinas de la economía vulgar de peor calidad. Lo que ocurra a esa economía vulgar ocurrirá a su socialismo. Ambos se sostendrán y caerán juntos.
Es claro que lo que un trabajador produce y lo que cuesta son cosas tan distintas como lo que produce y lo que cuesta una máquina. El valor creado por un trabajador en una jornada de doce horas no tiene nada en común con el valor de los alimentos que
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consume en esa jornada de trabajo con sus pausas correspondientes. En esos alimentos puede estar incorporado un tiempo de trabajo de tres, cuatro o siete horas, según el grado de desarrollo del rendimiento del trabajo. Supongamos que hayan hecho falta siete horas para producir esos alimentos; entonces la teoría económica vulgar del valor, que ha aceptado el señor Dühring, significa que el producto de doce horas de trabajo tiene el valor del producto de siete horas de trabajo, que doce horas de trabajo son iguales a siete horas de trabajo, o sea que 12 = 7. Aún puede expresarse eso más claramente: pongamos que un trabajador del campo, independientemente de las condiciones sociales, produce veinte hectolitros de trigo al año. Supongamos que en este tiempo consume una suma de valores que se expresa en una suma de quince hectolitros de trigo. Entonces los veinte hectolitros de trigo tienen el mismo valor que los quince, y ello en el mismo mercado y en circunstancias que por lo demás se mantienen idénticas. Aquí tenemos que 20 es 15. Y a esto se llama economía.
Toda evolución de la sociedad humana por encima del nivel de salvajismo animal empezó el día en que el trabajo de la familia creó más productos de los que eran necesarios para su sustento, el día, esto es, en que una parte del trabajo pudo aplicarse no ya a la producción de meros medios de vida, sino a la de medios de producción. El fundamento de todo progreso social, político e intelectual fue y sigue siendo la existencia de un excedente del producto del trabajo respecto de los costes de sostenimiento del trabajo, y la formación y el incremento de un fondo social de producción y reserva procedente de aquellos excedentes. En la historia transcurrida hasta ahora, ese fondo estuvo en poder de una clase privilegiada, que consiguió con él también el poder político y la dirección espiritual. La próxima transformación social hará finalmente social ese fondo de producción y reserva, es decir, la masa total de las materias primas, los instrumentos de producción y los alimentos, al sustraerlos a la disposicion de aquella clase privilegiada y adjudicándolos como bien común a la sociedad entera.
O lo uno o lo otro. O el valor de las mercancías se determina por los costes de sostenimiento del trabajo necesario para su producción, es decir, en la actual sociedad, por el salario. Y entonces cada trabajador recibe con su salario el valor del producto de su trabajo, y resulta imposible la explotación de la clase de los asalariados por la clase de los capitalistas. Supongamos que en una determinada sociedad el coste del sostenimiento de un obrero se
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exprese por la suma de tres marcos. Entonces, según la anterior teoría de la economía vulgar, el producto diario del trabajador tiene el valor de tres marcos. Supongamos ahora que el capitalista que utiliza a ese trabajador añada al producto un beneficio, un gravamen de un marco, y lo venda por cuatro marcos. Lo mismo hacen los demás capitalistas. Pero entonces el trabajador en cuestión no va a poder seguir comprando su sustento diario con tres marcos, sino que necesitará también él cuatro. Y como se supone que todas las demás circunstancias se mantienen idénticas, el salario expresado en alimentos tiene que ser el mismo, y el salario expresado en dinero tiene que subir, y ello precisamente desde los tres marcos diarios a cuatro. Lo que los capitalistas sustraen a la clase obrera en forma de beneficio tienen, pues, que devolvérselo en forma de salario. Estamos, pues, otra vez al principio: si el salario determina el valor, no es posible una explotación del trabajador por el capitalista. Pero también es imposible la formación de un excedente de productos, pues los trabajadores consumen, según ese supuesto, tanto valor cuanto producen. Y como los capitalistas no producen ningún valor, ni siquiera puede entenderse de qué quieren vivir. Si, pues, existe a pesar de todo aquel excedente de la producción sobre el consumo, aquel fondo de reserva y producción, y precisamente en las manos de los capitalistas, entonces no queda como explicación sino que los trabajadores consumen meramente el valor de las mercancías para sustentarse, mientras que las mercancías mismas quedan en manos de los capitalistas para su uso ulterior.
O bien: si ese fondo de producción y reserva existe efectivamente en manos de los capitalistas, si efectivamente ha surgido por la acumulación de beneficios (prescindiendo aquí por el momento de la renta de la tierra), entonces consiste necesariamente en la acumulación del excedente del producto del trabajo, suministrado por la clase obrera a la clase de los capitalistas, sobre la suma de salarios pagada por la clase de los capitalistas a la clase trabajadora. Pero en este caso el valor no se determina por el salario, sino por la cantidad de trabajo; la clase trabajadora suministra, pues, a la clase capitalista, en el producto del trabajo, una cantidad de valor mayor que la que recibe como pago en el salario, y entonces el beneficio del capital se explica, como todas las demás formas de apropiación de producto del trabajo ajeno y no pagado, como mero elemento de esta plusvalía descubierta por Marx.
Dicho sea de paso: en todo el Curso de economía no se habla
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jamás del gran descubrimiento con el que Ricardo empieza su obra capital:
Que el valor de una mercancía depende de la cantidad de trabajo necesaria para su producción, y no de la retribución mayor o menor pagada por ese trabajo.[35]
En la Historia crítica, ese descubrimiento de Ricardo se liquida con la siguiente fraseología de oráculo sibilino:
No se da cuenta [Ricardo] de que la mayor o menor proporción en la cual el salario puede ser (!) una referencia a las necesidades vitales... tiene que acarrear también diversas configuraciones de las relaciones de valor.
El lector puede interpretar una frase así del modo que quiera, pero lo más seguro es no interpretarla de ninguna manera.
Llegados a este punto, el lector puede escoger, de entre las cinco clases de valor que nos presenta el señor Dühring, la que más le guste: el valor de producción, que procede de la naturaleza, o el valor de distribución, que ha sido creado por la maldad del hombre y que se caracteriza por ser medido por el gasto de energía que no está realmente en él; o, tercero, el valor medido por el tiempo de trabajo; o, cuarto, el valor medido por los costes de reproducción; o, finalmente, el valor medido por el salario. La selección es, pues, abundante, la confusión completa, y no nos queda ya sino exclamar con el mismo señor Dühring:
La doctrina del valor es la piedra de toque de la madurez de los sistemas económicos.
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VI. TRABAJO SIMPLE Y TRABAJO COMPUESTO
El señor Dühring ha descubierto en Marx una chapucería económica de colegial que constituye al mismo tiempo una herejía socialista, verdadero peligro público.
La teoría marxiana del valor no es más que "la común... doctrina de que el trabajo es la causa de todos los valores, y el tiempo de trabajo la medida del mismo. Con esto queda en completa oscuridad el modo como hay que concebir el diversificado valor del trabajo que suele llamarse calificado... Cierto que, también según nuestra teoría, sólo el tiempo de trabajo aplicado puede medir los costes naturales y, por tanto, el valor absoluto de las cosas económicas; pero en este caso debe considerarse igual en valor el tiempo de trabajo de cada cual, y sólo habrá que considerar además, a propósito de prestaciones cualificadas, cómo coopera con el tiempo individual de trabajo de un individuo el de otras personas... por ejemplo, en la herramienta utilizada. Así, pues, no ocurre, como en la nebulosa concepción del señor Marx, que el tiempo de trabajo de alguien valga ya en sí más que el de otra persona, porque haya en él, por así decirlo, más tiempo medio de trabajo condensado, sino que todo tiempo de trabajo es, sin excepciones y básicamente, del mismo valor, sin que sea necesario pensar además en un valor medio, y lo único que hay que hacer ante las prestaciones de una persona, igual que ante cualquier producto terminado, es advertir cuánto tiempo de trabajo de otras personas puede estar encubierto en la aplicación de un tiempo de trabajo aparentemente propio. Y para la rigurosa validez de la teoría no significa ninguna diferencia el que se trate de una herramienta de producción para uso de la mano, o de la mano misma, y hasta de la cabeza, cosas todas que sin el tiempo de trabajo de otras gentes no habrían podido cobrar la propiedad peculiar y la capacidad de rendimiento que tienen. En cambio, el señor Marx, en todas sus exposiciones sobre el valor, no consigue liberarse del fantasma, siempre presente en el fondo, de un tiempo de trabajo cualificado. Lo que le ha impedido liberarse de esta tendencia es la mentalidad tradicional de las clases cultivadas, para las cuales tiene que ser una monstruosidad el admitir que el tiempo de trabajo de un peón es, desde el punto de vista económico, exactamente del mismo valor que el del arquitecto".
El paso de Marx que ha dado ocasión a esa "majestuosa cólera" del señor Dühring es muy corto.
Añadamos con esta ocasión que todas las contraposiciones históricas conocidas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, encuentran su explicación en esa productividad relativamente subdesarrollada del trabajo humano. Mientras la población que realmente trabaja está tan absorbida por su trabajo necesario que carece de tiempo para la gestión de los asuntos comunes de la sociedad —dirección del trabajo, asuntos de estado, cuestiones jurídicas, arte, ciencia, etc.—, tuvo[34] que haber una clase especial liberada del trabajo real y que resuelva esas cuestiones,
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y esa clase no dejó nunca de cargar sobre las espaldas de las masas trabajadoras cada vez más trabajo en beneficio propio. El gigantesco aumento de las fuerzas productivas alcanzado por la gran industria permite finalmente dividir el trabajo entre todos los miembros de la sociedad sin excepción, limitando así el tiempo de trabajo de cada cual, de tal modo que todos se encuentren con tiempo libre para participar en los comunes asuntos de la sociedad, los teoréticos igual que los prácticos. Sólo ahora, pues, se ha hecho superfluo toda clase dominante y explotadora, y hasta se ha convertido en un obstáculo al desarrollo social; y sólo ahora será despiadadamente suprimida, por mucho que se encuentre en posesión del "poder inmediato".
Si, pues, el señor Dühring se permite arrugar la nariz ante la civilización griega, porque ésta se basaba en la esclavitud, puede reprochar a los griegos, con la misma justificación, que no tuvieran máquinas de vapor ni telégrafo eléctrico. Y cuando afirma que nuestra moderna servidumbre asalariada no es más que una herencia, algo transformada y suavizada, de la esclavitud, y no debe explicarse por sí misma (es decir, por las leyes económicas de la sociedad moderna), o bien está afirmando que el trabajo asalariado es, como la esclavitud, una forma de servidumbre y de dominio de clase, cosa que sabe todo el mundo, o bien está sosteniendo una tesis falsa. Pues con la misma razón podríamos decir que el trabajo asalariado debe explicarse exclusivamente como forma suavizada de la antropofagia, que es la forma hoy día generalmente comprobada de utilización primitiva del enemigo vencido.
Con eso estará claro cuál es el papel que desempeña la violencia en la historia, comparado con el desarrollo económico. En primer lugar, todo poder político descansa originariamente en una función económica, social, y aumenta en la medida en que, por disolución de las comunidades primitivas, los miembros de la sociedad se transforman en productores, con lo que se alejan cada vez más de los administradores de las funciones sociales colectivas. Luego, cuando el poder político se ha independizado ya frente a la sociedad, se ha transformado de servidor en señor, puede actuar en dos sentidos. O bien lo hace en el sentido y la dirección del desarrollo económico objetivo, en cuyo caso no existe roce entre ambos y se acelera el desarrollo económico, o bien obra contra este desarrollo, y entonces sucumbe, con pocas excepciones, al desarrollo económico. Estas pocas excepciones son casos aislados de conquista en los cuales los salvajes conquistadores aniquilan o
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expulsan a la población de un país, y destruyen o dejan agotarse las fuerzas productivas con las que nada saben hacer. Así hicieron los cristianos, al conquistar la España musulmana, con la mayor parte de los ingenios de irrigación en que se habían basado la agricultura y la horticultura de los moros. La conquista por un pueblo más atrasado perturba siempre, como es natural, el desarrollo económico, y destruye innumerables fuerzas productivas. Pero en la inmensa mayoría de los casos de conquista duradera o consolidada, el conquistador más primitivo tiene que adaptarse a la "situación económica" más desarrollada tal como ésta queda pasada la conquista; el conquistador es asimilado por los conquistados y tiene incluso que adoptar su lengua la mayoría de las veces. Pero cuando —aparte de los casos de conquista— el poder estatal interno de un país entra en contraposición con su desarrollo económico, como ha ocurrido hasta ahora, alcanzado cierto estadio, con casi todo poder político, la lucha ha terminado siempre con la caída del poder político. Sin excepciones e inflexiblemente, la evolución económica se ha abierto camino. Hemos citado ya el último ejemplo categórico: la Revolución Francesa. Si la situación económica y, con ella, la constitución económica de un determinado país dependieran, como quiere el señor Dühring, simplemente del poder poIítico, no podría entenderse por qué a pesar de su "magnífico ejército" no consiguió Federico Guillermo III, luego de 1848, injertar los gremios medievales y otras manías románticas en los ferrocarriles, las máquinas de vapor y la gran industria de su país, entonces en pleno desarrollo; ni tampoco por qué el emperador de Rusia, que aún es mucho más poderoso, no sólo no puede pagar sus deudas, sino que tampoco consigue siquiera mantener su "poder" sin estar siempre dando sablazos a la "situación económica" de la Europa occidental.
Para el señor Dühring, el poder es lo absolutamente malo, el primer acto de poder es el pecado original, y toda su exposición es una jeremíada sobre la inoculación de pecado original que aquel acto fue para toda la historia sida, sobre el innoble falseamiento de todas las leyes naturales y sociales por aquel poder diabólico que es la fuerza. El señor Dühring no sabe una palabra de que la violencia desempeña también otro papel en la historia, un papel revolucionario; de que, según la palabra de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe formas políticas enrigidecidas y muertas. Sólo con suspiros y, gemidos
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admite la posibilidad de que tal vez sea necesaria la violencia para derribar la economía de la explotación del hombre: por desgracia, pues toda aplicación de la violencia desmoraliza al que la aplica. Esto hay que oír, cuando toda revolución victoriosa ha tenido como consecuencia un gran salto moral y espiritual. Y hay que oírlo en Alemania, donde un choque violento —que puede imponerse inevitablemente al pueblo— tendría por lo menos la ventaja de extirpar el servilismo que ha penetrado en la consciencia nacional como secuela de la humillación sufrida en la guerra de los Treinta Años. ¿Y esa mentalidad de predicador, pálida, sin savia y sin fuerza, pretende imponerse al partido más revolucionario que conoce la historia?
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V. TEORIA DEL VALOR
Han pasado casi cien años desde que apareció en Leipzig un libro que ha tenido hasta comienzos de este siglo treinta y tantas ediciones, y ha sido distribuido y difundido en las ciudades y el campo por los funcionarios, los clérigos y los filántropos de todas clases, además de prescribirse de un modo general a las escuelas elementales como libro de lectura. El libro es El amigo de los niños, de Rochow. Ese libro se proponía adoctrinar a los jóvenes retoños de los campesinos y los artesanos acerca de su oficio y de sus deberes para con sus superiores sociales y estatales, y enseñarles al mismo tiempo una benéfica satisfacción con su destino terrenal, con el pan negro y las patatas, el trabajo de prestación servil, el salario bajo, los bastonazos paternos y otras alegrías semejantes, todo ello se hacía por medio de la ilustración entonces corriente en el país. Con esos fines se explicaba a la juventud de la ciudad y del campo cuán sabia es la institución natural por la cual el hombre tiene que ganarse con el trabajo su sostenimiento y sus goces, y cuán feliz es consiguientemente el campesino o el artesano, ya que le está permitido condimentar su comida con amargo trabajo, en vez de estar siempre torturado, como el rico glotón, por el estómago indispuesto, la retención biliar o el empacho, de tal modo que sólo con asco puede engullir incluso los más selectos bocados. Estas mismas vulgaridades que el viejo Rochow consideró adecuadas para la juventud campesina de la Sajonia electora de su tiempo nos ofrece el señor Dühring en las páginas 14 y siguientes de su Curso como lo "absolutamente fundamental" de la más reciente economía política.
"Las necesidades humanas tienen como tales sus leyes naturales, y, desde el punto de vista de su acrecentamiento, se encuentran encerradas en límites que sólo la innaturaleza puede rebasar durante algún tiempo, hasta que a la misma siguen la repugnancia, el tedio vital, el embotamiento, la amputación social y, finalmente, una salvadora aniquilación... Un juego que consista en puras distracciones, sin ninguna otra finalidad seria, lleva
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pronto a estar de vuelta de todo, o, lo que es lo mismo, a desgastar toda sensibilidad. El trabajo real en una forma u otra es, pues, la ley social natural de las figuras sanas... Si los instintos y las necesidades no llevaran consigo un contrapeso, apenas podrían facilitar una existencia infantil, por no hablar ya de una evolución histórica progresiva. Si su satisfacción no acarreara trabajo, esos instintos y esas necesidades se agotarían prontamente sin dejar tras ellos más que una vacía existencia de pesados intervalos que se repiten... En todos los respectos, pues, la dependencia en que la actuación de los instintos y las pasiones se encuentra respecto de la superación de un obstáculo económico es una saludable ley básica de la constitución externa de la naturaleza y de la interna del hombre", etc.
Se trata, como se ve, de las más triviales trivialidades de un Rochow honorario, las cuales celebran en la obra del señor Dühring su centenario, y lo hacen, encima, como "profunda fundamentación" del único "sistema socialitario" verdaderamente crítico y científico.
Una vez puesto ese fundamento puede el señor Dühring seguir construyendo. Aplicando el método matemático, empieza por darnos una serie de definiciones según el modelo del antiguo Euclides. Este procedimiento es tanto más cómodo cuanto que le permite componer de tal modo sus definiciones que ya esté parcialmente contenido en ellas lo que habrá que demostrar con su ayuda. Así sabemos, por de pronto, que
el concepto rector de la economía es hasta hoy el de riqueza, y la riqueza, tal como realmente se la ha entendido hasta ahora histórico universalmente, y tal como ha desarrollado su imperio, es "el poder económico sobre hombres y cosas".
La afirmación es incorrecta por dos razones. En primer lugar, la riqueza de las antiguas comunidades tribales y aldeanas no era en modo alguno dominio sobre hombres. Y, en segundo lugar, incluso en las sociedades que se mueven en contraposiciones de clase, la riqueza, en la medida en que incluye un dominio sobre seres humanos, es predominantemente y casi exclusivamente un dominio sobre esos seres gracias a y por medio del dominio sobre cosas. Desde tiempos muy tempranos, desde que la captura de esclavos y la explotación de los mismos se constituyeron en negocios distintos, los explotadores del trabajo esclavo tuvieron que comprar esclavos, o sea tuvieron que conseguir el dominio sobre seres humanos por medio del dominio sobre cosas, a saber, el precio del esclavo, los medios de sustento y de trabajo del esclavo. En toda la Edad Media, una gran posesión de tierras es la condición necesaria para que la nobleza feudal pueda contar con campesinos tributarios y obligados
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a prestaciones gratuitas. Y hoy día, hasta un niño de seis años puede ver que la riqueza domina hombres exclusivamente por medio de las cosas de que dispone.
Pero ¿por qué tiene que elaborar el señor Dühring esa falsa definición de la riqueza? ¿Por qué tiene que desgarrar la conexión real que ha imperado en todas las sociedades clasistas que han existido? Lo hace para poder desplazar la riqueza del terreno económico al terreno moral. El dominio sobre cosas está muy bien, pero el dominio sobre hombres es cosa mala; y como el señor Dühring se ha prohibido a sí mismo explicar el dominio sobre hombres por el dominio sobre cosas, puede practicar de nuevo aquí un audaz pase de prestidigitación y explicarlo expeditivamente por la conocida violencia. La riqueza como dominio sobre hombres es "el bandidismo", con lo que llegamos de nuevo a una edición empeorada del primigenio y proudhoniano "la propiedad es el robo".
Y con esto hemos situado felizmente la riqueza al alcance de los dos puntos de vista esenciales de la producción y la distribución: riqueza como dominio sobre cosas es riqueza de producción, el lado bueno de la riqueza; riqueza como dominio sobre hombres es la riqueza de distribución que ha existido hasta hoy, el lado malo de la riqueza: ¡afuera con él! Aplicado a la situación actual, ese principio significa: el modo capitalista de producción está muy bien y puede seguir existiendo, pero el modo capitalista de distribución no vale y tiene que suprimirse. A esos absurdos lleva el escribir sobre economía sin haber entendido siquiera la conexión entre producción y distribución.
Luego de la riqueza se define el valor, del modo siguiente:
"El valor es la validez que tienen las cosas y prestaciones económicas en el tráfico." Esa validez corresponde "al precio o a cualquier otro nombre equivalente, como, por ejemplo, el salario".
Dicho de otro modo: el valor es el precio. O más bien, por no ser injustos con el señor Dühring, sino recoger en lo posible con sus propias palabras el absurdo de su definición: el valor son los precios. Pues en la página 19 nos dice: "el valor y los precios que lo expresan en dinero", comprobando, pues, él mismo que un mismo valor tiene muy diversos precios y, por tanto, con su definición, otros tantos valores diversos. Si Hegel no estuviera muerto hace mucho tiempo, se ahorcaría al ver estos resultados. Pues ni con toda su teología habría conseguido él producir este valor que tiene tantos valores diversos cuantos diversos precios tiene. Hace falta,
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en efecto, toda la seguridad del señor Dühring para empezar una nueva y más profunda fundamentación de la economía con la declaración de que la única diferencia conocida entre precio y valor es que el uno está expresado en dinero y el otro no.
Pero con todo esto seguimos sin saber qué es el valor, y aún menos con qué se determina. El señor Dühring tiene, pues, que añadir más explicaciones.
"De un modo completamente general, la ley fundamental de la comparación y estimación en que se basan el valor y los precios que lo expresan en dinero se encuentra por de pronto en el terreno de la mera producción dejando aparte el de la distribución, que introduce en el concepto de valor un segundo elemento. Los obstáculos mayores o menores que ponen las condiciones naturales a los esfuerzos encaminados a procurarse cosas, y por los cuales se les imponen mayores o menores gastos de energía económica, determinan también... el valor mayor o menor", y éste se estima según "la resistencia a esa actividad de procura de cosas, opuesta por la naturaleza y las circunstancias... La medida en la cual hemos puesto nuestra propia energía en las cosas es la causa inmediatamente decisiva de la existencia de valor en general y de cualquier cantidad determinada del mismo"
En la medida en que todo eso tiene un sentido, significa lo siguiente: el valor de un producto del trabajo se determina por el tiempo de trabajo necesario para su producción, y esto lo sabíamos hace mucho tiempo y sin necesidad de que nos lo dijera el scñor Dühring. En vez de comunicar sencillamente el hecho, él tiene que envolverlo en su estilo oracular, el cual acaba por falsearlo. Pues es literalmente falso que la medida en la cual cualquier persona pone su energía en alguna cosa (por seguir usando el altisonante lenguaje) sea la causa inmediatamente decisiva del valor y la cantidad del mismo. En primer lugar, importa saber en qué cosa se ha puesto esa energía; y, en segundo lugar, también interviene el modo como haya sido puesta. Si nuestro individuo produce una cosa que no tenga ningún valor de uso para otros, toda su energía no conseguirá producir ni un átomo de valor; y si se empeña en fabricar con la mano un objeto producido veinte veces más barato por una máquina, entonces diecinueve vigésimos de la energía que ha puesto en ello no producen ni una determinada cantidad de valor ni valor en absoluto.
Por lo demás, también falsea completamente la realidad el transformar el trabajo productivo que crea productos positivos en una mera y negativa superación de una resistencia. Si ello fuera así, tendríamos, por ejemplo, que operar del modo siguiente para
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conseguir una camisa: primero superaríamos la resistencia de la semilla de algodón contra el ser sembrada y el crecer, luego la resistencia del algodón maduro a su recolección, embalado y transporte, luego su resistencia contra el desembalado, el peinado y el hilado, luego la resistencia del hilado al tejido, la del tejido al blanqueado y al cosido, y, finalmente, la resistencia de la camisa ya lista al ser vestida.
¿Qué utilidad tiene toda esa pueril inversión falseadora de los hechos? La de permitir pasar del "valor de producción", valor verdadero, pero hasta ahora sólo ideal, por medio de la "resistencia", al único valor que hasta ahora impera en la historia, el valor de "distribución" falseado por la violencia:
Además de la resistencia ofrecida por la naturaleza... hay otro obstáculo puramente social... Entre los hombres y la naturaleza aparece un poder obshculizadar, que es el hombre mismo. El hombre pensado aislado y solo se enfrenta libremente con la naturaleza... Pero la situación cambia en cuanto que imaginamos un segundo hombre que, con el puñal en la mano, ocupa los accesos a la naturaleza y sus fuentes materiales, y exige un precio de una forma u otra para permitir el acceso a ellas. Este segundo... grava prácticamente al otro y es así el motivo de que el valor de lo deseado resulte mayor de lo que podría ser sin la obstaculización social y política de la procura o producción de las cosas... Son muy diversas las formas posibles de esta validez artificialmente aumentada de las cosas, la cual tiene, naturalmente, su paralelo en el correspondiente rebajamiento de la validez del trabajo... Por eso es una ilusión considerar el valor desde el primer momento como un equivalente en el sentido propio de la palabra, es decir, como un equilibrio o como una relación de intercambio constituida según el principio de la igualdad de prestación y contraprestación... Antes al contrario, el rasgo característico de una teoría correcta del valor consistirá en que las causas más generales de estimación que se formulen en ella no coincidan con la específica forma de validez basada en la constricción de la distribución. Esta cambia con la constitución social, mientras que el valor económico propiamente dicho no puede ser más que un valor de producción medido por comparación con la naturaleza, y no puede, por tanto, modificarse más que con los obstáculos puestos a la producción por causas puramente naturales y técnicas.
El valor prácticamente imperante de una cosa consiste, pues, según el señor Dühring, en dos partes: primera, el trabajo contenido en ella, y, segunda, el suplemento de tributación, impuesto "con el puñal en la mano". Dicho de otro modo: el valor hoy imperante es un precio de monopolio. Mas si, como dice esta teoría del valor, todas las mercancías tienen ese precio de monopolio, entonces no queda más que esta alternativa: o bien todo el mundo pierde
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como comprador lo que ha ganado como vendedor, con lo que los precios han cambiado nominalmente, pero siguen siendo en realidad lo que eran antes, iguales, y todo sigue como estaba y el célebre valor de distribución es mera apariencia, o bien los supuestos gravámenes y tributos representan una suma de valor real, a saber, una suma producida por la clase trabajadora y productora de valor, pero que se apropia la clase de los monopolistas; esa suma de valor consta entonces de trabajo no pagado; en este caso, a pesar del hombre con el puñal en la mano, a pesar de los supuestos tributos y del supuesto valor de distribución, nos encontramos con la teoría marxiana de la plusvalía.
Examinemos ahora algunos ejemplos de ese célebre "valor de distribución". En las páginas 135 y siguiente encontramos:
"La formación del precio por medio de la competencia individual debe considerarse también como una forma de la distribución económica y de la tributación recíproca...; supóngase que las existencias de una mercancía necesaria disminuyen de repente de un modo considerable: entonces el vendedor se encuentra con un desproporcionado poder para explotar...; el aumento puede ser colosal, como muestran especialmente aquellas circunstancias anómalas en las que se interrumpe por algún tiempo considerable el suministro de artículos necesarios, etc. Hay además en el curso normal de las cosas monopolios de hecho que se permiten un aumento arbitrario de los precios, como ocurre con los fcrrocarriles, las sociedades de suministro de agua y gas del alumbrado a las ciudades, etc.
Es de antiguo sabido que tales ocasiones de explotación monopolista se dan efectivamente. Lo nuevo es presentar los precios de monopolio que así se producen no como excepciones y casos especiales, sino como ejemplo clásico de la determinación hoy dominante del valor. ¿Cómo se determinan los precios de los productos alimenticios? El señor Dühring contesta: Id a una ciudad sitiada, con todos los suministros cortados, informaos de ello. ¿Cómo obra la competencia en la determinación del precio del mercado? Preguntad al monopolio, que él os lo explicará.
Por lo demás, tampoco en estos monopolios puede descubrirse al hombre del puñal en la mano que, según el señor Dühring, tiene que estar tras ellos. Antes al contrario: en las ciudades sitiadas, el hombre del puñal, el comandante, si realmente cumple con sus funciones, termina muy pronto con el monopolio, y confisca las reservas monopolísticas para distribuirlas homogéneamente. Por otra parte, cuando los hombres del puñal han intentado fabricar un "valor de distribución", no han cosechado más que malos
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negocios y pérdidas de dinero. Con su monopolización del comercio de las Indias Orientales, los holandeses han arruinado su monopolio y su comercio. Los dos gobiernos más fuertes que han existido nunca, el gobierno revolucionario norteamericano y la Convención francesa, se atrevieron a fijar precios máximos, y fracasaron miserablemente. El gobierno ruso se esfuerza desde hace años por levantar la cotización del papel moneda ruso —rebajado constantemente por él en Rusia con la emisión de billetes incanjeables— mediante una compra no menos constante de letras contra Rusia en Londres. En pocos años le ha costado este gusto cerca de sesenta millones de rublos, y el rublo está hoy por debajo de los dos marcos, en vez de por encima de los tres. Si el puñal tiene esa virtud económica mágica que le atribuye el señor Dühring, ¿por qué no ha conseguido a la larga ningún gobierno infundir a un dinero malo el "valor de distribución" del dinero bueno, o a los assignats el del oro? ¿Y dónde está el puñal que asuma el mando en el mercado mundial?
Hay además una forma principal en la cual el valor de distribución nledia la apropiación de prestaciones de otros sin contraprestación: es la renta de las posesiones, es decir, la renta de la tierra y el beneficio del capital. Nos limitamos por ahora a registrar esto, sólo para poder decir que ello es todo lo que se nos indica acerca del célebre "valor de distribución". ¿Todo? No, no todo. Escuchemos:
A pesar del dúplice punto de vista que destaca en el reconocimiento de un valor de producción y un valor de distribución, sigue empero existiendo en la base un algo común como aquel objeto del que constata todos los valores y con el cual, por tanto, se miden. La medida inmediata y natural es el gasto de energía, y la unidad más simple es la energía humana en el más rudo sentido de la palabra. Esta última se reduce al tiempo de existencia, cuyo autosostenimiento representa a su vez la superación de cierta suma de dificultades de la alimentación y de la vida. El valor de distribución o apropiación no existe en forma pura más que cuando se cambia por prestaciones o cosas de valor real de producción el poder de disposición sobre cosas no producidas, o, dicho más vulgarmente, esas cosas mismas. Lo homogéneo que se encuentra indicado y representado en toda expresión de valor, y por tanto también en los elementos de valor apropiados por la distribución sin contraprestación, consiste en el gasto de energía humana que se encuentra... incorporado... a cada mercancía.
¿Qué decir a esto? Si todos los valores de las mercancías se miden por la energía humana incorporada a ellas, ¿qué queda del valor de distribución, del suplemento del precio y de la tributación?
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El señor Dühring nos dice sin duda que también cosas no producidas, e incapaces, por tanto, de tener propiamente un valor, reciben un valor de distribución y pueden cambiarse por cosas producidas, con valor. Pero al mismo tiempo nos dice que todos los valores, por tanto, también los pura y exclusivamente de distribución, consisten en la energía incorporada a ellos. Desgraciadamente no nos dice cómo va a incorporarse energía a una cosa no producida. En todo caso, al final de esa confusión de valores queda claro que el valor de distribución, el suplemento de precio impuesto a las mercancías por la posición social, la imposición de tributos por el puñal, se reducen a nada; el valor de las mercancías se determina exclusivamente por la cantidad de energía humana, vulgo trabajo, que se encuentra incorporada en ellas. El señor Dühring dice, pues, aunque confusa y desaliñadamente, si se prescinde de la renta de la tierra y de los pocos precios de monopolio, lo mismo que hace tiempo dijo clara y precisamente la teoría del valor de Ricardo Marx.
Lo dice, y en el mismo momento dice lo contrario. Basándose en las investigaciones de Ricardo, Marx dice: el valor de las mercancías se determina por el trabajo humano genérico socialmente necesario que está incorporado en ellas, y que se mide a su vez por su duración. El trabajo es la medida de todos los valores, y él mismo no tiene ningún valor. El señor Dühring, en cambio, después de presentar también al trabajo, en su flamígero estilo, como medida del valor, continúa:
el trabajo "se reduce al tiempo de existencia, cuyo autosostenimiento representa a su vez la superación de cierta suma de dificultades de la alimentación y de la vida".
Pasemos por alto la confusión entre el tiempo de trabajo, que es lo que importa aquí, y el tiempo de existencia, que hasta ahora no ha creado nunca valores ni puede medirlos; esa confusión se debe simplemente al deseo de originalidad. Pasemos también por alto la falsa apariencia "societaria" que tiene que infundir a ese tiempo de existencia el "autosostenimiento"; desde que existe el mundo y mientras exista, todo el mundo tiene que autosustentarse a sí mismo en el sentido de que tiene que consumir él mismo sus medios de existencia. Suponiendo que el señor Dühring se hubiera expresado en forma precisa y desde el punto de vista de la economía, la anterior frase no significa absolutamente nada o significa lo siguiente: el valor de una mercancía se determina por el tiempo
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de trabajo incorporado a ella, y el valor de este tiempo de trabajo se determina por el de los alimentos necesarios para sustentar al trabajador durante ese tiempo. Y para la sociedad actual esto significa: el valor de una mercancía se determina por el salario contenido en ella.
Con esto llegamos por fin a lo que realmente quiere decir el señor Dühring. El valor de una mercancía se determina por los costes de producción, dicho en el lenguaje de la economía vulgar;
frente a lo cual Carey "subrayó la verdad de que no son los costes de producción los que determinan el valor, sino los costes de reproducción". (Historia crítica, pág. 401).
Más tarde consideraremos la cuestión de esos costes de producción o reproducción; aquí nos limitaremos a indicar que, como es sabido, se componen de salario del trabajo y beneficio del capital. El salario del trabajo representa el "gasto de energía" incorporado a la mercancía, el valor de producción. El beneficio representa el tributo o suplemento de precio impuesto por el capitalista, puñal en mano, gracias a su monopolio, o sea el valor de distribución. Y así se resuelve toda la contradictoria confusión de la teoría dühringiana del valor en la más hermosa y armónica claridad.
La determinación del valor de la mercancía por el salario del trabajo, que en Adam Smith se entrecruza aún frecuentemente con la determinación del valor por el tiempo de trabajo, ha sido expulsada de la economía científica desde Ricardo, y no se mantiene hoy más que en la economía vulgar. Los más triviales sicofantes del existente orden social capitalista son los que hoy predican la determinación del valor por el salario del trabajo, presentando al mismo tiempo el beneficio del capitalista como un tipo superior de salario, un salario de la renuncia (de la renuncia a gastarse el capital en juergas), como premio del riesgo, como salario de la dirección de los asuntos, etc. El señor Dühring no se diferencia de ellos más que por el hecho de declarar robo al beneficio. Dicho de otro modo: el señor Dühring basa directamente su socialismo en las doctrinas de la economía vulgar de peor calidad. Lo que ocurra a esa economía vulgar ocurrirá a su socialismo. Ambos se sostendrán y caerán juntos.
Es claro que lo que un trabajador produce y lo que cuesta son cosas tan distintas como lo que produce y lo que cuesta una máquina. El valor creado por un trabajador en una jornada de doce horas no tiene nada en común con el valor de los alimentos que
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consume en esa jornada de trabajo con sus pausas correspondientes. En esos alimentos puede estar incorporado un tiempo de trabajo de tres, cuatro o siete horas, según el grado de desarrollo del rendimiento del trabajo. Supongamos que hayan hecho falta siete horas para producir esos alimentos; entonces la teoría económica vulgar del valor, que ha aceptado el señor Dühring, significa que el producto de doce horas de trabajo tiene el valor del producto de siete horas de trabajo, que doce horas de trabajo son iguales a siete horas de trabajo, o sea que 12 = 7. Aún puede expresarse eso más claramente: pongamos que un trabajador del campo, independientemente de las condiciones sociales, produce veinte hectolitros de trigo al año. Supongamos que en este tiempo consume una suma de valores que se expresa en una suma de quince hectolitros de trigo. Entonces los veinte hectolitros de trigo tienen el mismo valor que los quince, y ello en el mismo mercado y en circunstancias que por lo demás se mantienen idénticas. Aquí tenemos que 20 es 15. Y a esto se llama economía.
Toda evolución de la sociedad humana por encima del nivel de salvajismo animal empezó el día en que el trabajo de la familia creó más productos de los que eran necesarios para su sustento, el día, esto es, en que una parte del trabajo pudo aplicarse no ya a la producción de meros medios de vida, sino a la de medios de producción. El fundamento de todo progreso social, político e intelectual fue y sigue siendo la existencia de un excedente del producto del trabajo respecto de los costes de sostenimiento del trabajo, y la formación y el incremento de un fondo social de producción y reserva procedente de aquellos excedentes. En la historia transcurrida hasta ahora, ese fondo estuvo en poder de una clase privilegiada, que consiguió con él también el poder político y la dirección espiritual. La próxima transformación social hará finalmente social ese fondo de producción y reserva, es decir, la masa total de las materias primas, los instrumentos de producción y los alimentos, al sustraerlos a la disposicion de aquella clase privilegiada y adjudicándolos como bien común a la sociedad entera.
O lo uno o lo otro. O el valor de las mercancías se determina por los costes de sostenimiento del trabajo necesario para su producción, es decir, en la actual sociedad, por el salario. Y entonces cada trabajador recibe con su salario el valor del producto de su trabajo, y resulta imposible la explotación de la clase de los asalariados por la clase de los capitalistas. Supongamos que en una determinada sociedad el coste del sostenimiento de un obrero se
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exprese por la suma de tres marcos. Entonces, según la anterior teoría de la economía vulgar, el producto diario del trabajador tiene el valor de tres marcos. Supongamos ahora que el capitalista que utiliza a ese trabajador añada al producto un beneficio, un gravamen de un marco, y lo venda por cuatro marcos. Lo mismo hacen los demás capitalistas. Pero entonces el trabajador en cuestión no va a poder seguir comprando su sustento diario con tres marcos, sino que necesitará también él cuatro. Y como se supone que todas las demás circunstancias se mantienen idénticas, el salario expresado en alimentos tiene que ser el mismo, y el salario expresado en dinero tiene que subir, y ello precisamente desde los tres marcos diarios a cuatro. Lo que los capitalistas sustraen a la clase obrera en forma de beneficio tienen, pues, que devolvérselo en forma de salario. Estamos, pues, otra vez al principio: si el salario determina el valor, no es posible una explotación del trabajador por el capitalista. Pero también es imposible la formación de un excedente de productos, pues los trabajadores consumen, según ese supuesto, tanto valor cuanto producen. Y como los capitalistas no producen ningún valor, ni siquiera puede entenderse de qué quieren vivir. Si, pues, existe a pesar de todo aquel excedente de la producción sobre el consumo, aquel fondo de reserva y producción, y precisamente en las manos de los capitalistas, entonces no queda como explicación sino que los trabajadores consumen meramente el valor de las mercancías para sustentarse, mientras que las mercancías mismas quedan en manos de los capitalistas para su uso ulterior.
O bien: si ese fondo de producción y reserva existe efectivamente en manos de los capitalistas, si efectivamente ha surgido por la acumulación de beneficios (prescindiendo aquí por el momento de la renta de la tierra), entonces consiste necesariamente en la acumulación del excedente del producto del trabajo, suministrado por la clase obrera a la clase de los capitalistas, sobre la suma de salarios pagada por la clase de los capitalistas a la clase trabajadora. Pero en este caso el valor no se determina por el salario, sino por la cantidad de trabajo; la clase trabajadora suministra, pues, a la clase capitalista, en el producto del trabajo, una cantidad de valor mayor que la que recibe como pago en el salario, y entonces el beneficio del capital se explica, como todas las demás formas de apropiación de producto del trabajo ajeno y no pagado, como mero elemento de esta plusvalía descubierta por Marx.
Dicho sea de paso: en todo el Curso de economía no se habla
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jamás del gran descubrimiento con el que Ricardo empieza su obra capital:
Que el valor de una mercancía depende de la cantidad de trabajo necesaria para su producción, y no de la retribución mayor o menor pagada por ese trabajo.[35]
En la Historia crítica, ese descubrimiento de Ricardo se liquida con la siguiente fraseología de oráculo sibilino:
No se da cuenta [Ricardo] de que la mayor o menor proporción en la cual el salario puede ser (!) una referencia a las necesidades vitales... tiene que acarrear también diversas configuraciones de las relaciones de valor.
El lector puede interpretar una frase así del modo que quiera, pero lo más seguro es no interpretarla de ninguna manera.
Llegados a este punto, el lector puede escoger, de entre las cinco clases de valor que nos presenta el señor Dühring, la que más le guste: el valor de producción, que procede de la naturaleza, o el valor de distribución, que ha sido creado por la maldad del hombre y que se caracteriza por ser medido por el gasto de energía que no está realmente en él; o, tercero, el valor medido por el tiempo de trabajo; o, cuarto, el valor medido por los costes de reproducción; o, finalmente, el valor medido por el salario. La selección es, pues, abundante, la confusión completa, y no nos queda ya sino exclamar con el mismo señor Dühring:
La doctrina del valor es la piedra de toque de la madurez de los sistemas económicos.
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VI. TRABAJO SIMPLE Y TRABAJO COMPUESTO
El señor Dühring ha descubierto en Marx una chapucería económica de colegial que constituye al mismo tiempo una herejía socialista, verdadero peligro público.
La teoría marxiana del valor no es más que "la común... doctrina de que el trabajo es la causa de todos los valores, y el tiempo de trabajo la medida del mismo. Con esto queda en completa oscuridad el modo como hay que concebir el diversificado valor del trabajo que suele llamarse calificado... Cierto que, también según nuestra teoría, sólo el tiempo de trabajo aplicado puede medir los costes naturales y, por tanto, el valor absoluto de las cosas económicas; pero en este caso debe considerarse igual en valor el tiempo de trabajo de cada cual, y sólo habrá que considerar además, a propósito de prestaciones cualificadas, cómo coopera con el tiempo individual de trabajo de un individuo el de otras personas... por ejemplo, en la herramienta utilizada. Así, pues, no ocurre, como en la nebulosa concepción del señor Marx, que el tiempo de trabajo de alguien valga ya en sí más que el de otra persona, porque haya en él, por así decirlo, más tiempo medio de trabajo condensado, sino que todo tiempo de trabajo es, sin excepciones y básicamente, del mismo valor, sin que sea necesario pensar además en un valor medio, y lo único que hay que hacer ante las prestaciones de una persona, igual que ante cualquier producto terminado, es advertir cuánto tiempo de trabajo de otras personas puede estar encubierto en la aplicación de un tiempo de trabajo aparentemente propio. Y para la rigurosa validez de la teoría no significa ninguna diferencia el que se trate de una herramienta de producción para uso de la mano, o de la mano misma, y hasta de la cabeza, cosas todas que sin el tiempo de trabajo de otras gentes no habrían podido cobrar la propiedad peculiar y la capacidad de rendimiento que tienen. En cambio, el señor Marx, en todas sus exposiciones sobre el valor, no consigue liberarse del fantasma, siempre presente en el fondo, de un tiempo de trabajo cualificado. Lo que le ha impedido liberarse de esta tendencia es la mentalidad tradicional de las clases cultivadas, para las cuales tiene que ser una monstruosidad el admitir que el tiempo de trabajo de un peón es, desde el punto de vista económico, exactamente del mismo valor que el del arquitecto".
El paso de Marx que ha dado ocasión a esa "majestuosa cólera" del señor Dühring es muy corto.
Marx está buscando qué es
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lo que determina el valor de las mercancías, y se responde: el trabajo humano contenido en ellas. Este trabajo, sigue diciendo, "es gasto de simple fuerza de trabajo, poseída en media por todo hombre normal, sin especial desarrollo, en su organismo somático... El trabajo complicado se considera simplemente como trabajo simple potenciado o, más bien, multiplicado, de tal modo que un quantum menor de trabajo complicado equivale a un quantum mayor de trabajo simple.
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lo que determina el valor de las mercancías, y se responde: el trabajo humano contenido en ellas. Este trabajo, sigue diciendo, "es gasto de simple fuerza de trabajo, poseída en media por todo hombre normal, sin especial desarrollo, en su organismo somático... El trabajo complicado se considera simplemente como trabajo simple potenciado o, más bien, multiplicado, de tal modo que un quantum menor de trabajo complicado equivale a un quantum mayor de trabajo simple.
La experiencia enseña que esta reducción se practica constantemente. Aunque una mercancía sea producto del trabajo más complicado, pero su valor la confronta con el producto del trabajo simple, y por eso ella misma no representa sino un determinado quantum de trabajo simple. Las diversas proporciones según las cuales diversas clases de trabajo se reducen a trabajo simple como a unidades de medida se establecen por un proceso social que tiene lugar a espaldas de los productores, y por eso les parecen a éstos dadas por la tradición".[36]
En ese texto de Marx se trata por de pronto sólo de la determinación del valor de mercancías, esto es, de objetos producidos en una sociedad compuesta de productores privados, por estos y a su cuenta, objetos que se intercambian los unos con los otros. No se trata, pues, en absoluto del "valor absoluto", exista éste donde bien le parezca, sino del valor imperante en una determinada forma de sociedad. Este valor, en esa determinada versión histórica, resulta creado y medido por el trabajo humano incorporado a las mercancías, y este trabajo humano se presenta además como gasto de simple fuerza de trabajo. Pero no todo trabajo es mero gasto de simple fuerza humana de trabajo; muchos géneros de trabajo suponen la aplicación de habilidades o conocimientos adquiridos con más o menos esfuerzo, tiempo y gasto de dinero. ¿Producen esas especies de trabajo compuesto, en un mismo tiempo, el mismo valor mercantil que el trabajo simple, el gasto de mera y simple fuerza de trabajo? Evidentemente, no. El producto de la hora de trabajo compuesto es una mercancía de valor superior, doble o triple, comparado con el producto de la hora de trabajo simple. Mediante esa comparación, el valor de los productos del trabajo compuesto se expresa en determinadas cantidades de trabajo simple; pero esta reducción del trabajo compuesto tiene lugar por un proceso social que se realiza a espaldas de los productores, por un mecanismo que en este punto, en el desarrollo de la teoría del valor, no se puede sino comprobar, no explicar.
Marx registra en ese texto este simple hecho que se realiza
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diariamente ante nosotros en la actual sociedad capitalista. El hecho es tan indiscutible, que ni el mismo señor Dühring lo discute, ni en el Curso ni en su historia de la economía, y la exposición de Marx es tan simple y transparente que seguramente al leerla nadie, excepto el señor Dühring, "queda en completa oscuridad". A causa de esa su completa oscuridad, el señor Dühring confunde el valor mercantil, con cuya única investigación está Marx ocupado en ese texto, con los "costes naturales", los cuales adensan aún aquella oscuridad, y hasta con el "valor absoluto", que hasta ahora, y que sepamos, no ha tenido nunca curso en la economía. Mas sea lo que sea lo que el señor Dühring entiende por costes naturales, y cualquiera que sea también aquella de sus cinco clases de valor que tenga el honor de representar el valor absoluto, el hecho es que Marx no habla de ninguna de esas cosas, sino sólo del valor mercantil, y que en toda la sección de El Capital sobre el valor no hay ni siquiera una vaga alusión a que Marx considere aplicable también a otras formas de sociedad la teoría del valor mercantil, tal como está, o ampliada o restringida.
No ocurre, sigue diciendo el señor Dühring, "no ocurre, como en la nebulosa eoncepción del señor Marx, que el tiempo de trabajo de alguien valga ya en sí más que el de otra persona, porque haya en él, por así decirlo, más tiempo medio de trabajo condensado, sino que todo tiempo de trabajo es, sin excepciones y básicamente, del mismo valor, sin que sea necesario pensar además en un valor medio".
Es una suerte para el señor Dühring que el destino no haya hecho de él un fabricante, pues con ello le ha evitado fijar el valor de sus mercancías según esta nueva regla, y hundirse así infaliblemente en la bancarrota. Pero ¿cómo? ¿Es que nos encontramos aún en la sociedad de los fabricantes? En modo alguno. Con los costes naturales y el valor absoluto el señor Dühring nos ha obligado a dar un salto, verdadero salto mortal, desde el perverso mundo actual de los explotadores hasta su propia comuna económica del futuro, hasta la límpida atmósfera de la igualdad y la justicia, razón por lo cual, aunque aún sea prematuro, tenemos que echar ya un vistazo a ese mundo nuevo.
Cierto que, según la teoría del señor Dühring, también en la comuna económica el tiempo de trabajo utilizado es lo único que puede medir el valor de las cosas económicas, pero aquí el tiempo de trabajo de todos debe considerarse por principio exactamente igual en valor: todo tiempo de trabajo es sin excepción y básicamente
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equivalente, y ello sin necesidad de pensar en un valor medio. Y ahora compárese con ese radical socialismo igualitario la nebulosa idea de Marx, según la cual el tiempo de trabajo de alguien es ya en sí más valioso que el de otra persona cuando en él hay condensado más tiempo medio de trabajo, idea en la que le tiene preso la tradicional mentalidad de las clases cultas, a las que tiene que parecer una monstruosidad que el tiempo de trabajo del peón y el del arquitecto deban reconocerse como plenamente equivalentes desde el punto de vista económico.
Desgraciadamente, Marx ha puesto al paso de El Capital antes citado la pequeña breve nota: "El lector debe observar que aquí no se habla del salario o valor que el trabajador recibe, por ejemplo, por un día de trabajo, sino del valor de la mercancía en el que se objetiva su día de trabajo".[37] Marx, que parece haber previsto aquí la aparición de sus dühringes, toma él mismo precauciones para que sus citadas palabras no se apliquen siquiera al salario a pagar en la actual sociedad por un trabajo compuesto, por ejemplo. Y si el señor Dühring, no contento con hacer esa interpretación excluida por Marx, presenta además esas frases como los principios según los cuales Marx querría ver regulada la distribución en la sociedad organizada de modo socialista, comete una falsificación tan desvergonzada que sólo resulta comparable con la literatura premeditadamente difamatoria.
Pero contemplemos, a pesar de todo, con algo más de detalle la teoría de la igualdad de valor. Todo tiempo de trabajo es plenamente equivalente, el del peón al del arquitecto. Así, pues, el tiempo de trabajo, y con él el trabajo mismo, tienen un valor. Pero el trabajo es el productor de todos los valores. Él es lo único que da un valor en sentido económico a los productos naturales.
En ese texto de Marx se trata por de pronto sólo de la determinación del valor de mercancías, esto es, de objetos producidos en una sociedad compuesta de productores privados, por estos y a su cuenta, objetos que se intercambian los unos con los otros. No se trata, pues, en absoluto del "valor absoluto", exista éste donde bien le parezca, sino del valor imperante en una determinada forma de sociedad. Este valor, en esa determinada versión histórica, resulta creado y medido por el trabajo humano incorporado a las mercancías, y este trabajo humano se presenta además como gasto de simple fuerza de trabajo. Pero no todo trabajo es mero gasto de simple fuerza humana de trabajo; muchos géneros de trabajo suponen la aplicación de habilidades o conocimientos adquiridos con más o menos esfuerzo, tiempo y gasto de dinero. ¿Producen esas especies de trabajo compuesto, en un mismo tiempo, el mismo valor mercantil que el trabajo simple, el gasto de mera y simple fuerza de trabajo? Evidentemente, no. El producto de la hora de trabajo compuesto es una mercancía de valor superior, doble o triple, comparado con el producto de la hora de trabajo simple. Mediante esa comparación, el valor de los productos del trabajo compuesto se expresa en determinadas cantidades de trabajo simple; pero esta reducción del trabajo compuesto tiene lugar por un proceso social que se realiza a espaldas de los productores, por un mecanismo que en este punto, en el desarrollo de la teoría del valor, no se puede sino comprobar, no explicar.
Marx registra en ese texto este simple hecho que se realiza
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diariamente ante nosotros en la actual sociedad capitalista. El hecho es tan indiscutible, que ni el mismo señor Dühring lo discute, ni en el Curso ni en su historia de la economía, y la exposición de Marx es tan simple y transparente que seguramente al leerla nadie, excepto el señor Dühring, "queda en completa oscuridad". A causa de esa su completa oscuridad, el señor Dühring confunde el valor mercantil, con cuya única investigación está Marx ocupado en ese texto, con los "costes naturales", los cuales adensan aún aquella oscuridad, y hasta con el "valor absoluto", que hasta ahora, y que sepamos, no ha tenido nunca curso en la economía. Mas sea lo que sea lo que el señor Dühring entiende por costes naturales, y cualquiera que sea también aquella de sus cinco clases de valor que tenga el honor de representar el valor absoluto, el hecho es que Marx no habla de ninguna de esas cosas, sino sólo del valor mercantil, y que en toda la sección de El Capital sobre el valor no hay ni siquiera una vaga alusión a que Marx considere aplicable también a otras formas de sociedad la teoría del valor mercantil, tal como está, o ampliada o restringida.
No ocurre, sigue diciendo el señor Dühring, "no ocurre, como en la nebulosa eoncepción del señor Marx, que el tiempo de trabajo de alguien valga ya en sí más que el de otra persona, porque haya en él, por así decirlo, más tiempo medio de trabajo condensado, sino que todo tiempo de trabajo es, sin excepciones y básicamente, del mismo valor, sin que sea necesario pensar además en un valor medio".
Es una suerte para el señor Dühring que el destino no haya hecho de él un fabricante, pues con ello le ha evitado fijar el valor de sus mercancías según esta nueva regla, y hundirse así infaliblemente en la bancarrota. Pero ¿cómo? ¿Es que nos encontramos aún en la sociedad de los fabricantes? En modo alguno. Con los costes naturales y el valor absoluto el señor Dühring nos ha obligado a dar un salto, verdadero salto mortal, desde el perverso mundo actual de los explotadores hasta su propia comuna económica del futuro, hasta la límpida atmósfera de la igualdad y la justicia, razón por lo cual, aunque aún sea prematuro, tenemos que echar ya un vistazo a ese mundo nuevo.
Cierto que, según la teoría del señor Dühring, también en la comuna económica el tiempo de trabajo utilizado es lo único que puede medir el valor de las cosas económicas, pero aquí el tiempo de trabajo de todos debe considerarse por principio exactamente igual en valor: todo tiempo de trabajo es sin excepción y básicamente
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equivalente, y ello sin necesidad de pensar en un valor medio. Y ahora compárese con ese radical socialismo igualitario la nebulosa idea de Marx, según la cual el tiempo de trabajo de alguien es ya en sí más valioso que el de otra persona cuando en él hay condensado más tiempo medio de trabajo, idea en la que le tiene preso la tradicional mentalidad de las clases cultas, a las que tiene que parecer una monstruosidad que el tiempo de trabajo del peón y el del arquitecto deban reconocerse como plenamente equivalentes desde el punto de vista económico.
Desgraciadamente, Marx ha puesto al paso de El Capital antes citado la pequeña breve nota: "El lector debe observar que aquí no se habla del salario o valor que el trabajador recibe, por ejemplo, por un día de trabajo, sino del valor de la mercancía en el que se objetiva su día de trabajo".[37] Marx, que parece haber previsto aquí la aparición de sus dühringes, toma él mismo precauciones para que sus citadas palabras no se apliquen siquiera al salario a pagar en la actual sociedad por un trabajo compuesto, por ejemplo. Y si el señor Dühring, no contento con hacer esa interpretación excluida por Marx, presenta además esas frases como los principios según los cuales Marx querría ver regulada la distribución en la sociedad organizada de modo socialista, comete una falsificación tan desvergonzada que sólo resulta comparable con la literatura premeditadamente difamatoria.
Pero contemplemos, a pesar de todo, con algo más de detalle la teoría de la igualdad de valor. Todo tiempo de trabajo es plenamente equivalente, el del peón al del arquitecto. Así, pues, el tiempo de trabajo, y con él el trabajo mismo, tienen un valor. Pero el trabajo es el productor de todos los valores. Él es lo único que da un valor en sentido económico a los productos naturales.
El valor mismo no es sino la expresión del trabajo humano socialmente necesario objetivado en una cosa. Por tanto, el trabajo no puede tener un valor. Hablar del valor del trabajo y querer determinarlo es lo mismo que hablar del valor del valor o del peso del peso, no de un cuerpo pesado, y querer determinarlos.
El señor Dühring se desentiende de personajes como Owen, Saint Simon y Fourier llamándolos alquimistas sociales. Al especular y fabular sobre el valor del tiempo de trabajo, es decir, del trabajo, prueba él mismo estar muy por debajo de los verdaderos alquimistas. Y ahora apréciese la osadía con la que el señor Dühring atribuye a Marx la afirmación de que el tiempo de trabajo de alguien tiene ya en sí mismo más valor que el de otra persona, lo que supone afirmar que el
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tiempo de trabajo y el trabajo tienen un valor. Eso se atribuye a Marx: a Marx, que ha sido el primero en exponer que el trabajo no puede tener ningún valor, y por qué no puede tenerlo.
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tiempo de trabajo y el trabajo tienen un valor. Eso se atribuye a Marx: a Marx, que ha sido el primero en exponer que el trabajo no puede tener ningún valor, y por qué no puede tenerlo.
La comprensión de que el trabajo no tiene valor ni puede tenerlo es de suma importancia para el socialismo, el cual se propone emancipar a la fuerza de trabajo humana de su situación de mercancía.
Al comprender eso caducan todos los intentos —heredados por el señor Dühring del espontáneo socialismo obrero— de regular la futura distribución de los medios de existencia como una especie de superior salario del trabajo. Además, de aquella comprobación se sigue la ulterior comprensión de que la distribución, en la medida en que está dominada por puntos de vista puramente económicos, se regulará por el interés de la producción, y la producción se promueve del mejor modo mediante una forma de distribución que permita a todos los miembros de la sociedad desarrollar del modo más polifacético posible sus capacidades, así como mantenerlas y ejercitarlas. Cierto que a la mentalidad del señor Dühring, heredada de la de las clases cultivadas, tiene que parecerle monstruoso que un día deje de haber peones y arquitectos de profesión, y que el hombre que durante media hora haya dado instrucciones en calidad de arquitecto pueda llevar también durante un rato la carretilla, hasta que vuelva a ser útil su actividad como arquitecto. ¡Bonito socialismo es el que eterniza la profesión de peón!
Si la equivalencia de los tiempos de trabajo quiere decir que todo trabajador produce en el mismo tiempo el mismo valor, sin necesidad de medirlo por un valor medio, entonces la afirmación es obviamente falsa.
Si la equivalencia de los tiempos de trabajo quiere decir que todo trabajador produce en el mismo tiempo el mismo valor, sin necesidad de medirlo por un valor medio, entonces la afirmación es obviamente falsa.
Ya entre dos trabajadores, incluso de la misma rama profesional, el producto valor de la hora de trabajo resultará siempre diverso en cuanto a intensidad del trabajo y habilidad; ninguna comuna económica, o, al menos, ninguna comuna económica situada en nuestro cuerpo celeste, puede eliminar ese desorden, que no lo es, naturalmente, más que para gentes à la Dühring.
¿Qué queda, pues, de esa equivalencia de todos los trabajos? Nada más que la mera frase sonora, sin más fundamento económico que la incapacidad del señor Dühring para distinguir entre determinación del valor por el trabajo y determinación del valor por el salario; nada más que el ukase, la ley básica de la nueva comuna económica: el salario debe ser igual para tiempo de trabajo igual. Los viejos obreros comunistas franceses y Weitling tenían mejores motivos para reclamar la igualdad de salario.
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¿Cómo se resuelve esta importante cuestión del salario más alto del trabajo eompuesto?
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¿Cómo se resuelve esta importante cuestión del salario más alto del trabajo eompuesto?
En la sociedad de productores privados, los particulares o las familias cargan con los costes de formación del trabajador calificado; por eso corresponde a los particulares el precio, más alto, de la fuerza de trabajo calificada: el esclavo hábil se vende más caro, y el obrero hábil cobra salario más alto.
En la sociedad organizada de un modo socialista, es la sociedad la que carga con esos costes, y por eso le pertenecen también los frutos, los valores mayores producidos por el trabajo compuesto.
El trabajador mismo no tiene derecho a reclamar más que los otros. De lo que se sigue, dicho sea incidentalmente, la práctica aplicación de que la favorita reivindicación por el obrero del "producto pleno del trabajo" tiene también sus más y sus menos.
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VII. CAPITAL Y PLUSVALIA
"El señor Marx no tiene del capital el concepto económico general, según el cual se trata de un medio de producción producido, sino que intenta descubrir una idea más especial, dialéctico histórica, que penetre en el juego de metamorfosis de los conceptos y de la historia. El capital tiene que proceder del dinero, tiene que constituir una fase histórica que empieza con el siglo XVI, señaladamente con los conatos de un mercado muudial ya supuestos en esa época. Es evidente que con esa versión del concepto se pierde el rigor del análisis económico. En tan groseras concepciones, que se proponen ser mitad lógicas y mitad históricas, aunque de hecho no son sino bastardas de fantasía histórica y lógica, se arruina la capacidad de distinción del entendimiento, junto con todo honesto uso de los conceptos", y así sigue despotricando por toda una página, declamando que "con la caracterización marxiana del concepto de capital" no se puede conseguir "en la doctrina económica rigurosa sino confusión..., ligerezas presentadas como profundas verdades lógicas..., debilidad de los fundamentos", etc.
Así, pues, según Marx, el capital ha nacido del dinero a principios del siglo XVI. Lo que es como decir que el dinero metálico ha nacido, hace sus buenos tres mil años, de las cabezas de ganado, porque en otros tiempos, y entre otras cosas, también las cabezas de ganado han desempeñado funciones de dinero. Sólo el señor Dühring es capaz de un modo de expresión tan grosero y desplazado. En la doctrina de Marx, el dinero aparece como forma última en el análisis de las formas económicas en cuyo seno tiene lugar el proceso de la circulación de mercancías. "Este último producto de la circulación de mercancías es la primera forma de manifestación del capital. Históricamente, el capital empieza en todas partes por enfrentarse con la propiedad de la tierra en la forma de dinero, como riqueza en dinero, capital mercantil y capital usurario... La misma historia se desarrolla cotidianamente ante nosotros. Todo nuevo capital aparece en primera instancia en escena
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—esto es, en el mercado, de mercancías, de trabajo o de dinero— en forma de dinero, dinero que por determinados procesos, se convertirá en capital."[38] Se trata también aquí de un hecho, y Marx lo registra. Incapaz de discutirlo, el señor Dühring lo falsea: lo afirmado sería que el capital nace del dinero.
Luego Marx estudia los procesos por los cuales el dinero se transforma en capital, y halla por de pronto que la forma en la cual el dinero circula como capital es la inversión de la forma en la cual circula como equivalente general de las mercancías. El simple propietario de mercancías vende para comprar; vende lo que no necesita, y compra lo que necesita con el dinero conseguido con la venta. El capitalista en cierne compra desde el principio algo que no necesita él mismo; compra para vender, y precisamente para vender más caro, para recuperar el valor en dinero puesto inicialmente en el negocio de compra, aumentado por nuevo dinero. Y a ese aumento llama Marx plusvalía.
¿De dónde procede esa plusvalía? No puede deberse a que el comprador compre las mercancías por debajo de su valor, ni a que el vendedor las venda por encima de él. Pues en ambos casos se igualan las ganancias y pérdidas de los individuos, en la que cada uno de ellos es alternativamente comprador y vendedor. Tampoco puede proceder de extorsiones, pues la extorsión, aunque puede sin duda enriquecer a uno a costa de otro, no puede aumentar la suma total poseída por ambos, ni tampoco, por tanto, la suma de los valores en circulación. "La totalidad de la clase capitalista de un país no puede perjudicarse a sí misma."[39]
Y, sin embargo, vemos que la totalidad de la clase capitalista de cada país se enriquece constantemente, vendiendo más caro que lo que compró, apropiándose plusvalía. Estamos, pues, como al principio: ¿de dónde procede esa plusvalía? Hay que resolver esta cuestión, y por vía puramente económica, excluyendo toda extorsión, toda inmixtión de cualquier poder. La cuestión es: ¿cómo es posible vender constantemente más caro de lo que se ha comprado, incluso admitiendo que siempre se cambien valores iguales por valores iguales?
La solución de esta cuestión es el mérito de la obra de Marx que más decisivamente ha abierto una época. Esa solución arroja una luz meridiana sobre terrenos económicos en los que antes los socialistas, igual que los economistas burgueses, tanteaban a ciegas
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en la mayor oscuridad. De esa solución data, y en torno de ella se articula, el socialismo científico.
La solución es como sigue. El aumento en valor del dinero que va a convertirse en capital no puede tener lugar en ese dinero, ni tampoco deberse a la compra, pues en ésta el dinero realiza simplemente el precio de la mercancía y, puesto que suponemos que se intercambian valores iguales, ese precio no es diverso del valor de la mercancía. Pero, por la misma razón, el aumento en valor no puede tampoco proceder de la venta de la mercancía. La transformación tiene, pues, que ocurrir con la mercancía que se compra, pero no con su valor, pues suponemos que se compra y se vende a su valor, sino con su valor de uso como tal, o sea: la modificación del valor tiene que proceder del uso de la mercancía. "Para extraer valor del uso de una mercancía, nuestro poseedor de dinero habría de tener la suerte de encontrar... en el mercado una mercancía cuyo valor de uso poseyera la peculiar constitución de ser fuente de valor, y cuyo uso real fuera, pues, objetivación de trabajo, por tanto, creación de valor. Y el propietario de dinero encuentra efectivamente en el mercado una tal mercancía específica: es la capacidad de trabajo, o fuerza de trabajo".[40] Si, como vimos, el trabajo como tal no puede tener ningún valor, éste no es en modo alguno el caso de la fuerza de trabajo. Ésta cobra un valor en cuanto que se convierte en mercancía, cosa que es hoy efectivamente, y este valor se determina "igual que el de cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para la producción, —o sea, también para la reproducción— de ese artículo concreto",[41] es decir, por el tiempo de trabajo que es necesario para la producción de los alimentos que necesita el trabajador para sostenerse en una situación de aptitud para el trabajo y para la reproducción de su especie. Supongamos que esos alimentos y medios de vida representen, un día por otro, un tiempo de trabajo de seis horas. Nuestro naciente capitalista, que compra fuerza de trabajo para tener en marcha su negocio, es decir, que contrata un obrero, paga a éste el pleno valor diario de su fuerza de trabajo al darle una suma de dinero que represente esas mismas seis horas de trabajo. En cuanto que el trabajador ha trabajado seis horas al servicio de nuestro incipiente capitalista, ha suministrado a éste el pleno contravalor de su gasto, del pago del valor diario de la fuerza de trabajo. Pero con esto el dinero no se habría convertido en capital, no habría producido ninguna plusvalía. Por eso el comprador de fuerza de trabajo tiene una idea muy distinta de la naturaleza del contrato
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concertado. El que basten seis horas de trabajo para mantener al trabajador en vida durante veinticuatro, no le impide en absoluto a éste trabajar doce de las veinticuatro horas del día. El valor de la fuerza de trabajo y su utilización en el proceso del trabajo son dos magnitudes diversas. El propietario de dinero ha pagado el valor diario de la fuerza de trabajo; por tanto, le pertenece también su uso durante el día, el trabajo diario. Y el hecho de que el valor que crea su uso durante un día sea el doble de su propio valor diario es una suerte particular del comprador, pero, según las leyes del intercambio de mercancías, no es en absoluto una injusticia contra el vendedor. Según nuestro supuesto, el trabajador cuesta, pues, diariamente al propietario de dinero el producto valor de seis horas de trabajo, pero le suministra diariamente el producto valor de doce horas de trabajo. Diferencia en favor del propietario de dinero: seis horas de plustrabajo no pagado, un plusproducto no pagado en el que está incorporado el trabajo de seis horas. Se consumó el juego de manos. Se ha creado plusvalía y el dinero se ha convertido en capital.
Al mostrar de ese modo cómo surge la plusvalía y cómo no puede producirse sino bajo el dominio de las leyes qué regulan el intercambio de mercancías, Marx puso al descubierto el mecanismo del actual modo de producción capitalista y del modo de apropiación basado en él: desveló el núcleo cristalino en torno del cual se ha depositado todo el orden social de hoy.
Esta producción de capital tiene empero un presupuesto esencial: "Para la transformación de dinero en capital, el propietario de dinero tiene que encontrar en el mercado de mercancías al trabajador libre, libre en el doble sentido de disponer, como persona libre, de su esfuerzo de trabajo como de mercancía propia, y de no tener otras mercancías que vender: en el sentido, pues, también de estar libre, desprovisto y ajeno de todas las cosas necesarias para realizar su fuerza de trabajo."[42] Pero esta relación entre propietario de dinero o mercancías, por un lado, y propietarios de nada, salvo la propia fuerza de trabajo, por otro lado, no es una relación histórico natural, ni es una relación común a todos los períodos históricos, sino que "es evidentemente ella misma resultado de una anterior evolución histórica, producto... de la desaparición de toda una serie de anteriores formaciones de la producción social".[43] Y, de hecho, este trabajador libre se nos aparece de un modo masivo por vez primera en la historia a fines del siglo XV y principios del XVI, a consecuencia de la disgregación del modo de producción
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feudal. Con esto, y con la constitución del comercio mundial y del mercado mundial, que datan de la misma época, estaba dado el fundamento sobre el cual la masa de riqueza móvil existente podía transformarse progresivamente en capital, y en dominante más o menos exclusivamente el modo de producción capitalista, orientado a la producción de plusvalía.
Hasta aquí hemos venido repasando las "groseras concepciones" de Marx, esas "bastardas de fantasía histórica y lógica" en las que "se arruina la capacidad de distinción del entendimiento, junto con todo honesto uso de los conceptos". Comparemos ahora esas "ligerezas" con las "profundas verdades lógicas" y la "cientificidad última y más rigurosa en el sentido de las disciplinas exactas", tal como nos las ofrece el señor Dühring.
Así pues, Marx "no tiene del capital el concepto económico general, según el cual se trata de un medio de producción producido"; dice más bien que una suma de valores se convierte en capital cuando se ufiliza formando plusvalía. Y ¿qué dice el señor Dühring?
El capital es un tronco de medios de poder económicos para la continuación de la producción y para obtener partes de los frutos de la fuerza de trabajo general.
Por sibilino y torturado que ello esté dicho, una cosa es segura: el tronco de medios de poder económicos puede dedicarse a continuar la producción por toda la eternidad, pero, según las palabras del mismo señor Dühring, no se convertirá en capital mientras no consiga "partes de los frutos de la fuerza de trabajo general", es decir, plusvalía o por lo menos plusproducto. El pecado que el señor Dühring reprocha a Marx, a saber, el no abrigar el concepto económico general del capital, es pecado suyo, y el además comete otro, a saber, un torpe plagio de Marx "mal disimulado" por su grandilocuente estilo.
En la página 262 se desarrolla esto más:
El capital en sentido social [el señor Dühring va a tener que descubrir un capital en sentido no social] es, en efecto, espccíficamentc distinto del mero medio de producción, pues mientras que el último tiene un carácter meramente técnico y es necesario en toda circunstancia, el primero se caracteriza por su fuerza social de apropiación y formación de participaciones. El capital social es sin duda en gran parte medio técnico de producción en su función social; pero esta función es precisamente lo que... tiene que desaparecer.
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Si consideramos que Marx precisamente ha sido el primero que ha destacado la "función social" gracias a la cual una suma de valores se convierte en capital, tiene por fuerza que "quedar pronto claro para todo observador atento de este objeto que con la caracterización marxiana del concepto de capital no se puede conseguir sino confusión" aunque no, como dice el señor Dühring, en la doctrina económica rigurosa, sino, como muestra el ejemplo, exclusivamente en la cabeza del señor Dühring, el cual ha olvidado ya en la Historia crítica lo mucho que ha asimilado de dicho concepto de capital en su Curso.
Pero el señor Dühring no se contenta con tomar de Marx, aunque en forma "depurada", su definición del capital. También tiene que seguirle en el "juego de metamorfosis de los conceptos y de la historia"; y ello a pesar de saber muy bien que de ese juego no pueden nacer más que "groseras concepciones", "ligerezas", "fragilidad de los fundamentos", etc. ¿De dónde procede esa "función social" del capital que le capacita para apropiarse los frutos del trabajo ajeno y que le diferencia propiamente del mero medio de producción?
Esa función, dice el señor Dühring, "no se basa en la naturaleza de los medios de producción ni en su imprescindibilidad técnica".
Así, pues, se ha originado históricamente, y el señor Dühring se limita a repetirnos en la página 262 lo que ya le hemos oído diez veces al explicar la génesis histórica de esa capacidad mediante la vieja aventura de los dos hombres, uno de los cuales transforma desde el comienzo de la historia sus medios de producción en capital, violentando al otro. Pero no contento con atribuir un comienzo histórico a la función social por la cual una suma de valores se convierte en capital, el señor Dühring le profetiza también un final histórico. Ella "es precisamente lo que tiene que desaparecer". En la lengua cotidiana común suele llamarse "fase histórica" a un fenómeno que aparece históricamente y desaparece del mismo modo. Así, pues, el capital es una fase histórica no sólo en Marx, sino también en el señor Dühring, lo cual nos obliga a inferir que este último opera con las categorías de los jesuitas: dos hacen lo mismo, pero no es lo mismo. Cuando Marx dice que el capital es una fase histórica, se trata de una grosera concepción, bastarda de fantasía y lógica, con la que sucumbe la capacidad de distinción junto con todo uso honesto de los conceptos. Cuando el señor Dühring presenta a su vez el capital como una fase histórica,
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ello prueba la agudeza del análisis económico y el carácter científico extremo y rigurosísimo en el sentido de las disciplinas exactas.
Mas ¿en qué se diferencia de la marxiana la idea dühringiana de capital?
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VII. CAPITAL Y PLUSVALIA
"El señor Marx no tiene del capital el concepto económico general, según el cual se trata de un medio de producción producido, sino que intenta descubrir una idea más especial, dialéctico histórica, que penetre en el juego de metamorfosis de los conceptos y de la historia. El capital tiene que proceder del dinero, tiene que constituir una fase histórica que empieza con el siglo XVI, señaladamente con los conatos de un mercado muudial ya supuestos en esa época. Es evidente que con esa versión del concepto se pierde el rigor del análisis económico. En tan groseras concepciones, que se proponen ser mitad lógicas y mitad históricas, aunque de hecho no son sino bastardas de fantasía histórica y lógica, se arruina la capacidad de distinción del entendimiento, junto con todo honesto uso de los conceptos", y así sigue despotricando por toda una página, declamando que "con la caracterización marxiana del concepto de capital" no se puede conseguir "en la doctrina económica rigurosa sino confusión..., ligerezas presentadas como profundas verdades lógicas..., debilidad de los fundamentos", etc.
Así, pues, según Marx, el capital ha nacido del dinero a principios del siglo XVI. Lo que es como decir que el dinero metálico ha nacido, hace sus buenos tres mil años, de las cabezas de ganado, porque en otros tiempos, y entre otras cosas, también las cabezas de ganado han desempeñado funciones de dinero. Sólo el señor Dühring es capaz de un modo de expresión tan grosero y desplazado. En la doctrina de Marx, el dinero aparece como forma última en el análisis de las formas económicas en cuyo seno tiene lugar el proceso de la circulación de mercancías. "Este último producto de la circulación de mercancías es la primera forma de manifestación del capital. Históricamente, el capital empieza en todas partes por enfrentarse con la propiedad de la tierra en la forma de dinero, como riqueza en dinero, capital mercantil y capital usurario... La misma historia se desarrolla cotidianamente ante nosotros. Todo nuevo capital aparece en primera instancia en escena
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—esto es, en el mercado, de mercancías, de trabajo o de dinero— en forma de dinero, dinero que por determinados procesos, se convertirá en capital."[38] Se trata también aquí de un hecho, y Marx lo registra. Incapaz de discutirlo, el señor Dühring lo falsea: lo afirmado sería que el capital nace del dinero.
Luego Marx estudia los procesos por los cuales el dinero se transforma en capital, y halla por de pronto que la forma en la cual el dinero circula como capital es la inversión de la forma en la cual circula como equivalente general de las mercancías. El simple propietario de mercancías vende para comprar; vende lo que no necesita, y compra lo que necesita con el dinero conseguido con la venta. El capitalista en cierne compra desde el principio algo que no necesita él mismo; compra para vender, y precisamente para vender más caro, para recuperar el valor en dinero puesto inicialmente en el negocio de compra, aumentado por nuevo dinero. Y a ese aumento llama Marx plusvalía.
¿De dónde procede esa plusvalía? No puede deberse a que el comprador compre las mercancías por debajo de su valor, ni a que el vendedor las venda por encima de él. Pues en ambos casos se igualan las ganancias y pérdidas de los individuos, en la que cada uno de ellos es alternativamente comprador y vendedor. Tampoco puede proceder de extorsiones, pues la extorsión, aunque puede sin duda enriquecer a uno a costa de otro, no puede aumentar la suma total poseída por ambos, ni tampoco, por tanto, la suma de los valores en circulación. "La totalidad de la clase capitalista de un país no puede perjudicarse a sí misma."[39]
Y, sin embargo, vemos que la totalidad de la clase capitalista de cada país se enriquece constantemente, vendiendo más caro que lo que compró, apropiándose plusvalía. Estamos, pues, como al principio: ¿de dónde procede esa plusvalía? Hay que resolver esta cuestión, y por vía puramente económica, excluyendo toda extorsión, toda inmixtión de cualquier poder. La cuestión es: ¿cómo es posible vender constantemente más caro de lo que se ha comprado, incluso admitiendo que siempre se cambien valores iguales por valores iguales?
La solución de esta cuestión es el mérito de la obra de Marx que más decisivamente ha abierto una época. Esa solución arroja una luz meridiana sobre terrenos económicos en los que antes los socialistas, igual que los economistas burgueses, tanteaban a ciegas
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en la mayor oscuridad. De esa solución data, y en torno de ella se articula, el socialismo científico.
La solución es como sigue. El aumento en valor del dinero que va a convertirse en capital no puede tener lugar en ese dinero, ni tampoco deberse a la compra, pues en ésta el dinero realiza simplemente el precio de la mercancía y, puesto que suponemos que se intercambian valores iguales, ese precio no es diverso del valor de la mercancía. Pero, por la misma razón, el aumento en valor no puede tampoco proceder de la venta de la mercancía. La transformación tiene, pues, que ocurrir con la mercancía que se compra, pero no con su valor, pues suponemos que se compra y se vende a su valor, sino con su valor de uso como tal, o sea: la modificación del valor tiene que proceder del uso de la mercancía. "Para extraer valor del uso de una mercancía, nuestro poseedor de dinero habría de tener la suerte de encontrar... en el mercado una mercancía cuyo valor de uso poseyera la peculiar constitución de ser fuente de valor, y cuyo uso real fuera, pues, objetivación de trabajo, por tanto, creación de valor. Y el propietario de dinero encuentra efectivamente en el mercado una tal mercancía específica: es la capacidad de trabajo, o fuerza de trabajo".[40] Si, como vimos, el trabajo como tal no puede tener ningún valor, éste no es en modo alguno el caso de la fuerza de trabajo. Ésta cobra un valor en cuanto que se convierte en mercancía, cosa que es hoy efectivamente, y este valor se determina "igual que el de cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para la producción, —o sea, también para la reproducción— de ese artículo concreto",[41] es decir, por el tiempo de trabajo que es necesario para la producción de los alimentos que necesita el trabajador para sostenerse en una situación de aptitud para el trabajo y para la reproducción de su especie. Supongamos que esos alimentos y medios de vida representen, un día por otro, un tiempo de trabajo de seis horas. Nuestro naciente capitalista, que compra fuerza de trabajo para tener en marcha su negocio, es decir, que contrata un obrero, paga a éste el pleno valor diario de su fuerza de trabajo al darle una suma de dinero que represente esas mismas seis horas de trabajo. En cuanto que el trabajador ha trabajado seis horas al servicio de nuestro incipiente capitalista, ha suministrado a éste el pleno contravalor de su gasto, del pago del valor diario de la fuerza de trabajo. Pero con esto el dinero no se habría convertido en capital, no habría producido ninguna plusvalía. Por eso el comprador de fuerza de trabajo tiene una idea muy distinta de la naturaleza del contrato
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concertado. El que basten seis horas de trabajo para mantener al trabajador en vida durante veinticuatro, no le impide en absoluto a éste trabajar doce de las veinticuatro horas del día. El valor de la fuerza de trabajo y su utilización en el proceso del trabajo son dos magnitudes diversas. El propietario de dinero ha pagado el valor diario de la fuerza de trabajo; por tanto, le pertenece también su uso durante el día, el trabajo diario. Y el hecho de que el valor que crea su uso durante un día sea el doble de su propio valor diario es una suerte particular del comprador, pero, según las leyes del intercambio de mercancías, no es en absoluto una injusticia contra el vendedor. Según nuestro supuesto, el trabajador cuesta, pues, diariamente al propietario de dinero el producto valor de seis horas de trabajo, pero le suministra diariamente el producto valor de doce horas de trabajo. Diferencia en favor del propietario de dinero: seis horas de plustrabajo no pagado, un plusproducto no pagado en el que está incorporado el trabajo de seis horas. Se consumó el juego de manos. Se ha creado plusvalía y el dinero se ha convertido en capital.
Al mostrar de ese modo cómo surge la plusvalía y cómo no puede producirse sino bajo el dominio de las leyes qué regulan el intercambio de mercancías, Marx puso al descubierto el mecanismo del actual modo de producción capitalista y del modo de apropiación basado en él: desveló el núcleo cristalino en torno del cual se ha depositado todo el orden social de hoy.
Esta producción de capital tiene empero un presupuesto esencial: "Para la transformación de dinero en capital, el propietario de dinero tiene que encontrar en el mercado de mercancías al trabajador libre, libre en el doble sentido de disponer, como persona libre, de su esfuerzo de trabajo como de mercancía propia, y de no tener otras mercancías que vender: en el sentido, pues, también de estar libre, desprovisto y ajeno de todas las cosas necesarias para realizar su fuerza de trabajo."[42] Pero esta relación entre propietario de dinero o mercancías, por un lado, y propietarios de nada, salvo la propia fuerza de trabajo, por otro lado, no es una relación histórico natural, ni es una relación común a todos los períodos históricos, sino que "es evidentemente ella misma resultado de una anterior evolución histórica, producto... de la desaparición de toda una serie de anteriores formaciones de la producción social".[43] Y, de hecho, este trabajador libre se nos aparece de un modo masivo por vez primera en la historia a fines del siglo XV y principios del XVI, a consecuencia de la disgregación del modo de producción
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feudal. Con esto, y con la constitución del comercio mundial y del mercado mundial, que datan de la misma época, estaba dado el fundamento sobre el cual la masa de riqueza móvil existente podía transformarse progresivamente en capital, y en dominante más o menos exclusivamente el modo de producción capitalista, orientado a la producción de plusvalía.
Hasta aquí hemos venido repasando las "groseras concepciones" de Marx, esas "bastardas de fantasía histórica y lógica" en las que "se arruina la capacidad de distinción del entendimiento, junto con todo honesto uso de los conceptos". Comparemos ahora esas "ligerezas" con las "profundas verdades lógicas" y la "cientificidad última y más rigurosa en el sentido de las disciplinas exactas", tal como nos las ofrece el señor Dühring.
Así pues, Marx "no tiene del capital el concepto económico general, según el cual se trata de un medio de producción producido"; dice más bien que una suma de valores se convierte en capital cuando se ufiliza formando plusvalía. Y ¿qué dice el señor Dühring?
El capital es un tronco de medios de poder económicos para la continuación de la producción y para obtener partes de los frutos de la fuerza de trabajo general.
Por sibilino y torturado que ello esté dicho, una cosa es segura: el tronco de medios de poder económicos puede dedicarse a continuar la producción por toda la eternidad, pero, según las palabras del mismo señor Dühring, no se convertirá en capital mientras no consiga "partes de los frutos de la fuerza de trabajo general", es decir, plusvalía o por lo menos plusproducto. El pecado que el señor Dühring reprocha a Marx, a saber, el no abrigar el concepto económico general del capital, es pecado suyo, y el además comete otro, a saber, un torpe plagio de Marx "mal disimulado" por su grandilocuente estilo.
En la página 262 se desarrolla esto más:
El capital en sentido social [el señor Dühring va a tener que descubrir un capital en sentido no social] es, en efecto, espccíficamentc distinto del mero medio de producción, pues mientras que el último tiene un carácter meramente técnico y es necesario en toda circunstancia, el primero se caracteriza por su fuerza social de apropiación y formación de participaciones. El capital social es sin duda en gran parte medio técnico de producción en su función social; pero esta función es precisamente lo que... tiene que desaparecer.
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Si consideramos que Marx precisamente ha sido el primero que ha destacado la "función social" gracias a la cual una suma de valores se convierte en capital, tiene por fuerza que "quedar pronto claro para todo observador atento de este objeto que con la caracterización marxiana del concepto de capital no se puede conseguir sino confusión" aunque no, como dice el señor Dühring, en la doctrina económica rigurosa, sino, como muestra el ejemplo, exclusivamente en la cabeza del señor Dühring, el cual ha olvidado ya en la Historia crítica lo mucho que ha asimilado de dicho concepto de capital en su Curso.
Pero el señor Dühring no se contenta con tomar de Marx, aunque en forma "depurada", su definición del capital. También tiene que seguirle en el "juego de metamorfosis de los conceptos y de la historia"; y ello a pesar de saber muy bien que de ese juego no pueden nacer más que "groseras concepciones", "ligerezas", "fragilidad de los fundamentos", etc. ¿De dónde procede esa "función social" del capital que le capacita para apropiarse los frutos del trabajo ajeno y que le diferencia propiamente del mero medio de producción?
Esa función, dice el señor Dühring, "no se basa en la naturaleza de los medios de producción ni en su imprescindibilidad técnica".
Así, pues, se ha originado históricamente, y el señor Dühring se limita a repetirnos en la página 262 lo que ya le hemos oído diez veces al explicar la génesis histórica de esa capacidad mediante la vieja aventura de los dos hombres, uno de los cuales transforma desde el comienzo de la historia sus medios de producción en capital, violentando al otro. Pero no contento con atribuir un comienzo histórico a la función social por la cual una suma de valores se convierte en capital, el señor Dühring le profetiza también un final histórico. Ella "es precisamente lo que tiene que desaparecer". En la lengua cotidiana común suele llamarse "fase histórica" a un fenómeno que aparece históricamente y desaparece del mismo modo. Así, pues, el capital es una fase histórica no sólo en Marx, sino también en el señor Dühring, lo cual nos obliga a inferir que este último opera con las categorías de los jesuitas: dos hacen lo mismo, pero no es lo mismo. Cuando Marx dice que el capital es una fase histórica, se trata de una grosera concepción, bastarda de fantasía y lógica, con la que sucumbe la capacidad de distinción junto con todo uso honesto de los conceptos. Cuando el señor Dühring presenta a su vez el capital como una fase histórica,
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ello prueba la agudeza del análisis económico y el carácter científico extremo y rigurosísimo en el sentido de las disciplinas exactas.
Mas ¿en qué se diferencia de la marxiana la idea dühringiana de capital?
"El capital —dice Marx— no ha inventado el plustrabajo. Siempre que una parte de la sociedad posee el monopolio de los medios de producción, el trabajador, libre o siervo, tiene que añadir al tiempo de trabajo necesario para su sustento otro tiempo de trabajo suplementario, para producir los medios de vida del propietario de los medios de producción."[44]
Así, pues, el plustrabajo, el trabajo realizado en añadido al tiempo necesario para el sustento del trabajador, y la apropiación de ese plustrabajo por otros, o sea la explotación del trabajo, es común a todas las formas de sociedad que han existido, en la medida en que se movieran en contraposiciones de clase. Pero el medio de producción no cobra, según Marx, el carácter específico de capital más que cuando el producto de ese plustrabajo asume la forma de plusvalía, cuando el propietario de los medios de producción se enfrenta con el trabajador libre —libre de ataduras sociales y exento de posesión propia— como objeto de la explotación, y le explota con el fin de producir mercancías. Y esto no ha ocurrido en grande sino desde fines del siglo XV y comienzos del XVI.
El señor Dühring, en cambio, declara capital toda suma de medios de producción que "constituya participaciones en los frutos de la fuerza de trabajo general", es decir, toda suma de medios de producción que consigan de un modo u otro plustrabajo. Con otras palabras: el señor Dühring se anexiona el plustrabajo descubierto por Marx, con objeto de liquidar la plusvalía, también descubierta por Marx, pero que evidentemente no gusta al señor Dühring. Según éste, pues, es capital sin distinción no sólo el patrimonio mueble e inmueble de los ciudadanos corintios o atenienses que producían con esclavos, sino también el del gran terrateniente romano de la época imperial, y no menos lo era el de los barones feudales de la Edad Media, en la medida en que sirvieron de un modo u otro a la producción.
Es, por tanto, el señor Dühring el que no tiene "del capital el concepto universalmente válido según el cual es medio de producción producido", sino más bien un concepto radicalmente contrapuesto que incluye incluso el medio de producción no producido, la tierra y sus fuentes de riqueza naturales. Por otra parte, la idea
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de que el capital es simplemente "medio de producción producido" no es universalmente válida sino en la economía vulgar. Fuera de ella, tan cara al señor Dühring, el "medio de producción producido" o una suma de valores en general no se convierte en capital más que por producir beneficio o interés, es decir, por apropiarse el plusproducto de trabajo no pagado en la forma dc plusvalía, y ello precisamente en esas dos formas subordinadas de la plusvalía. En este punto es del todo irrelevante el hecho de que toda la economía burguesa está presa en la idea de que la propiedad de producir beneficio o interés compete naturalmente a toda suma de valores que se utilice en condiciones normales en la producción o en el intercambio. Capital y beneficio, o capital e interés, son tan inseparables en la economía clásica, se encuentran en la misma interacción que la causa y el efecto, el padre y el hijo, el ayer y el hoy. Pero la palabra "capital", en su significación económica moderna, aparece propiamente en la época en que se presenta la cosa misma, en la que la riqueza mobiliaria va asumiendo cada vez más la función de capital, explotando el plustrabajo de trabajadores libres para producir mercancías, y el término es introducido por la primera nación de capitalistas que ha habido en la historia, los italianos de los siglos XV y XVI. Al analizar hasta el fondo el modo de apropiación característico del moderno capital, al poner el concepto de capital en armonía con los hechos históricos de los que ha sido, en última instancia, abstraído, y a los que debe su existencia, al liberar ese concepto de las representaciones oscuras y vacilantes que aún le recubrían en la economía clásica burguesa y en los socialistas anteriores, Marx precisamente ha sido el que ha procedido de ese modo científico "último y rigurosísimo" que siempre tiene en los labios el señor Dühring, y que tan sensiblemente echamos a faltar en él.
El señor Dühring, efectivamente, procede de muy otro modo. El no se contenta con condenar la exposición del capital como fase histórica por ser una "bastarda de fantasía histórica y lógica", para exponerlo a continuación él mismo como fase histórica. Además de eso, declara globalmente capital todos los medios de poder económicos, todos los medios de producción que "apropian participaciones en los frutos de la fuerza de trabajo general", o sea también la propiedad de la tierra en todas las sociedades de clase; lo cual no le impide, en el posterior curso de su exposición, separar del acostumbrado modo el capital y el beneficio de la propiedad y la renta de la tierra, ni caracterizar como capital sólo a aquellos
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medios de producción que consiguen beneficio o interés, como puede verse por extenso en las páginas 156 y siguientes del Curso. Lo mismo habría podido el señor Dühring incluir primero bajo el nombre "locomotora" también a los caballos, bueyes, asnos y perros, pues también con ellos es posible mover carruajes, y reprochar luego a los ingenieros actuales que al limitar el nombre "locomotora" a las modernas máquinas de vapor convierten todo en una fase histórica, caen en groseras concepciones, bastardas de fantasía histórica y lógica, etc.; tras de lo cual podría finalmente declarar que los caballos, los asnos, los bueyes y los perros quedan excluidos de la denominación "locomotora", la cual vale sólo para las máquinas de vapor. Todo lo cual nos obliga de nuevo a decir que precisamente con la concepción dühringiana del concepto de capital se pierde toda la agudeza del análisis y sucumbe toda capacidad de distinción, junto con el uso honesto de los conceptos, y que las concepciones groseras, la confusión, las ligerezas presentadas como profundas verdades lógicas y la fragilidad de los fundamentos florecen precisamente en su obra.
Pero todo eso no quiere decir nada. Queda, a pesar de todo, para el señor Dühring la gloria de haber descubierto el punto de apoyo en torno al cual se mueve toda la economía pasada, toda la política y todo el derecho, en una palabra: la historia entera. Helo aquí:
La violencia y el trabajo son los dos factores capitales que intervienen en la formación de las conexiones sociales.
En esa proposición yace la constitución entera del mundo económico que ha existido hasta hoy. Esa constitución es sumamente corta, y dice:
Artículo primero: el trabajo produce.
Artículo segundo: la violencia distribuye.
Y con esto termina también, "dicho humanamente y a la alemana", toda la sabiduría económica del señor Dühring.
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VIII. CAPITAL Y PLUSVALIA
(CONCLUSIÓN)
En opinión del señor Marx, el salario no representa más que el pago del tiempo de trabajo durante el cual el trabajador trabaja realmente para posibilitar la propia existencia. Bastan para ello pocas horas; toda la parte restante de la jornada de trabajo, a menudo muy larga, suministra un excedente en el que está contenido lo que nuestro autor llama "plustrabajo" y en la lengua común se llama beneficio del capital. Aparte del tiempo de trabajo contenido, ya en cualquier nivel de la producción, en los medios de trabajo y sus correspondientes materias primas, aquel excedente de la jornada de trabajo es la parte del empresario capitalista. Según esto, la prolongación de la jornada de trabajo es puro beneficio estrujado en favor del capitalista.
Según el señor Dühring, la plusvalía marxiana no será más que en lo que en la lengua común se llama beneficio del capital, o, simplemente, beneficio. Oigamos lo que dice el propio Marx. En la página 195 de El Capital, la plusvalía se ilustra por las palabras puestas entre paréntesis después de ésa: "interés, beneficio, renta".[45] En la página 210,[46] Marx da un ejemplo en el cual una plusvalía de 71 chelines aparece en sus diversas formas de distribución: diezmos, impuestos locales y estatales, 21 chelines; renta de la tierra, 28 chelines; beneficio e interés del arrendatario, 22 chelines; total de la plusvalía, 71 chelines. En la página 542, Marx califica como defecto principal de Ricardo el que éste "no expone la plusvalía en su pureza, es decir, independientemente de sus formas especiales, como beneficio, renta de la tierra, etc.", por lo que confunde inmediatamente las leyes de la tasa de plusvalía con las de la tasa de beneficio; frente a lo cual anuncia Marx: "Más tarde, en el libro tercero de este estudio, mostraré que una misma tasa de plusvalía puede expresarse en las más diversas tasas de beneficio, y que diversas tasas de plusvalía, en determinadas circunstancias pueden expresarse por la misma tasa de beneficio".
El señor Dühring, en cambio, declara capital toda suma de medios de producción que "constituya participaciones en los frutos de la fuerza de trabajo general", es decir, toda suma de medios de producción que consigan de un modo u otro plustrabajo. Con otras palabras: el señor Dühring se anexiona el plustrabajo descubierto por Marx, con objeto de liquidar la plusvalía, también descubierta por Marx, pero que evidentemente no gusta al señor Dühring. Según éste, pues, es capital sin distinción no sólo el patrimonio mueble e inmueble de los ciudadanos corintios o atenienses que producían con esclavos, sino también el del gran terrateniente romano de la época imperial, y no menos lo era el de los barones feudales de la Edad Media, en la medida en que sirvieron de un modo u otro a la producción.
Es, por tanto, el señor Dühring el que no tiene "del capital el concepto universalmente válido según el cual es medio de producción producido", sino más bien un concepto radicalmente contrapuesto que incluye incluso el medio de producción no producido, la tierra y sus fuentes de riqueza naturales. Por otra parte, la idea
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de que el capital es simplemente "medio de producción producido" no es universalmente válida sino en la economía vulgar. Fuera de ella, tan cara al señor Dühring, el "medio de producción producido" o una suma de valores en general no se convierte en capital más que por producir beneficio o interés, es decir, por apropiarse el plusproducto de trabajo no pagado en la forma dc plusvalía, y ello precisamente en esas dos formas subordinadas de la plusvalía. En este punto es del todo irrelevante el hecho de que toda la economía burguesa está presa en la idea de que la propiedad de producir beneficio o interés compete naturalmente a toda suma de valores que se utilice en condiciones normales en la producción o en el intercambio. Capital y beneficio, o capital e interés, son tan inseparables en la economía clásica, se encuentran en la misma interacción que la causa y el efecto, el padre y el hijo, el ayer y el hoy. Pero la palabra "capital", en su significación económica moderna, aparece propiamente en la época en que se presenta la cosa misma, en la que la riqueza mobiliaria va asumiendo cada vez más la función de capital, explotando el plustrabajo de trabajadores libres para producir mercancías, y el término es introducido por la primera nación de capitalistas que ha habido en la historia, los italianos de los siglos XV y XVI. Al analizar hasta el fondo el modo de apropiación característico del moderno capital, al poner el concepto de capital en armonía con los hechos históricos de los que ha sido, en última instancia, abstraído, y a los que debe su existencia, al liberar ese concepto de las representaciones oscuras y vacilantes que aún le recubrían en la economía clásica burguesa y en los socialistas anteriores, Marx precisamente ha sido el que ha procedido de ese modo científico "último y rigurosísimo" que siempre tiene en los labios el señor Dühring, y que tan sensiblemente echamos a faltar en él.
El señor Dühring, efectivamente, procede de muy otro modo. El no se contenta con condenar la exposición del capital como fase histórica por ser una "bastarda de fantasía histórica y lógica", para exponerlo a continuación él mismo como fase histórica. Además de eso, declara globalmente capital todos los medios de poder económicos, todos los medios de producción que "apropian participaciones en los frutos de la fuerza de trabajo general", o sea también la propiedad de la tierra en todas las sociedades de clase; lo cual no le impide, en el posterior curso de su exposición, separar del acostumbrado modo el capital y el beneficio de la propiedad y la renta de la tierra, ni caracterizar como capital sólo a aquellos
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medios de producción que consiguen beneficio o interés, como puede verse por extenso en las páginas 156 y siguientes del Curso. Lo mismo habría podido el señor Dühring incluir primero bajo el nombre "locomotora" también a los caballos, bueyes, asnos y perros, pues también con ellos es posible mover carruajes, y reprochar luego a los ingenieros actuales que al limitar el nombre "locomotora" a las modernas máquinas de vapor convierten todo en una fase histórica, caen en groseras concepciones, bastardas de fantasía histórica y lógica, etc.; tras de lo cual podría finalmente declarar que los caballos, los asnos, los bueyes y los perros quedan excluidos de la denominación "locomotora", la cual vale sólo para las máquinas de vapor. Todo lo cual nos obliga de nuevo a decir que precisamente con la concepción dühringiana del concepto de capital se pierde toda la agudeza del análisis y sucumbe toda capacidad de distinción, junto con el uso honesto de los conceptos, y que las concepciones groseras, la confusión, las ligerezas presentadas como profundas verdades lógicas y la fragilidad de los fundamentos florecen precisamente en su obra.
Pero todo eso no quiere decir nada. Queda, a pesar de todo, para el señor Dühring la gloria de haber descubierto el punto de apoyo en torno al cual se mueve toda la economía pasada, toda la política y todo el derecho, en una palabra: la historia entera. Helo aquí:
La violencia y el trabajo son los dos factores capitales que intervienen en la formación de las conexiones sociales.
En esa proposición yace la constitución entera del mundo económico que ha existido hasta hoy. Esa constitución es sumamente corta, y dice:
Artículo primero: el trabajo produce.
Artículo segundo: la violencia distribuye.
Y con esto termina también, "dicho humanamente y a la alemana", toda la sabiduría económica del señor Dühring.
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VIII. CAPITAL Y PLUSVALIA
(CONCLUSIÓN)
En opinión del señor Marx, el salario no representa más que el pago del tiempo de trabajo durante el cual el trabajador trabaja realmente para posibilitar la propia existencia. Bastan para ello pocas horas; toda la parte restante de la jornada de trabajo, a menudo muy larga, suministra un excedente en el que está contenido lo que nuestro autor llama "plustrabajo" y en la lengua común se llama beneficio del capital. Aparte del tiempo de trabajo contenido, ya en cualquier nivel de la producción, en los medios de trabajo y sus correspondientes materias primas, aquel excedente de la jornada de trabajo es la parte del empresario capitalista. Según esto, la prolongación de la jornada de trabajo es puro beneficio estrujado en favor del capitalista.
Según el señor Dühring, la plusvalía marxiana no será más que en lo que en la lengua común se llama beneficio del capital, o, simplemente, beneficio. Oigamos lo que dice el propio Marx. En la página 195 de El Capital, la plusvalía se ilustra por las palabras puestas entre paréntesis después de ésa: "interés, beneficio, renta".[45] En la página 210,[46] Marx da un ejemplo en el cual una plusvalía de 71 chelines aparece en sus diversas formas de distribución: diezmos, impuestos locales y estatales, 21 chelines; renta de la tierra, 28 chelines; beneficio e interés del arrendatario, 22 chelines; total de la plusvalía, 71 chelines. En la página 542, Marx califica como defecto principal de Ricardo el que éste "no expone la plusvalía en su pureza, es decir, independientemente de sus formas especiales, como beneficio, renta de la tierra, etc.", por lo que confunde inmediatamente las leyes de la tasa de plusvalía con las de la tasa de beneficio; frente a lo cual anuncia Marx: "Más tarde, en el libro tercero de este estudio, mostraré que una misma tasa de plusvalía puede expresarse en las más diversas tasas de beneficio, y que diversas tasas de plusvalía, en determinadas circunstancias pueden expresarse por la misma tasa de beneficio".
En la página 587 se lee: "El capitalista que produce la plusvalía, es decir, que
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toma directamente de los trabajadores el trabajo no pagado y lo fija en la mercancía, es ciertamente el primero en apropiárselo, pero en modo alguno el propietario último de esa plusvalía. Luego tiene que compartirla con capitalistas que cumplen otras funciones en el conjunto de la producción social, con los propietarios de la tierra, etc. Por eso la plusvalía se divide en diversas partes. Sus fragmentos corresponden a diversas categorías de personas y cobran diversas formas que son recíprocamente independientes, como el beneficio, el interés, la ganancia comercial, la renta de la tierra, etc. Hasta el tercer libro no podremos tratar estas formas modificadas de la plusvalía." Lo mismo leemos en muchos otros lugares.
Es imposible expresarse con más claridad. En toda ocasión llama Marx la atención sobre el hecho de que su plusvalía no debe confundirse con el beneficio, o ganancia del capital, y que este último es más bien una forma subordinada, y muy a menudo sólo una fracción, de la plusvalía. Y pues que el señor Dühring afirma a pesar de todo que la plusvalía marxiana es, "en la lengua común", el "beneficio del capital", y todo el libro de Marx gira en torno de este concepto, hay que concluir que no tenemos más que dos explicaciones posibles: o bien el señor Dühring lo ha entendido así, y entonces hace falta un impudor sin igual para criticar un libro cuyo contenido capital no conoce, o bien lo entiende mejor, y entonces comete una falsificación consciente.
Sigamos:
Es muy fácil de comprender el odio venenoso con que el señor Marx cultiva esta mentalidad del negocio de explotación. Pero son posibles una cólera aún más poderosa y un reconocimiento aún más pleno del carácter de explotación de la forma económica basada en el trabajo asalariado sin necesidad de aceptar la formulación teorética que se expresa en la doctrina marxiana de la plusvalía.
La bienintencionada pero teoréticamente errada formulación de Marx produce en éste un odio venenoso contra el negocio de explotación; la pasión, en sí misma moral, cobra a causa de la falsa "formulación teorética" una expresión inmoral, se manifiesta en innoble odio y en bajeza venenosa, mientras que la cientificidad última y rigurosísima del señor Dühring se manifiesta en una ética pasión de la correspondiente noble naturaleza, en una cólera que incluso por la forma es ética y cuantitativamente superior al odio venenoso, pues es una cólera más poderosa. Mientras el señor Dühring
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experimenta esa satisfacción de sí mismo, veremos cuál es el origen de tal cólera más poderosa.
Así surge —sigue diciendo— "la cuestión de cómo los empresarios concurrentes son capaces de dar al pleno producto del trabajo, y con él al plusproducto, un valor duradero tan superior a los costes naturales de producción, como muestra la aludida relación del excedente de las horas de trabajo. En la doctrina marxiana no puede encontrarse una respuesta a esa cuestión, y ello por la sencilla razón de que en dicha doctrina no puede siquiera plantearse la pregunta. Esa doctrina no percibe siquiera seriamente el carácter de lujo de la producción basada en el trabajo asalariado, no reconoce en modo alguno como fundamento último de la esclavitud blanca la constitución social con sus posiciones de explotación. Antes al contrario, según esa doctrina, lo político social tiene que explicarse por lo económico.
Hemos visto por los pasos antes citados que Marx no afirma en modo alguno que el plusproducto sea siempre y por término medio vendido a su pleno valor por el capitalista industrial que es el primero en apropiárselo, como presupone aquí el señor Dühring. Marx dice explícitamente que también la ganancia del comercio constituye una parte de la plusvalía, y esto no es posible, en las condiciones presupuestas, más que si el fabricante vende su producto al comerciante por debajo del valor, cediéndole así una parte del botín. Tal como el señor Dühring la plantea, la cuestión no podía, efectivamente, ni plantcarse siquiera a Marx. Pero la pregunta, racionalmente formulada, dice así: ¿Cómo se transforma la plusvalía en sus formas subordinadas de beneficio, interés, ganancia comercial, renta de la tierra, etc.? Y Marx promete resolver esa cuestión en el libro tercero de su obra. Pero si el señor Dühring no podía esperar a que apareciera el segundo volumen de El Capital, tenía al menos que examinar más cuidadosamente el primero. Así habría podido leer, además de los pasos citados, en la página 323,[47] por ejemplo, que, según Marx, las leyes inmanentes de la producción capitalista se imponen como leyes constrictivas de la competencia en el movimiento externo de los capitales, y que en esta forma llegan a conciencia del capitalista individual como motivos impulsores; que, por tanto, el análisis científico de la competencia no es posible más que cuando se ha entendido la naturaleza interna del capital, del mismo modo que el movimiento aparente de los cuerpos celestes no es comprensible más que para aquel que conoce su movimiento real, pero no perceptible; tras de lo cual Marx muestra con un ejemplo cómo se presenta y ejerce su fuerza impulsora una determinada ley, la del valor, en un determinado
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caso en el seno de la competencia. Ya de eso podía inferir el señor Dühring que la competencia desempeña un papel capital en la distribución de la plusvalía; con un poco de reflexión, bastan en efecto esas indicaciones del primer volumen de El Capital para comprender, al menos en sus líneas generales, la transformación de la plusvalía en sus formas subordinadas.
Pero para el señor Dühring la competencia es precisamente el obstáculo absoluto opuesto a toda comprensión. No consigue entender cómo los empresarios en competencia pueden infundir duraderamente al pleno producto del trabajo y, por tanto, al plusproducto, un valor tan superior al de los costos de producción. Aquí otra vez se ha expresado con su habitual "rigor", que es en realidad chapucería. Para Marx, el plusproducto como tal no tiene costes de producción, sino que es la parte del producto que no le cuesta nada al capitalista. Si, pues, los empresarios en competencia quisieran valorar el plusproducto según sus costes naturales de producción, tendrían que regalarlo. Pero no nos detengamos en estos "detalles micrológicos". ¿No valoran de hecho diariamente los empresarios en competencia el producto del trabajo por encima de los costes naturales de producción? Según el señor Dühring, los costes naturales de producción consisten en
el gasto de trabajo o energía, y éste puede medirse en su último fundamento por el gasto de alimentos realizados;
así, pues, en la actual sociedad, consisten en los gastos efectivamente realizados en materia prima, medios de trabajo y salario del trabajo, a diferencia de la "tributación", el beneficio, el tributo impuesto con el puñal en la mano. Es empero sabido por todo el mundo que en la sociedad en que vivimos los empresarios en competencia no venden su mercancía por los costes naturalcs de producción, sino que añaden a eso el supuesto tributo, el beneficio, y lo perciben además por regla general. La cuestión que el señor Dühring, según cree, no necesita más que plantear para derribar el entero edificio de Marx como Josué, en otro tiempo, los muros de Jericó, existe también para la teoría económica del señor Dühring. Veamos qué respuesta le da:
La propiedad de capital —dice— no tiene ningún sentido práctico, ni puede valorarse sino cuando está al mismo tiempo incluida en ella el poder indirecto sobre la materia humana. El producto de este poder es el beneficio del capital, y la magnitud de este último dependerá, consiguientemente, de la magnitud y la intensidad de este ejercicio del dominio... El beneficio
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del capital es una institución política y social, la cual obra más poderosamente que la competencia. Los empresarios obran en este aspecto como estamento, y cada uno de ellos sostiene su posición. Una vez domina el correspondiente tipo de economía, resulta ser una necesidad el que haya cierto grado de beneficio del capital.
Desgraciadamente, seguimos sin saber cómo los empresarios competidores consiguen valorar duraderamente el producto del trabajo por encima de sus costes naturales de producción. Es imposible que el señor Dühring desprecie tanto a su público como para pretender contentarle con la mera frase de que el beneficio del capital está por encima de la competencia, como en otro tiempo el rey de Prusia estaba por encima de la ley. Conocemos las maniobras por las cuales el rey de Prusia llegó a aquella posición de superioridad sobre la ley; pero las maniobras por las cuales el beneficio del capital llega a ser más fuerte que la competencia son precisamente lo que tiene que explicarnos el señor Dühring, aunque él se niega tenazmente a explicárnoslas. Pues tampoco resuelve nada el que, como él dice, los empresarios obren en este respecto como estamento, sosteniendo así al mismo tiempo cada cual su posición. Pues no es cosa de creerle sin más que basta con que cierto número de gente obre como estamento para que cada uno de ellos sostenga su posición. Los miembros de los gremios medievales y los nobles franceses en 1789 obraron, como es sabido, muy resueltamente en cuanto estamentos, pero a pesar de eso se hundieron completamente. También el ejército prusiano actuó en Jena como estamento, pero en vez de sostener su posición tuvo más bien que retirarse y hasta que capitular luego paso a paso. Tampoco puede tranquilizarnos y bastarnos la aseveración de que, una vez dominante el tipo de economía actual, resulta una necesidad que haya cierta magnitud de beneficio del capital, pues de lo que se trata es precisamente de mostrar por qué ocurre eso. Ni tampoco nos acercamos ni un paso al objetivo cuando el señor Dühring nos comunica:
El dominio del capital ha nacido y crecido como apéndice al dominio del suelo. Una parte de los campesinos siervos llegó a las ciudades y se transformó en trabajadores artesanales y, finalmente, en material de fábrica. Tras la renta de la tierra, el beneficio del capital se ha desarrollado como una segunda forma de la renta de la posesión.
Aun prescindiendo de su inexactitud histórica, esa afirmación no pasa de ser mera afirmación, y se limita a repetir con énfasis
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precisamente lo que hay que explicar y probar. Por fuerza tenemos, pues, que concluir que el señor Dühring es incapaz de dar respuesta a su propia pregunta, a saber: ¿cómo pueden los empresarios competidores infundir duraderamente al producto del trabajo un valor superior a sus costes naturales de producción? Esto quiere decir que el señor Dühring es incapaz de explicar el origen del beneficio. Por eso no le queda más recurso que decretar que el beneficio del capital es producto del poder o la violencia, lo cual, por lo demás, coincide plenamente con el artículo 2 de la constitución social dühringiana: el poder distribuye. Lo cual está ciertamente muy bien dicho; pero entonces "surge la cuestión": el poder distribuye... ¿qué? Algo tiene que haber para distribuir, porque si no ni el más omnipotente poder conseguirá, con la mejor voluntad del mundo, distribuir nada.
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toma directamente de los trabajadores el trabajo no pagado y lo fija en la mercancía, es ciertamente el primero en apropiárselo, pero en modo alguno el propietario último de esa plusvalía. Luego tiene que compartirla con capitalistas que cumplen otras funciones en el conjunto de la producción social, con los propietarios de la tierra, etc. Por eso la plusvalía se divide en diversas partes. Sus fragmentos corresponden a diversas categorías de personas y cobran diversas formas que son recíprocamente independientes, como el beneficio, el interés, la ganancia comercial, la renta de la tierra, etc. Hasta el tercer libro no podremos tratar estas formas modificadas de la plusvalía." Lo mismo leemos en muchos otros lugares.
Es imposible expresarse con más claridad. En toda ocasión llama Marx la atención sobre el hecho de que su plusvalía no debe confundirse con el beneficio, o ganancia del capital, y que este último es más bien una forma subordinada, y muy a menudo sólo una fracción, de la plusvalía. Y pues que el señor Dühring afirma a pesar de todo que la plusvalía marxiana es, "en la lengua común", el "beneficio del capital", y todo el libro de Marx gira en torno de este concepto, hay que concluir que no tenemos más que dos explicaciones posibles: o bien el señor Dühring lo ha entendido así, y entonces hace falta un impudor sin igual para criticar un libro cuyo contenido capital no conoce, o bien lo entiende mejor, y entonces comete una falsificación consciente.
Sigamos:
Es muy fácil de comprender el odio venenoso con que el señor Marx cultiva esta mentalidad del negocio de explotación. Pero son posibles una cólera aún más poderosa y un reconocimiento aún más pleno del carácter de explotación de la forma económica basada en el trabajo asalariado sin necesidad de aceptar la formulación teorética que se expresa en la doctrina marxiana de la plusvalía.
La bienintencionada pero teoréticamente errada formulación de Marx produce en éste un odio venenoso contra el negocio de explotación; la pasión, en sí misma moral, cobra a causa de la falsa "formulación teorética" una expresión inmoral, se manifiesta en innoble odio y en bajeza venenosa, mientras que la cientificidad última y rigurosísima del señor Dühring se manifiesta en una ética pasión de la correspondiente noble naturaleza, en una cólera que incluso por la forma es ética y cuantitativamente superior al odio venenoso, pues es una cólera más poderosa. Mientras el señor Dühring
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experimenta esa satisfacción de sí mismo, veremos cuál es el origen de tal cólera más poderosa.
Así surge —sigue diciendo— "la cuestión de cómo los empresarios concurrentes son capaces de dar al pleno producto del trabajo, y con él al plusproducto, un valor duradero tan superior a los costes naturales de producción, como muestra la aludida relación del excedente de las horas de trabajo. En la doctrina marxiana no puede encontrarse una respuesta a esa cuestión, y ello por la sencilla razón de que en dicha doctrina no puede siquiera plantearse la pregunta. Esa doctrina no percibe siquiera seriamente el carácter de lujo de la producción basada en el trabajo asalariado, no reconoce en modo alguno como fundamento último de la esclavitud blanca la constitución social con sus posiciones de explotación. Antes al contrario, según esa doctrina, lo político social tiene que explicarse por lo económico.
Hemos visto por los pasos antes citados que Marx no afirma en modo alguno que el plusproducto sea siempre y por término medio vendido a su pleno valor por el capitalista industrial que es el primero en apropiárselo, como presupone aquí el señor Dühring. Marx dice explícitamente que también la ganancia del comercio constituye una parte de la plusvalía, y esto no es posible, en las condiciones presupuestas, más que si el fabricante vende su producto al comerciante por debajo del valor, cediéndole así una parte del botín. Tal como el señor Dühring la plantea, la cuestión no podía, efectivamente, ni plantcarse siquiera a Marx. Pero la pregunta, racionalmente formulada, dice así: ¿Cómo se transforma la plusvalía en sus formas subordinadas de beneficio, interés, ganancia comercial, renta de la tierra, etc.? Y Marx promete resolver esa cuestión en el libro tercero de su obra. Pero si el señor Dühring no podía esperar a que apareciera el segundo volumen de El Capital, tenía al menos que examinar más cuidadosamente el primero. Así habría podido leer, además de los pasos citados, en la página 323,[47] por ejemplo, que, según Marx, las leyes inmanentes de la producción capitalista se imponen como leyes constrictivas de la competencia en el movimiento externo de los capitales, y que en esta forma llegan a conciencia del capitalista individual como motivos impulsores; que, por tanto, el análisis científico de la competencia no es posible más que cuando se ha entendido la naturaleza interna del capital, del mismo modo que el movimiento aparente de los cuerpos celestes no es comprensible más que para aquel que conoce su movimiento real, pero no perceptible; tras de lo cual Marx muestra con un ejemplo cómo se presenta y ejerce su fuerza impulsora una determinada ley, la del valor, en un determinado
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caso en el seno de la competencia. Ya de eso podía inferir el señor Dühring que la competencia desempeña un papel capital en la distribución de la plusvalía; con un poco de reflexión, bastan en efecto esas indicaciones del primer volumen de El Capital para comprender, al menos en sus líneas generales, la transformación de la plusvalía en sus formas subordinadas.
Pero para el señor Dühring la competencia es precisamente el obstáculo absoluto opuesto a toda comprensión. No consigue entender cómo los empresarios en competencia pueden infundir duraderamente al pleno producto del trabajo y, por tanto, al plusproducto, un valor tan superior al de los costos de producción. Aquí otra vez se ha expresado con su habitual "rigor", que es en realidad chapucería. Para Marx, el plusproducto como tal no tiene costes de producción, sino que es la parte del producto que no le cuesta nada al capitalista. Si, pues, los empresarios en competencia quisieran valorar el plusproducto según sus costes naturales de producción, tendrían que regalarlo. Pero no nos detengamos en estos "detalles micrológicos". ¿No valoran de hecho diariamente los empresarios en competencia el producto del trabajo por encima de los costes naturales de producción? Según el señor Dühring, los costes naturales de producción consisten en
el gasto de trabajo o energía, y éste puede medirse en su último fundamento por el gasto de alimentos realizados;
así, pues, en la actual sociedad, consisten en los gastos efectivamente realizados en materia prima, medios de trabajo y salario del trabajo, a diferencia de la "tributación", el beneficio, el tributo impuesto con el puñal en la mano. Es empero sabido por todo el mundo que en la sociedad en que vivimos los empresarios en competencia no venden su mercancía por los costes naturalcs de producción, sino que añaden a eso el supuesto tributo, el beneficio, y lo perciben además por regla general. La cuestión que el señor Dühring, según cree, no necesita más que plantear para derribar el entero edificio de Marx como Josué, en otro tiempo, los muros de Jericó, existe también para la teoría económica del señor Dühring. Veamos qué respuesta le da:
La propiedad de capital —dice— no tiene ningún sentido práctico, ni puede valorarse sino cuando está al mismo tiempo incluida en ella el poder indirecto sobre la materia humana. El producto de este poder es el beneficio del capital, y la magnitud de este último dependerá, consiguientemente, de la magnitud y la intensidad de este ejercicio del dominio... El beneficio
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del capital es una institución política y social, la cual obra más poderosamente que la competencia. Los empresarios obran en este aspecto como estamento, y cada uno de ellos sostiene su posición. Una vez domina el correspondiente tipo de economía, resulta ser una necesidad el que haya cierto grado de beneficio del capital.
Desgraciadamente, seguimos sin saber cómo los empresarios competidores consiguen valorar duraderamente el producto del trabajo por encima de sus costes naturales de producción. Es imposible que el señor Dühring desprecie tanto a su público como para pretender contentarle con la mera frase de que el beneficio del capital está por encima de la competencia, como en otro tiempo el rey de Prusia estaba por encima de la ley. Conocemos las maniobras por las cuales el rey de Prusia llegó a aquella posición de superioridad sobre la ley; pero las maniobras por las cuales el beneficio del capital llega a ser más fuerte que la competencia son precisamente lo que tiene que explicarnos el señor Dühring, aunque él se niega tenazmente a explicárnoslas. Pues tampoco resuelve nada el que, como él dice, los empresarios obren en este respecto como estamento, sosteniendo así al mismo tiempo cada cual su posición. Pues no es cosa de creerle sin más que basta con que cierto número de gente obre como estamento para que cada uno de ellos sostenga su posición. Los miembros de los gremios medievales y los nobles franceses en 1789 obraron, como es sabido, muy resueltamente en cuanto estamentos, pero a pesar de eso se hundieron completamente. También el ejército prusiano actuó en Jena como estamento, pero en vez de sostener su posición tuvo más bien que retirarse y hasta que capitular luego paso a paso. Tampoco puede tranquilizarnos y bastarnos la aseveración de que, una vez dominante el tipo de economía actual, resulta una necesidad que haya cierta magnitud de beneficio del capital, pues de lo que se trata es precisamente de mostrar por qué ocurre eso. Ni tampoco nos acercamos ni un paso al objetivo cuando el señor Dühring nos comunica:
El dominio del capital ha nacido y crecido como apéndice al dominio del suelo. Una parte de los campesinos siervos llegó a las ciudades y se transformó en trabajadores artesanales y, finalmente, en material de fábrica. Tras la renta de la tierra, el beneficio del capital se ha desarrollado como una segunda forma de la renta de la posesión.
Aun prescindiendo de su inexactitud histórica, esa afirmación no pasa de ser mera afirmación, y se limita a repetir con énfasis
pág. 211
precisamente lo que hay que explicar y probar. Por fuerza tenemos, pues, que concluir que el señor Dühring es incapaz de dar respuesta a su propia pregunta, a saber: ¿cómo pueden los empresarios competidores infundir duraderamente al producto del trabajo un valor superior a sus costes naturales de producción? Esto quiere decir que el señor Dühring es incapaz de explicar el origen del beneficio. Por eso no le queda más recurso que decretar que el beneficio del capital es producto del poder o la violencia, lo cual, por lo demás, coincide plenamente con el artículo 2 de la constitución social dühringiana: el poder distribuye. Lo cual está ciertamente muy bien dicho; pero entonces "surge la cuestión": el poder distribuye... ¿qué? Algo tiene que haber para distribuir, porque si no ni el más omnipotente poder conseguirá, con la mejor voluntad del mundo, distribuir nada.
El beneficio que se meten en el bolsillo los empresarios competidores es una cosa muy sólida y tangible. El poder puede tomarlo, pero no producirlo.
Y si ya el señor Dühring nos niega tenazmente la explicación de cómo el poder se apodera del beneficio empresarial, cuando se trata de saber de dónde saca ese beneficio, el silencio de nuestro autor es sepulcral. Donde no hay nada que distribuir, el emperador, como cualquier otro poder, pierde todo derecho. De la nada no se obtiene nada, y señaladamente no se obtiene beneficio. Si la propiedad del capital no tiene ningún sentido práctico y no es susceptible de valoración más que en la medida en que contiene en sí el poder directo sobre el material humano, entonces vuelve a surgir la pregunta triple: primero, ¿cómo consigue el patrimonio en capital ese poder? Esta cuestión no queda en absoluto resuelta con aquellas pocas afirmaciones históricas antes citadas. Segundo: ¿cómo se transforma en valoración del capital, en beneficio, aquel poder? Y, tercero, ¿de dónde toma ese beneficio?
Se tome por donde se tome, la economía dühringiana no permite dar un paso más. Para todas las desagradables cuestiones que tiene pendientes —beneficio, renta de la tierra, salarios de hambre, opresión del trabajo— tiene una sola palabra explicativa: el poder, la violencia, y otra vez el poder, y la "más poderosa cólera" del señor Dühring acaba por resolverse a su vez en cólera sobre el poder. Hemos visto, en primer lugar, que esa apelación al poder y la violencia es una torpe escapatoria, una remisión desde el terreno económico al terreno político, y que es incapaz de explicar un solo hecho económico, y segundo, que la apelación deja por explicar el origen del poder mismo, laguna, por lo demás, muy prudente,
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pues para rellenarla tendría que llegar al resultado de que toda potencia social y todo poder político tienen su origen en condiciones económicas previas, en los modos de producción e intercambio históricamente dados de cada sociedad.
Intentemos a pesar de todo arrancar al inflexible "profundo fundamentador" de la economía alguna ulterior indicación sobre el beneficio. Tal vez lo consigamos estudiando su tratamiento del salario.
En ese contexto se lee en la página 158:
El salario del trabajo es la soldada para el sustento de la fuerza de trabajo, y no interesa por de pronto sino como fundamento de la renta de la tierra y del beneficio del capital. Para aclararse definitivamente la situación que aquí impera se puede empezar por imaginar la renta de la tierra, y luego también el beneficio del capital, de un modo histórico y sin salario del trabajo, es decir, sobre la base de la esclavitud o de la servidumbre... El hecho de que haya que sustentar al esclavo o siervo, o al trabajador asalariado, no fundamenta más que una distinción en el modo de gravar los costes de producción. En cualquier caso, el producto neto conseguido mediante el aprovechamiento de la fuerza de trabajo constituye el ingreso del dueño del trabajo... De aquí se desprende que... especialmente la contraposición fundamental por la cual se tiene, por un lado, alguna clase de renta de la posesión, y, por otro, el trabajo asalariado sin posesión, no puede encontrarse exclusivamente en uno de sus miembros, sino sólo en ambos a la vez.
En la página 188 aprendemos que renta de la posesión es una expresión común para significar renta de la tierra y beneficio del capital. En la página 174 se lee:
El carácter del beneficio del capital es una apropiación de la parte principalísima del producto de la fuerza de trabajo. Es impensable sin el correlato de un trabajo sometido de un modo u otro, inmediata o mediatamente.
Y en la página 183:
El salario del trabajo "no es en ningún caso más que una soldada por la cual tienen que asegurarse en general el sustento y la capacidad de reproducción del trabajador".
Por último, en la página 195:
Lo que se adjudica a la renta de la posesión tiene que perderse para el salario del trabajo, y, a la inversa, la parte de la capacidad general de
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rendimiento (!) que llega al trabajo tiene que sustraerse a los ingresos de la posesión.
El señor Dühring nos lleva de sorpresa en sorpresa. En la teoría del valor y en los capítulos siguientes, hasta la doctrina de la competencia, incluyendo ésta misma —lo que quiere decir: desde la página 1 hasta la página 155—, los precios de las mercancías, o valores, se dividían en: 1º, costes naturales de producción, o valor de producción, es decir, las inversiones en materia prima, medios de trabajo y salario, y 2º, gravamen o valor de distribución, tributación impuesta con el puñal en la mano en favor de la clase de los monopolistas; ese gravamen, como vimos, no podía en realidad modificar en nada la distribución de las riquezas, pues tiene que devolver con una mano lo que toma con la otra; por lo demás, a juzgar por la información que el senor Dühring nos da acerca de su origen y de su contenido, ese gravamen ha nacido de la nada y consiste en nada. En los dos capítulos siguientes, que tratan de las clases de ingresos y ocupan de la página 156 a la página 217, no se dice ya una palabra de aquel gravamen. El valor de todo producto del trabajo, de toda mercancía, se divide ahora en las dos partes siguientes: primero, los costes de producción, incluido el salario del trabajo pagado, y, segundo, "el producto neto conseguido mediante el aprovechamiento de la fuerza de trabajo", el cual constituye el ingreso del dueño del trabajo. Y este producto neto tiene una fisionomía muy conocida e imposible de ocultar por ningún tatuaje ni afeite. "Para aclararse definitivamente la situación que aquí impera" basta con que el lector se imagine los pasos del señor Dühring que acabamos de citar impresos al lado de los textos antes citados de Marx sobre el plustrabajo, el plusproducto y la plusvalía, y el lector hallará en seguida que el señor Dühring está transcribiendo directamente El Capital, aunque a su manera.
Se tome por donde se tome, la economía dühringiana no permite dar un paso más. Para todas las desagradables cuestiones que tiene pendientes —beneficio, renta de la tierra, salarios de hambre, opresión del trabajo— tiene una sola palabra explicativa: el poder, la violencia, y otra vez el poder, y la "más poderosa cólera" del señor Dühring acaba por resolverse a su vez en cólera sobre el poder. Hemos visto, en primer lugar, que esa apelación al poder y la violencia es una torpe escapatoria, una remisión desde el terreno económico al terreno político, y que es incapaz de explicar un solo hecho económico, y segundo, que la apelación deja por explicar el origen del poder mismo, laguna, por lo demás, muy prudente,
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pues para rellenarla tendría que llegar al resultado de que toda potencia social y todo poder político tienen su origen en condiciones económicas previas, en los modos de producción e intercambio históricamente dados de cada sociedad.
Intentemos a pesar de todo arrancar al inflexible "profundo fundamentador" de la economía alguna ulterior indicación sobre el beneficio. Tal vez lo consigamos estudiando su tratamiento del salario.
En ese contexto se lee en la página 158:
El salario del trabajo es la soldada para el sustento de la fuerza de trabajo, y no interesa por de pronto sino como fundamento de la renta de la tierra y del beneficio del capital. Para aclararse definitivamente la situación que aquí impera se puede empezar por imaginar la renta de la tierra, y luego también el beneficio del capital, de un modo histórico y sin salario del trabajo, es decir, sobre la base de la esclavitud o de la servidumbre... El hecho de que haya que sustentar al esclavo o siervo, o al trabajador asalariado, no fundamenta más que una distinción en el modo de gravar los costes de producción. En cualquier caso, el producto neto conseguido mediante el aprovechamiento de la fuerza de trabajo constituye el ingreso del dueño del trabajo... De aquí se desprende que... especialmente la contraposición fundamental por la cual se tiene, por un lado, alguna clase de renta de la posesión, y, por otro, el trabajo asalariado sin posesión, no puede encontrarse exclusivamente en uno de sus miembros, sino sólo en ambos a la vez.
En la página 188 aprendemos que renta de la posesión es una expresión común para significar renta de la tierra y beneficio del capital. En la página 174 se lee:
El carácter del beneficio del capital es una apropiación de la parte principalísima del producto de la fuerza de trabajo. Es impensable sin el correlato de un trabajo sometido de un modo u otro, inmediata o mediatamente.
Y en la página 183:
El salario del trabajo "no es en ningún caso más que una soldada por la cual tienen que asegurarse en general el sustento y la capacidad de reproducción del trabajador".
Por último, en la página 195:
Lo que se adjudica a la renta de la posesión tiene que perderse para el salario del trabajo, y, a la inversa, la parte de la capacidad general de
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rendimiento (!) que llega al trabajo tiene que sustraerse a los ingresos de la posesión.
El señor Dühring nos lleva de sorpresa en sorpresa. En la teoría del valor y en los capítulos siguientes, hasta la doctrina de la competencia, incluyendo ésta misma —lo que quiere decir: desde la página 1 hasta la página 155—, los precios de las mercancías, o valores, se dividían en: 1º, costes naturales de producción, o valor de producción, es decir, las inversiones en materia prima, medios de trabajo y salario, y 2º, gravamen o valor de distribución, tributación impuesta con el puñal en la mano en favor de la clase de los monopolistas; ese gravamen, como vimos, no podía en realidad modificar en nada la distribución de las riquezas, pues tiene que devolver con una mano lo que toma con la otra; por lo demás, a juzgar por la información que el senor Dühring nos da acerca de su origen y de su contenido, ese gravamen ha nacido de la nada y consiste en nada. En los dos capítulos siguientes, que tratan de las clases de ingresos y ocupan de la página 156 a la página 217, no se dice ya una palabra de aquel gravamen. El valor de todo producto del trabajo, de toda mercancía, se divide ahora en las dos partes siguientes: primero, los costes de producción, incluido el salario del trabajo pagado, y, segundo, "el producto neto conseguido mediante el aprovechamiento de la fuerza de trabajo", el cual constituye el ingreso del dueño del trabajo. Y este producto neto tiene una fisionomía muy conocida e imposible de ocultar por ningún tatuaje ni afeite. "Para aclararse definitivamente la situación que aquí impera" basta con que el lector se imagine los pasos del señor Dühring que acabamos de citar impresos al lado de los textos antes citados de Marx sobre el plustrabajo, el plusproducto y la plusvalía, y el lector hallará en seguida que el señor Dühring está transcribiendo directamente El Capital, aunque a su manera.
El plustrabajo en cualquier forma, ya sea la de la esclavitud, la servidumbre o el trabajo asalariado, es, reconoce el señor Dühring, la fuente de ingresos de todas las clases dominantes que han existido: tomado del paso, ya varias veces citado, de El Capital, página 227,[48] donde se dice que el capital no ha inventado el plustrabajo, etc.
Y el "producto neto" que constituye "el ingreso del dueño del trabajo", ¿qué es, sino el excedente del producto del trabajo sobre el salario, concebido éste también por el señor Dühring, pese a su superfluo disfraz de "soldada", como lo que tiene
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que asegurar en general el sustento y la capacidad de reproducción del trabajador? ¿Cómo puede tener lugar la "apropiación de la parte principalísima del producto de la fuerza de trabajo" sino porque el capitalista, como dice Marx, arranca al trabajador más trabajo que el que es necesario para la reproducción de los alimentos consumidos por él, o sea porque el capitalista hace trabajar al obrero más tiempo del necesario para reponer el valor del salario pagado?
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que asegurar en general el sustento y la capacidad de reproducción del trabajador? ¿Cómo puede tener lugar la "apropiación de la parte principalísima del producto de la fuerza de trabajo" sino porque el capitalista, como dice Marx, arranca al trabajador más trabajo que el que es necesario para la reproducción de los alimentos consumidos por él, o sea porque el capitalista hace trabajar al obrero más tiempo del necesario para reponer el valor del salario pagado?
Así, pues, bajo el "aprovechamiento de la fuerza de trabajo", de que habla el señor Dühring, se esconde simplemente la prolongación de la jornada de trabajo más allá del tiempo necesario para la reproducción de los medios de vida del trabajador, o sea el plustrabajo de Marx, y por lo que hace al "producto neto" que beneficia al dueño del trabajo, ¿en qué puede expresarse sino en el plusproducto y la plusvalía de Marx? ¿Y en qué se diferencia de la plusvalía de Marx la renta dühringiana de la posesión sino en su inexacta formulación? Por lo demás, el señor Dühring ha tomado de Rodbertus la expresión "renta de la posesión"; Rodbertus reunía la renta de la tierra y la del capital, o beneficio, bajo la común expresión renta, de tal modo que el señor Dühring no ha tenido más que añadir "de la posesión".[*] Y para que no quede duda alguna sobre el plagio, el señor Dühring resume a su manera las leyes sobre el cambio de magnitudes del precio de la fuerza de trabajo y la plusvalía, desarrolladas por Marx en el capítulo 15 de El Capital (páginas 539 y ss.), de tal modo que lo que se adjudica a la renta de la posesión se tiene que perder para el salario, y a la inversa, reduciendo así las diversas leyes marxianas, todas muy ricas de contenido concreto, a una tautología vacía: pues es obvio que, dada una magnitud que se divide en dos partes, la una no puede aumentar sin que la otra disminuya. Y así consigue el señor Dühring consumar la apropiación de las ideas de Marx de un modo en el cual se pierde del todo la "cientificidad extrema y rigurosísima en el sentido de las disciplinas exactas", que se encuentra, desde luego, en la exposición de Marx.
No tenemos, pues, más remedio que admitir que el llamativo escándalo suscitado por el señor Dühring sobre El Capital en la Historia crítica, y señaladamente toda la polvareda que levanta con la célebre cuestión que se plantea a propósito de la plusvalía —y que más le habría valido no plantear, puesto que él mismo no es (Y ni siquiera esto, en realidad. Pues Rodbertus (Sociale Briefe, núm. 2, pág 59) dice también: "Renta es según esta [su] teoría todo ingreso sin trabajo propio, o sea meramente en base a una posesión".)
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capaz de contestarla—, se reduce todo a astucias de guerra, astutas maniobras destinadas a disimular el grosero plagio de Marx cometido en el Curso. El señor Dühring tenía, efectivamente, buenos motivos para desaconsejar al lector el estudio "del lío al que el señor Marx llama El Capital", el estudio de las bastardas hijas de la fantasía histórica y lógica, de las nebulosas concepciones, confusiones y chácharas hegelianas, etc. La peligrosa Venus contra la cual este fiel campeón Eckart pone en guardia a la juventud alemana había sido ya sigilosamente raptada por él mismo, para su propio uso, de las marxianas moradas. Felicitémosle por el producto neto que ha conseguido con este aprovechamiento de la fuerza de trabajo de Marx, y por la peculiar luz que arroja su anexión de la plusvalía de Marx, bajo el nombre de renta de la posesión, sobre los motivos de su falsa afirmación, tenazmente repetida en dos ediciones, según la cual Marx entiende por plusvalía exclusivamente el beneficio o la ganancia del capital.
Y así tenemos que describir los logros del señor Dühring con sus mismas palabras, del modo siguiente:
"En opinión del señor" Dühring, "el salario no representa más que el pago del tiempo de trabajo durante el cual el trabajador trabaja realmente para posibilitar la propia existencia. Bastan para ello pocas horas; toda la parte restante de la jornada de trabajo, a menudo muy larga suministra un excedente en el que está contenido lo que nuestro autor llama "renta de la posesión..." Aparte del tiempo de trabajo contenido, ya en cualquier nivel de la producción, en los medios de trabajo y sus correspondientes materias primas, aquel excedente de la jornada de trabajo es la parte del empresario capitalista. Según esto, la prolongación de la jornada de trabajo es puro beneficio estrujado en favor del capitalista. Es muy fácil de comprender el odio venenoso con que el señor" Dühring "cultiva esta mentalidad del negocio de explotación..."
Menos comprensible es, en cambio, cómo va a llegar el señor Dühring a su "cólera aún más poderosa".
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IX. LAS LEYES NATURALES DE LA ECONOMÍA. LA RENTA DE LA TIERRA.
Hasta el momento, y a pesar de nuestra inmejorable voluntad, no hemos podido descubrir cómo llega el señor Dühring a presentarse en el terreno de la economía
con la pretensión de un sistema nuevo, no sólo satisfactorio para la época, sino decisivo para ella.
Pero lo que no hemos conseguido ver a propósito de la teoría de la violencia, del valor y del capital, puede tal vez saltarnos a la vista con claridad meridiana al considerar las "leyes naturales de la economía nacional" establecidas por el señor Dühring. Pues, según él se expresa, con su habitual novedad y agudeza, el triunfo de la cientificidad superior consiste en llegar a las vivas comprensiones iluminadoras de la génesis, por encima de las meras descripciones y divisiones de la materia tomada como estática. Por eso el conocimiento de las leyes es el más perfecto, pues ese conocimiento muestra cómo se determina un fenómeno por otro.
Ya la primera ley natural de toda economía ha sido especialmente descubierta por el señor Dühring.
Adam Smith "no sólo ha dejado, curiosamente, de situar en cabeza el factor más importante de todo desarrollo económico, sino que ha omitido incluso completamente su formulación específica, olvidando así y rebajando involuntariamente a un papel subordinado aquella fuerza que ha impuesto su impronta al moderno desarrollo europeo". Esta "ley fundamental que hay que colocar en cabeza es la del equipamiento técnico o, como podría decirse, del armamento de la fuerza económica humana naturalmente dada".
Esta "ley fundamental" descubierta por el señor Dühring es del siguiente tenor:
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Ley núm. 1. La productividad de los medios económicos, las fuentes naturales y la fuerza humana se aumenta por los inventos y los descubrimientos.
Asombroso. El señor Dühring nos trata como aquel bromista de Moliere trató al noble de nueva leva, al que comunicó la noticia de que durante toda su vida había estado hablando en prosa sin saberlo. Sabemos hace mucho tiempo que inventos y descubrimientos aumentan en muchos casos la fuerza productiva del trabajo (y en otros muchos no, como prueba la basura de archivo de todas las oficinas de patentes del mundo); lo que debemos al señor Dühring es la enseñanza de que esta antigua trivialidad es la ley fundamental de toda la economía. Si el "triunfo de la cientificidad superior" en economía, como en filosofía, no consiste más que en dar al primer lugar común un nombre sonoro, proclamarlo ley de la naturaleza o hasta ley fundamental, entonces el "más profundo fundamentar" y la subversión de la ciencia quedan efectivamente al alcance de cualquiera, hasta de la redacción de la Volks-Zeitung berlinesa. Y entonces también nos veríamos obligados "con todo rigor" a aplicar al señor Dühring el juicio que él mismo ha emitido sobre Platón, del modo siguiente:
"Si eso se presenta como sabiduría económica, habrá que decir que el autor de" las fundamentaciones económicas "la comparte con cualquier persona movida a formular un pensamiento" —y hasta meras palabras vacías— "a propósito de alguna obvia trivialidad"
Cuando decimos, por ejemplo, "los animales comen", estamos pronunciando tranquilamente, en nuestra inocencia, una gran palabra, pues basta con que digamos que ésa es la ley fundamental de toda la vida animal para que hayamos subvertido la zoología entera.
Ley núm. 2. División del trabajo: "La separación de las ramas profesionales y la división de las actividades aumentan la productividad del trabajo."
En la medida en que esa afirmación es verdadera, es además un lugar común desde Adam Smith. En la tercera sección se mostrará la medida en que es verdadera.
Ley núm. 3. La distancia y el transporte son las causas principales por las cuales se inhibe y se promueve la colaboración de las fuerzas productivas.
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Ley núm. 4. El Estado industrial tiene incomparablemente más capacidad de población que el Estado agrícola.
Ley núm. 5. En economía no ocurre nada sin un interés material.
Esas son las "leyes naturales" en las que el señor Dühring basa su nueva economía. Sigue en esto fiel a su método, ya expuesto a propósito de la filosofía. Unas pocas trivialidades de tristísima vulgaridad, y encima mal expresadas, constituyen los axiomas, que no necesitan demostración, las proposiciones fundamentales, leyes naturales también de la economía. Con el pretexto de exponer el contenido de esas leyes vacías, se aprovecha la oportunidad para disparar una difusa charlatanería económica sobre los diversos temas cuyos nombres aparecen en las supuestas leyes, es decir, sobre inventos, división del trabajo, medios de transporte, población, interés, competencia, etc., charlatanería cuya grosera trivialidad no tiene más condimento que unas grandilocuencias sibilinas y, de vez en cuando, alguna errada concepción o enfática y fantasmal especulación acerca de heterogéneas sutilezas casuísticas. Luego se llega a la renta de la tierra, el beneficio del capital y el salario del trabajo; y como en lo que precede no hemos tratado más que las dos últimas formas de apropiación, estudiaremos ahora brevemente, para terminar, la concepción dühringiana de la renta de la tierra.
Pasaremos aquí por alto todos los puntos en los que el señor Dühring se limita a transcribir a su predecesor Carey; lo que nos interesa ahora no es Carey, ni tampoco defender la concepción ricardiana de la renta de la tierra contra las falsificaciones y las insensateces de Carey. El único que nos importa es el señor Dühring, y éste define la renta de la tierra como "el ingreso que el propietario como tal percibe de la tierra o suelo".
El señor Dühring traduce inmediatamente a términos jurídicos el concepto económico de la renta de la tierra, que es lo que tenía que aclarar, y así nos quedamos como antes. Por eso nuestro profundo fundamentador se ve obligado a dar, lo quiera o no lo quiera, otras explicaciones. Entonces compara el arriendo de un predio a un arrendatario con el préstamo de un capital a un empresario, pero se da pronto cuenta de que la comparación cojea como tantas otras.
Pues, dice, "si se quisiera seguir con la analogía, la ganancia que queda al arrendatario después de haber pagado la renta de la tierra debería corresponder al resto del beneficio del capital que queda para el empresario que trabaja con capital ajeno, una vez pagados los intereses. Mas no se está acostumbrado a considerar las ganancias del arrendatario como ingreso
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principal y la renta de la tierra como un resto... Prueba de esta diversidad de concepción es el hecho de que en la doctrina de la renta de la tierra no se segrega especialmente el caso de la gestión por cuenta propia, ni se da mucha importancia a la diferencia cuantitativa que hay entre una renta producida en arriendo y una renta producida por uno mismo. Por lo menos, nadie se ha creído obligado a dividir la renta obtenida por la propia gestión de la tierra en una parte que represente algo así como el interés del terreno y otra el beneficio del empresario. Aparte del propio capital que haya aportado el arrendatario, parece que su especial ganancia se considera en la mayoría de los casos como una especie de salario del trabajo. Aunque es discutible cuaquier cosa que se pretenda decir sobre esto, pues la cuestión no se ha planteado siquiera de este modo tan preciso. Siempre que se trata de explotaciones grandes puede apreciarse fácilmente lo inadecuado que es concebir la ganancia del arrendatario como un salario del trabajo. Pues esa ganancia se basa precisamente en la contraposición con la fuerza de trabajo campesina, cuyo aprovechamiento es lo que hace posible aquel tipo de ingresos. La ganancia del arrendatario es evidentemente una porción de la renta que se queda en las manos del arrendatario y en cuya misma medida disminuye la renta plena que el propietario conseguiría si fuera él el gestor de la explotación".
La teoría de la renta de la tierra es una parte específicamente inglesa de la economía, y tenía que serlo por fuerza, pues sólo en Inglaterra existía un modo de producción en el cual la renta se hubiera realmente separado del beneficio y del interés. En Inglaterra dominan, como es sabido, la gran propiedad territorial y las grandes explotaciones agrícolas. Los terratenientes arriendan sus tierras en grandes, y a veces grandísimos, lotes a gentes provistas del capital suficiente para su explotación y que no trabajan ellas mismas, como nuestros campesinos, sino que, como verdaderos empresarios capitalistas, utilizan el trabajo de domésticos y asalariados. Aquí tenemos, pues, las tres clases de la sociedad burguesa y el tipo de ingresos peculiar de cada una: el propietario de la tierra, que obtiene la renta de ésta; el capitalista, que obtiene el beneficio, y el trabajador, que percibe el salario. Jamás se le ha ocurrido a un economista inglés, como parece al señor Dühring, considerar la ganancia del arrendatario como una especie de salario del trabajo, y aún menos podría parecer discutible a un tal economista la afirmación de que la ganancia del arrendatario es lo que efectivamente es, indiscutible, evidente y tangiblemente, a saber, beneficio del capital. Ridícula resulta la afirmación de que no se ha planteado la cuestión de qué cosa sea la ganancia del arrendatario con la precisión debida. En Inglaterra no hace falta plantearla, pues ella, igual que la respuesta, se encuentran en los hechos mismos,
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y no ha habido jamás duda al respecto desde los tiempos de Adam Smith.
El caso de la gestión propia, como dice el señor Dühring, o de la gestión por administradores por cuenta del propietario, que es lo que por regla general ocurre realmente en Alemania, no altera en nada el fondo de la cosa. Cuando el propietario de la tierra suministra también el capital y hace administrar por cuenta propia, se mete en el bolsillo, además de la renta de la tierra, el beneficio de capital, como resulta obvio por el actual modo de producción, sin que pueda ser de otra manera. Y cuando el señor Dühring afirma que hasta el momento nadie se ha sentido movido a dividir la renta (quiere decir los ingresos) procedente de la gestión en nombre propio, afirma simplemente una falsedad y prueba en el mejor de los casos sólo su propia ignorancia. Por ejemplo:
Los ingresos derivados del trabajo se llaman salario; los que alguien obtiene por la aplicación de capital se llama beneficio...; el ingreso que procede exclusivamente de la tierra se llama renta y pertenece al propietario del suelo... Esos diversos tipos de ingresos son fáciles de distinguir cuando van a parar a personas diversas; cuando van a parar a la misma persona, se mezclan frecuentemente, por lo menos en el lenguaje cotidiano. Un terrateniente que administra por sí mismo una parte de su tierra debería percibir, una vez deducidos los gastos de administración, tanto la renta de propietario de la tierra cuanto el beneficio del arrendatario. Pero, al menos en el lenguaje común, llamará beneficio a toda su ganancia, mezclando la renta con el beneficio propiamente dicho. La mayoría de nuestros plantadores norteamericanos y de las Indias occidentales se encuentran en esta situación; los más cultivan sus propias posesiones, y por eso oímos rara vez hablar de la renta de una plantación, y se nos habla en cambio del beneficio que produce... Un hortelano que cultive con sus propias manos su huerta es en una sola persona terrateniente, arrendatario y trabajador. Por eso su producto debería suministrarle la renta del primero, el beneficio del segundo y el salario del tercero. Pero corrientemente se considera el conjunto como fruto de su trabajo; la renta y el beneficio se confunden, pues, aquí con el salario del trabajo.
Ese texto se encuentra en el capítulo sexto del libro primero de Adam Smith.[49] El caso de la gestión en nombre propio ha sido, pues, estudiado hace ya cien años, y las inseguridades y discutibilidades que tanto preocupan en este punto al señor Dühring nacen exclusivamente de su propia ignorancia.
Al final, nuestro autor escapa de su perplejidad mediante un truco audaz:
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La ganancia del arrendatario se basa en la explotación de "fuerza de trabajo campesina" y es, por lo tanto, evidentemente una "porción de renta", en la cual "se disminuye la "renta plena", la cual debería acudir propiamente al bolsillo del terrateniente.
Con esto aprendemos dos cosas. Primera, que el arrendatario "disminuye" la renta del propietario, con lo que, según el señor Dühring, y a diferencia de lo que se había pensado hasta ahora, no es el arrendatario el que paga renta al terrateniente, sino el terrateniente el que la paga al arrendatario, lo cual es ciertamente una "concepción radicalmente propia". Y, en segundo lugar, sabemos finalmente lo que el señor Dühring entiende por renta de la tierra, a saber, todo el plusproducto obtenido mediante la explotación del trabajo campesino en la agricultura. Mas como este plusproducto se ha dividido siempre hasta ahora en economía —tal vez con la excepción de algunos economistas vulgares— en renta de la tierra y beneficio del capital, nos vemos obligados a comprobar que tampoco de la renta de la tierra tiene el señor Dühring "el concepto universalmente aceptado".
Así, pues, la renta de la tierra y el beneficio del capital no se diferencian, según el señor Dühring, sino en que la primera se consigue en la agricultura, y el segundo en la industria o el comercio. El señor Dühring llega inevitablemente a esa concepción acrítica y confusa. Hemos visto ya que nuestro autor partió de la "verdadera concepción histórica" según la cual el dominio sobre la tierra está fundado exclusivamente en el dominio sobre los hombres. En cuanto que la tierra se cultiva mediante alguna forma de trabajo sometido, surge un excedente para el dueño de la misma, y ese excedente es sin más la renta, del mismo modo que el excedente del producto del trabajo sobre la ganancia atribuida al trabajo constituye en la industria el beneficio del capital.
De este modo queda claro que la renta de la tierra existe en todo tiempo y precisamente en medida considerable cuando la agricultura se ejerce mediante alguna forma de sumisión del trabajo.
Dada esa exposición de la renta como totalidad del plusproducto conseguido en la agricultura, el señor Dühring tropieza por de pronto con el beneficio del arrendatario a la inglesa y, por otra parte, con la división de aquel plusproducto en renta de la tierra y beneficio del arrendatario, división presente en toda la economía clásica y tomada de aquella situación; con esto se encuentra ante
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la concepción pura y precisa de la renta. ¿Qué hace entonces? Hace como si no supiera una sola palabra de la división del plusproducto agrícola en beneficio del arrendatario y renta de la tierra, es decir, de toda la teoría de la renta de la economía clásica; como si jamás hasta ahora se hubiera planteado "de ese modo tan preciso" en toda la economía la cuestión de qué es propiamente el beneficio del arrendatario; como si se tratara de un tema hasta ahora no investigado en absoluto y del que no se conocieran más que apariencias e inseguridades. Y huye de la terrible Inglaterra, donde el plusproducto de la agricultura, sin intervención de ninguna escuela teorética, se encuentra despiadadamente dividido en sus componentes, renta de la tierra y beneficio del capital, para refugiarse en su queridísimo ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano, en el que florece patriarcalmente la autogestión, y la opinión de los señores Junker sobre la renta se presenta aún con la pretension de ser decisiva para la ciencia, por lo que el señor Dühring puede todavía esperar que conseguirá deslizarse con su confusión de conceptos sobre la renta y el beneficio, y hasta hallar quien preste fe a su novísimo descubrimiento de que no es el arrendatario el que paga la renta al terrateniente, sino éste el que la paga a aquél.
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X. DE LA "HISTORIA CRITICA"
Echemos, por último, un vistazo a la Historia crítica de la economía nacional, esa "empresa" que, como dice el propio señor Dühring, "carece totalmente de predecesores". Tal vez acabemos por hallar aquí aquella cientificidad última y rigurosísima tantas veces prometida.
El señor Dühring rodea de grandes aspavientos el descubrimiento de que la "doctrina económica" es "un fenómeno enormemente moderno" (pág. 12).
Efectivamente, se lee en El Capital de Marx: "La economía política... como ciencia sustantiva, aparece en el período manufacturero".[50]
No tenemos, pues, más remedio que admitir que el llamativo escándalo suscitado por el señor Dühring sobre El Capital en la Historia crítica, y señaladamente toda la polvareda que levanta con la célebre cuestión que se plantea a propósito de la plusvalía —y que más le habría valido no plantear, puesto que él mismo no es (Y ni siquiera esto, en realidad. Pues Rodbertus (Sociale Briefe
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capaz de contestarla—, se reduce todo a astucias de guerra, astutas maniobras destinadas a disimular el grosero plagio de Marx cometido en el Curso. El señor Dühring tenía, efectivamente, buenos motivos para desaconsejar al lector el estudio "del lío al que el señor Marx llama El Capital", el estudio de las bastardas hijas de la fantasía histórica y lógica, de las nebulosas concepciones, confusiones y chácharas hegelianas, etc. La peligrosa Venus contra la cual este fiel campeón Eckart pone en guardia a la juventud alemana había sido ya sigilosamente raptada por él mismo, para su propio uso, de las marxianas moradas. Felicitémosle por el producto neto que ha conseguido con este aprovechamiento de la fuerza de trabajo de Marx, y por la peculiar luz que arroja su anexión de la plusvalía de Marx, bajo el nombre de renta de la posesión, sobre los motivos de su falsa afirmación, tenazmente repetida en dos ediciones, según la cual Marx entiende por plusvalía exclusivamente el beneficio o la ganancia del capital.
Y así tenemos que describir los logros del señor Dühring con sus mismas palabras, del modo siguiente:
"En opinión del señor" Dühring, "el salario no representa más que el pago del tiempo de trabajo durante el cual el trabajador trabaja realmente para posibilitar la propia existencia. Bastan para ello pocas horas; toda la parte restante de la jornada de trabajo, a menudo muy larga suministra un excedente en el que está contenido lo que nuestro autor llama "renta de la posesión..." Aparte del tiempo de trabajo contenido, ya en cualquier nivel de la producción, en los medios de trabajo y sus correspondientes materias primas, aquel excedente de la jornada de trabajo es la parte del empresario capitalista. Según esto, la prolongación de la jornada de trabajo es puro beneficio estrujado en favor del capitalista. Es muy fácil de comprender el odio venenoso con que el señor" Dühring "cultiva esta mentalidad del negocio de explotación..."
Menos comprensible es, en cambio, cómo va a llegar el señor Dühring a su "cólera aún más poderosa".
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IX. LAS LEYES NATURALES DE LA ECONOMÍA. LA RENTA DE LA TIERRA.
Hasta el momento, y a pesar de nuestra inmejorable voluntad, no hemos podido descubrir cómo llega el señor Dühring a presentarse en el terreno de la economía
con la pretensión de un sistema nuevo, no sólo satisfactorio para la época, sino decisivo para ella.
Pero lo que no hemos conseguido ver a propósito de la teoría de la violencia, del valor y del capital, puede tal vez saltarnos a la vista con claridad meridiana al considerar las "leyes naturales de la economía nacional" establecidas por el señor Dühring. Pues, según él se expresa, con su habitual novedad y agudeza, el triunfo de la cientificidad superior consiste en llegar a las vivas comprensiones iluminadoras de la génesis, por encima de las meras descripciones y divisiones de la materia tomada como estática. Por eso el conocimiento de las leyes es el más perfecto, pues ese conocimiento muestra cómo se determina un fenómeno por otro.
Ya la primera ley natural de toda economía ha sido especialmente descubierta por el señor Dühring.
Adam Smith "no sólo ha dejado, curiosamente, de situar en cabeza el factor más importante de todo desarrollo económico, sino que ha omitido incluso completamente su formulación específica, olvidando así y rebajando involuntariamente a un papel subordinado aquella fuerza que ha impuesto su impronta al moderno desarrollo europeo". Esta "ley fundamental que hay que colocar en cabeza es la del equipamiento técnico o, como podría decirse, del armamento de la fuerza económica humana naturalmente dada".
Esta "ley fundamental" descubierta por el señor Dühring es del siguiente tenor:
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Ley núm. 1. La productividad de los medios económicos, las fuentes naturales y la fuerza humana se aumenta por los inventos y los descubrimientos.
Asombroso. El señor Dühring nos trata como aquel bromista de Moliere trató al noble de nueva leva, al que comunicó la noticia de que durante toda su vida había estado hablando en prosa sin saberlo. Sabemos hace mucho tiempo que inventos y descubrimientos aumentan en muchos casos la fuerza productiva del trabajo (y en otros muchos no, como prueba la basura de archivo de todas las oficinas de patentes del mundo); lo que debemos al señor Dühring es la enseñanza de que esta antigua trivialidad es la ley fundamental de toda la economía. Si el "triunfo de la cientificidad superior" en economía, como en filosofía, no consiste más que en dar al primer lugar común un nombre sonoro, proclamarlo ley de la naturaleza o hasta ley fundamental, entonces el "más profundo fundamentar" y la subversión de la ciencia quedan efectivamente al alcance de cualquiera, hasta de la redacción de la Volks-Zeitung berlinesa. Y entonces también nos veríamos obligados "con todo rigor" a aplicar al señor Dühring el juicio que él mismo ha emitido sobre Platón, del modo siguiente:
"Si eso se presenta como sabiduría económica, habrá que decir que el autor de" las fundamentaciones económicas "la comparte con cualquier persona movida a formular un pensamiento" —y hasta meras palabras vacías— "a propósito de alguna obvia trivialidad"
Cuando decimos, por ejemplo, "los animales comen", estamos pronunciando tranquilamente, en nuestra inocencia, una gran palabra, pues basta con que digamos que ésa es la ley fundamental de toda la vida animal para que hayamos subvertido la zoología entera.
Ley núm. 2. División del trabajo: "La separación de las ramas profesionales y la división de las actividades aumentan la productividad del trabajo."
En la medida en que esa afirmación es verdadera, es además un lugar común desde Adam Smith. En la tercera sección se mostrará la medida en que es verdadera.
Ley núm. 3. La distancia y el transporte son las causas principales por las cuales se inhibe y se promueve la colaboración de las fuerzas productivas.
pág. 218
Ley núm. 4. El Estado industrial tiene incomparablemente más capacidad de población que el Estado agrícola.
Ley núm. 5. En economía no ocurre nada sin un interés material.
Esas son las "leyes naturales" en las que el señor Dühring basa su nueva economía. Sigue en esto fiel a su método, ya expuesto a propósito de la filosofía. Unas pocas trivialidades de tristísima vulgaridad, y encima mal expresadas, constituyen los axiomas, que no necesitan demostración, las proposiciones fundamentales, leyes naturales también de la economía. Con el pretexto de exponer el contenido de esas leyes vacías, se aprovecha la oportunidad para disparar una difusa charlatanería económica sobre los diversos temas cuyos nombres aparecen en las supuestas leyes, es decir, sobre inventos, división del trabajo, medios de transporte, población, interés, competencia, etc., charlatanería cuya grosera trivialidad no tiene más condimento que unas grandilocuencias sibilinas y, de vez en cuando, alguna errada concepción o enfática y fantasmal especulación acerca de heterogéneas sutilezas casuísticas. Luego se llega a la renta de la tierra, el beneficio del capital y el salario del trabajo; y como en lo que precede no hemos tratado más que las dos últimas formas de apropiación, estudiaremos ahora brevemente, para terminar, la concepción dühringiana de la renta de la tierra.
Pasaremos aquí por alto todos los puntos en los que el señor Dühring se limita a transcribir a su predecesor Carey; lo que nos interesa ahora no es Carey, ni tampoco defender la concepción ricardiana de la renta de la tierra contra las falsificaciones y las insensateces de Carey. El único que nos importa es el señor Dühring, y éste define la renta de la tierra como "el ingreso que el propietario como tal percibe de la tierra o suelo".
El señor Dühring traduce inmediatamente a términos jurídicos el concepto económico de la renta de la tierra, que es lo que tenía que aclarar, y así nos quedamos como antes. Por eso nuestro profundo fundamentador se ve obligado a dar, lo quiera o no lo quiera, otras explicaciones. Entonces compara el arriendo de un predio a un arrendatario con el préstamo de un capital a un empresario, pero se da pronto cuenta de que la comparación cojea como tantas otras.
Pues, dice, "si se quisiera seguir con la analogía, la ganancia que queda al arrendatario después de haber pagado la renta de la tierra debería corresponder al resto del beneficio del capital que queda para el empresario que trabaja con capital ajeno, una vez pagados los intereses. Mas no se está acostumbrado a considerar las ganancias del arrendatario como ingreso
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principal y la renta de la tierra como un resto... Prueba de esta diversidad de concepción es el hecho de que en la doctrina de la renta de la tierra no se segrega especialmente el caso de la gestión por cuenta propia, ni se da mucha importancia a la diferencia cuantitativa que hay entre una renta producida en arriendo y una renta producida por uno mismo. Por lo menos, nadie se ha creído obligado a dividir la renta obtenida por la propia gestión de la tierra en una parte que represente algo así como el interés del terreno y otra el beneficio del empresario. Aparte del propio capital que haya aportado el arrendatario, parece que su especial ganancia se considera en la mayoría de los casos como una especie de salario del trabajo. Aunque es discutible cuaquier cosa que se pretenda decir sobre esto, pues la cuestión no se ha planteado siquiera de este modo tan preciso. Siempre que se trata de explotaciones grandes puede apreciarse fácilmente lo inadecuado que es concebir la ganancia del arrendatario como un salario del trabajo. Pues esa ganancia se basa precisamente en la contraposición con la fuerza de trabajo campesina, cuyo aprovechamiento es lo que hace posible aquel tipo de ingresos. La ganancia del arrendatario es evidentemente una porción de la renta que se queda en las manos del arrendatario y en cuya misma medida disminuye la renta plena que el propietario conseguiría si fuera él el gestor de la explotación".
La teoría de la renta de la tierra es una parte específicamente inglesa de la economía, y tenía que serlo por fuerza, pues sólo en Inglaterra existía un modo de producción en el cual la renta se hubiera realmente separado del beneficio y del interés. En Inglaterra dominan, como es sabido, la gran propiedad territorial y las grandes explotaciones agrícolas. Los terratenientes arriendan sus tierras en grandes, y a veces grandísimos, lotes a gentes provistas del capital suficiente para su explotación y que no trabajan ellas mismas, como nuestros campesinos, sino que, como verdaderos empresarios capitalistas, utilizan el trabajo de domésticos y asalariados. Aquí tenemos, pues, las tres clases de la sociedad burguesa y el tipo de ingresos peculiar de cada una: el propietario de la tierra, que obtiene la renta de ésta; el capitalista, que obtiene el beneficio, y el trabajador, que percibe el salario. Jamás se le ha ocurrido a un economista inglés, como parece al señor Dühring, considerar la ganancia del arrendatario como una especie de salario del trabajo, y aún menos podría parecer discutible a un tal economista la afirmación de que la ganancia del arrendatario es lo que efectivamente es, indiscutible, evidente y tangiblemente, a saber, beneficio del capital. Ridícula resulta la afirmación de que no se ha planteado la cuestión de qué cosa sea la ganancia del arrendatario con la precisión debida. En Inglaterra no hace falta plantearla, pues ella, igual que la respuesta, se encuentran en los hechos mismos,
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y no ha habido jamás duda al respecto desde los tiempos de Adam Smith.
El caso de la gestión propia, como dice el señor Dühring, o de la gestión por administradores por cuenta del propietario, que es lo que por regla general ocurre realmente en Alemania, no altera en nada el fondo de la cosa. Cuando el propietario de la tierra suministra también el capital y hace administrar por cuenta propia, se mete en el bolsillo, además de la renta de la tierra, el beneficio de capital, como resulta obvio por el actual modo de producción, sin que pueda ser de otra manera. Y cuando el señor Dühring afirma que hasta el momento nadie se ha sentido movido a dividir la renta (quiere decir los ingresos) procedente de la gestión en nombre propio, afirma simplemente una falsedad y prueba en el mejor de los casos sólo su propia ignorancia. Por ejemplo:
Los ingresos derivados del trabajo se llaman salario; los que alguien obtiene por la aplicación de capital se llama beneficio...; el ingreso que procede exclusivamente de la tierra se llama renta y pertenece al propietario del suelo... Esos diversos tipos de ingresos son fáciles de distinguir cuando van a parar a personas diversas; cuando van a parar a la misma persona, se mezclan frecuentemente, por lo menos en el lenguaje cotidiano. Un terrateniente que administra por sí mismo una parte de su tierra debería percibir, una vez deducidos los gastos de administración, tanto la renta de propietario de la tierra cuanto el beneficio del arrendatario. Pero, al menos en el lenguaje común, llamará beneficio a toda su ganancia, mezclando la renta con el beneficio propiamente dicho. La mayoría de nuestros plantadores norteamericanos y de las Indias occidentales se encuentran en esta situación; los más cultivan sus propias posesiones, y por eso oímos rara vez hablar de la renta de una plantación, y se nos habla en cambio del beneficio que produce... Un hortelano que cultive con sus propias manos su huerta es en una sola persona terrateniente, arrendatario y trabajador. Por eso su producto debería suministrarle la renta del primero, el beneficio del segundo y el salario del tercero. Pero corrientemente se considera el conjunto como fruto de su trabajo; la renta y el beneficio se confunden, pues, aquí con el salario del trabajo.
Ese texto se encuentra en el capítulo sexto del libro primero de Adam Smith.[49] El caso de la gestión en nombre propio ha sido, pues, estudiado hace ya cien años, y las inseguridades y discutibilidades que tanto preocupan en este punto al señor Dühring nacen exclusivamente de su propia ignorancia.
Al final, nuestro autor escapa de su perplejidad mediante un truco audaz:
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La ganancia del arrendatario se basa en la explotación de "fuerza de trabajo campesina" y es, por lo tanto, evidentemente una "porción de renta", en la cual "se disminuye la "renta plena", la cual debería acudir propiamente al bolsillo del terrateniente.
Con esto aprendemos dos cosas. Primera, que el arrendatario "disminuye" la renta del propietario, con lo que, según el señor Dühring, y a diferencia de lo que se había pensado hasta ahora, no es el arrendatario el que paga renta al terrateniente, sino el terrateniente el que la paga al arrendatario, lo cual es ciertamente una "concepción radicalmente propia". Y, en segundo lugar, sabemos finalmente lo que el señor Dühring entiende por renta de la tierra, a saber, todo el plusproducto obtenido mediante la explotación del trabajo campesino en la agricultura. Mas como este plusproducto se ha dividido siempre hasta ahora en economía —tal vez con la excepción de algunos economistas vulgares— en renta de la tierra y beneficio del capital, nos vemos obligados a comprobar que tampoco de la renta de la tierra tiene el señor Dühring "el concepto universalmente aceptado".
Así, pues, la renta de la tierra y el beneficio del capital no se diferencian, según el señor Dühring, sino en que la primera se consigue en la agricultura, y el segundo en la industria o el comercio. El señor Dühring llega inevitablemente a esa concepción acrítica y confusa. Hemos visto ya que nuestro autor partió de la "verdadera concepción histórica" según la cual el dominio sobre la tierra está fundado exclusivamente en el dominio sobre los hombres. En cuanto que la tierra se cultiva mediante alguna forma de trabajo sometido, surge un excedente para el dueño de la misma, y ese excedente es sin más la renta, del mismo modo que el excedente del producto del trabajo sobre la ganancia atribuida al trabajo constituye en la industria el beneficio del capital.
De este modo queda claro que la renta de la tierra existe en todo tiempo y precisamente en medida considerable cuando la agricultura se ejerce mediante alguna forma de sumisión del trabajo.
Dada esa exposición de la renta como totalidad del plusproducto conseguido en la agricultura, el señor Dühring tropieza por de pronto con el beneficio del arrendatario a la inglesa y, por otra parte, con la división de aquel plusproducto en renta de la tierra y beneficio del arrendatario, división presente en toda la economía clásica y tomada de aquella situación; con esto se encuentra ante
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la concepción pura y precisa de la renta. ¿Qué hace entonces? Hace como si no supiera una sola palabra de la división del plusproducto agrícola en beneficio del arrendatario y renta de la tierra, es decir, de toda la teoría de la renta de la economía clásica; como si jamás hasta ahora se hubiera planteado "de ese modo tan preciso" en toda la economía la cuestión de qué es propiamente el beneficio del arrendatario; como si se tratara de un tema hasta ahora no investigado en absoluto y del que no se conocieran más que apariencias e inseguridades. Y huye de la terrible Inglaterra, donde el plusproducto de la agricultura, sin intervención de ninguna escuela teorética, se encuentra despiadadamente dividido en sus componentes, renta de la tierra y beneficio del capital, para refugiarse en su queridísimo ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano, en el que florece patriarcalmente la autogestión, y la opinión de los señores Junker sobre la renta se presenta aún con la pretension de ser decisiva para la ciencia, por lo que el señor Dühring puede todavía esperar que conseguirá deslizarse con su confusión de conceptos sobre la renta y el beneficio, y hasta hallar quien preste fe a su novísimo descubrimiento de que no es el arrendatario el que paga la renta al terrateniente, sino éste el que la paga a aquél.
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X. DE LA "HISTORIA CRITICA"
Echemos, por último, un vistazo a la Historia crítica de la economía nacional, esa "empresa" que, como dice el propio señor Dühring, "carece totalmente de predecesores". Tal vez acabemos por hallar aquí aquella cientificidad última y rigurosísima tantas veces prometida.
El señor Dühring rodea de grandes aspavientos el descubrimiento de que la "doctrina económica" es "un fenómeno enormemente moderno" (pág. 12).
Efectivamente, se lee en El Capital de Marx: "La economía política... como ciencia sustantiva, aparece en el período manufacturero".[50]
Y en la Contribución a la crítica de la economía política, página 29, se lee que "la economía política clásica... empieza en Inglaterra con William Petty, en Francia con Boisguillebert, y termina en Inglaterra con Ricardo, y en Francia con Sismondi".
El señor Dühring sigue esta vía que encuentra trazada, con la diferencia de que la economía superior empieza para él con las lamentables inmundicias que ha dado a luz la ciencia burguesa una vez extinguido su período clásico. Nuestro autor, en cambio, exclama triunfalmente, y con todo derecho, al final de su introducción:
Y si esta empresa carece totalmente de precursores ya en sus características externamente perceptibles y en la nueva mitad de su contenido, ella me pertenece aún mucho más y característicamente por sus puntos de vista críticos internos y por su punto de vista general. (Página 9.)
Pues, efectivamente, el señor Dühring habría podido anunciar su "empresa" (la expresión industrial no está mal elegida), tanto por su aspecto externo como por su aspecto interno, con el título: El Único y su propiedad.[51]
Y si esta empresa carece totalmente de precursores ya en sus características externamente perceptibles y en la nueva mitad de su contenido, ella me pertenece aún mucho más y característicamente por sus puntos de vista críticos internos y por su punto de vista general. (Página 9.)
Pues, efectivamente, el señor Dühring habría podido anunciar su "empresa" (la expresión industrial no está mal elegida), tanto por su aspecto externo como por su aspecto interno, con el título: El Único y su propiedad.[51]
Dado que la economía política, tal como ha aparecido históricamente, no es de hecho más que la comprensión científica de la economía del período de producción capitalista, en los escritores de la antigua sociedad griega, por ejemplo, no pueden encontrarse
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proposiciones y teoremas al respecto más que en la medida en que son comunes a ambas sociedades algunos fenómenos, como la producción de mercancías, el comercio, el dinero, el capital que produce intereses, etc. Cada vez que los griegos hacen ocasionales excursiones por este terreno, muestran en él la misma genialidad y originalidad que les caracteriza en todos. Por eso sus concepciones constituyen históricamente los puntos de partida teoréticos de la ciencia moderna. Oigamos ahora al señor Dühring como historiador universal.
Según esto, no habría propiamente (!) que recordar absolutamente nada positivo, por lo que hace a la teoría económica científica, de la Antigüedad, y la Edad Media, totalmente acientífica, aún ofrece menos motivo para ello" [¡menos motivo para no decir nada!]. Pero como al amaneramiento que consiste en afectar vanidosamente la aparieneia de erudición ha deteriorado el carácter puro de la ciencia moderna, habrá que aducir por lo menos como indicación algunos ejemplos.
Y el señor Dühring aporta entonces ejemplos de una crítica que realmente está libre incluso de toda "apariencia de erudición".
La frase de Aristóteles según la cual doble es el uso de todo bien: el uno es propio de la cosa como tal, y el otro no, como, por ejemplo, de una sandalia, el servir para calzar y para el trueque; ambos son usos de la sandalia, pues también el que la cambia por algo de que carece, dinero o alimento, utiliza la sandalia como sandalia; pero no en su uso natural, pues la sandalia no existe por el trueque, no sólo está, según el señor Dühring, "dicha muy trivial y pedantemente", sino que, además, los que descubren en ese texto una "distinción entre valor de uso y valor de cambio" cometen la "humorada" de olvidar que el valor de uso y el valor de cambio han cuajado en "tiempos recentísimos" y "en el marco del sistema más adelantado", que es, naturalmente, el del propio señor Dühring.
También se ha querido descubrir en el escrito de Platón sobre el Estado... el moderno capítulo de la división económico nacional del trabajo
Esto se refiere probablemente al paso del capítulo XII, 5, de El Capital, página 369 de la tercera edición,[52] en el que, en realidad, se establece, por el contrario, que la visión de la división del trabajo propia de la Antigüedad clásica se encuentra "en la más radical contraposición" con la moderna. La exposición de la división del
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trabajo por Platón, genial para su época, no merece del señor Dühring más que cejas fruncidas y nariz arrugada; Platón la expone como fundamento espontáneo de la ciudad (que para el griego era lo mismo que el Estado). La razón del desprecio es que Platón no cita —¡pero lo hace el griego Jenofonte, señor Dühring!—[53] la "frontera" que pone la extensión del mercado en cada caso a la ulterior ramificación de las profesiones y a la división técnica de las operaciones especiales; la idea de esta frontera es aquel conocimiento con el cual se convierte finalmente en una verdad económica de importancia un concepto que en otro caso apenas si puede llamarse científico.
El "profesor" Roscher, tan despreciado también por el senor Dühring, ha trazado efectivamente esa "frontera" con la cual la idea de la división del trabajo se hace finalmente "científica", y por eso también ha considerado explícitamente a Adam Smith como descubridor de la ley de la división del trabajo. En una sociedad en la cual la producción de mercancías es la forma dominante de la producción, "el mercado" —por hablar esta vez según la manera del señor Dühring— ha sido una "frontera" muy conocida siempre por las "gentes de negocios". Pero hace falta más que "el saber y el instinto de la rutina" para comprender que no ha sido el mercado el que ha creado la división capitaiista del trabajo, sino que, a la inversa, la disolución de antiguas conexiones sociales y la subsiguiente división del trabajo son las que han creado el mercado capitalista. (Véase El Capital, I, capítulo XXIV, 5: El establecimiento del mercado interno para el capital industrial.)
El papel del dinero ha sido en todo tiempo el primer estímulo capital de los pensamientos económicos (!). Mas, ¿qué sabía de ese papel un Aristóteles? Sólo, evidentemente, lo contenido en la idea de que el intercambio por la mediación del dinero ha seguido al intercambio natural primitivo.
Pero si "un" Aristóteles se permite a pesar de todo descubrir las dos diversas formas de circulación del dinero, aquella en la cual actúa como mero medio de circulación, y aquella en la cual actúa como capital dinero,[54]
entonces no hace más que expresar, según el señor Dühring, "una antipatía moral".
Y cuando "un" Aristóteles llega a la osadía de querer analizar el dinero en su "papel" de medida del valor,[55] y hasta llega a
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formular efectivamente de un modo correcto este problema tan decisivo para la teoría del dinero, entonces "un" Dühring prefiere silenciar totalmente, y por muy sólidos, secretos motivos, tan condenable audacia.
Resultado final: en la imagen que proporciona la "indicación" dühringiana, la Antigüedad griega no presenta, efectivamente, más que "vulgarísimas ideas" (pág. 25), admitiendo que tales "tonterías" (pág. 19) tengan aún algo que ver con ideas, vulgares o no.
Por lo que hace al capítulo del señor Dühring sobre el mercantilismo vale más leerlo en el "original", es decir, en el Sistema nacional de F. List, capítulo 29, "El sistema industrial, erróneamente llamado mercantil por la escuela". Lo cuidadosamente que sabe evitar también aquí el señor Dühring toda "apariencia de erudición" puede verse, entre otras cosas, por lo siguiente:
En su capítulo 28, "Los economistas italianos", dice List:
Italia ha precedido a todas las naciones modernas, en la teoría de la economía política igual que en su práctica. y cita entonces como primera obra sobre economía política escrita en Italia el escrito de Antonio Serra, de Nápoles, sobre los medios para procurar a los reinos abundancia de oro y de plata (1613).
El señor Dühring acepta satisfecho esa indicación y puede consiguientemente considerar el Breve trattato de Serra como una especie de inscripción situada en la puerta de la moderna prehistoria de la economía.
A esta "charlatanería literaria" se reduce su consideración del Breve trattato. Desgraciadamente, en la realidad las cosas pasaron de otro modo, y en 1609, es decir, cuatro años antes del Breve trattato, publicó Thomas Mun A Discourse of Trade, etc. Este escrito tiene además ya en su primera edición la significación específica de orientarse contra el primitivo sisterna monetario, aún defendido entonces en Inglaterra como práctica estatal; ese trabajo representa, pues, la consciente autoseparación del sistema mercantilista respecto del que le engendró. Ya en su primera versión tuvo el libro varias ediciones y ejerció una influencia directa en la legislacion inglesa. En la edición de 1664, totalmente revisada por el autor y publicada después de su muerte con el título de Englands Treasure, etc.,
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el libro fue durante cien años más el evangelio mercantilista. Si, pues, el mercantilismo tiene alguna obra que haya hecho época y esté "como una especie de inscripción" en su puerta, se trata de la obra de Mun, y precisamente el libro ni siquiera existe en la "historia atentamente observadora de las relaciones de jerarquía" que profesa el señor Dühring.
Del fundador de la moderna economía política, Petty, nos comunica el señor Dühring que
poseyó "una buena cantidad de pensamiento ligero", y careció de "sensibilidad para las distinciones íntimas y finas de los conceptos"..., tuvo una "versatilidad que conoce muchas cosas, pero pasa de una a otra con ligero pie, sin echar en ningún pensamiento raíces profundas"... Petty "procede aún muy groseramente desde el punto de vish de la economía nacional", y "llega a ingenuidades cuyo contraste... puede entretener de vez en cuando al pensador más serio".
Es, pues, una condescendencia imposible de sobrestimar la que tiene el "más serio pensador" señor Dühring al consentir dar noticia de "un Petty". Y ¿cómo lo hace?
Las frases de Petty sobre "el trabajo, y hasta el tiempo de trabajo, como medida del valor, de lo que se encuentran en su obra... indicios imperfectos", no vuelven a citarse salvo en esa breve indicación. Indicios imperfectos. En su Treatise on Taxes and Contribution (primera edición, 1662), Petty da un análisis plenamente claro y correcto de la magnitud de valor de las mercancías. Al exponerla de un modo intuitivo basándose en la equivalencia de metales nobles y trigo que cuesten la misma cantidad de trabajo, Petty enuncia la primera y última palabra "teorética" sobre el valor de los metales nobles. Pero también dice en términos claros y generales que los valores de las mercancías se miden por el trabajo igual (equal labour). Luego aplica su descubrimiento a la solución de diversos problemas, algunos muy complicados, e infiere repetidamente, en diversas ocasiones y diversos escritos, importantes consecuencias de la proposición principal, incluso en ocasiones en que no vuelve a formularla. Ya en su primer trabajo dice:
Afirmo que esto [la valoración por trabajo igual] es el fundamento de la compensación de los valores; pero reconozco que de la posterior construcción y en sus aplicaciones prácticas hay muchas cosas varias y complicadas.[56]
Así, pues, Petty ve con la misma claridad la importancia de su descubrimiento y la dificultad de su aplicación en detalle. Por eso intenta también otro camino para ciertas finalidades de detalle.
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Así, por ejemplo, sostiene que hay que encontrar una relación natural de igualdad (a natural par) entre la tierra y el trabajo, de modo que pueda expresarse arbitrariamente el valor "en cada uno de ellos o, aún mejor, en los dos".
Hasta esta falsa ruta es genial.
En cambio, el señor Dühring opone a la teoría del valor de Petty la siguiente aguda observación:
Si hubiera pensado más agudamente, no sería posible encontrar en otros lugares de su obra indicios de una concepción opuesta, de los que ya antes hemos hablado, es decir, de los que "antes" no se ha dicho más que en esos "indicios" son "imperfectos". Este es un procedimiento muy característico del señor Dühring: "antes" alude a algo con una frase vacía, y "después" hace creer al lector que ya "antes" se le ha dado conocimiento de la cosa principal, por debajo de la cual se escurre en realidad, antes y después, nuestro autor.
En Adam Smith, ciertamente, se encuentran no sólo "indicios" de "concepciones contrapuestas" del valor, y no sólo dos, sino hasta tres, e incluso, tomando la cosa muy comineramente, hasta cuatro concepciones del valor crasamente contrapuestas, las cuales discurren pacíficamente juntas y una tras otra. Y lo que era natural en el fundador de la economía política, el cual se ve obligado a tantear, experimentar, a luchar con un caos de ideas que está sólo empezando a tomar forma, puede ya sorprender en un escritor que puede reunir y revisar investigaciones realizadas en más de siglo y medio, cuando sus resultados han pasado ya en parte de los libros a la consciencia general. O, por pasar de lo grande a lo pequeño: como hemos visto, el mismo señor Dühring nos ofrece también cinco especies diversas de valor, para que elijamos a nuestro gusto, y con ellas, naturalmente, otras tantas concepciones contrapuestas. Cierto: "si hubiera pensado más agudamente", no habría necesitado tanto trabajo para llevar al lector desde la concepción del valor de Petty, completamente clara, hasta la más completa confusión.
Un trabajo de Petty verdaderamente redondo, fundido en una pieza, es su Quantulumcunque concerning Money, publicado en 1682, diez años después de su Anatomy of Ireland (la cual apareció "por vez primera" en 1672, y no en 1691, como copia el señor Dühring de las "más accesibles compilaciones de manual"). Los
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últimos rastros de concepciones mercantilistas que se encuentran en otros escritos suyos han desaparecido completamente en éste. Es por su contenido y por su forma una pequeña obra maestra, razón por la cual el señor Dühring no cita siquiera su título. Es muy normal que frente al investigador económico más genial y original, la mediocridad pedantemente hinchada no sepa sino gruñir su disgusto y su escándalo porque los luminosos chispazos teoréticos no se presentan orgullosamente en fila como "axiomas" ya listos, sino que surgen dispersamente por la profundización en "groseros" materiales prácticos, como los impuestos.
El señor Dühring procede con la fundación de la "aritmética política", vulgo estadística, de Petty igual que con sus trabajos propiamente económicos. El señor Dühring se encoge despectivamente de hombros ante la extravagancia de los métodos utilizados por Petty. Mas ante los grotescos métodos que el mismo Lavoisier empleó cien años después en ese campo, y teniendo en cuenta la gran distancia a que aún hoy se encuentra la estadística del objetivo que le señaló Petty con su poderoso y ambicioso esquema, la satisfecha pedantería del señor Dühring aparece ahora, doscientos años post festum, en toda su desnuda necedad.
Las principales ideas de Petty, de las que se recoge realmente poquísimo en la "empresa" del señor Dühring, son, según éste, meras ocurrencias sueltas, casualidades del pensamiento, manifestaciones ocasionales a las que en nuestro tiempo se ha atribuido una significación que en sí misma no tienen, citándolas con abstracción de su contexto; esas ideas no desempeñan, por tanto, ningún papel en la real historia de la economía política, sino sólo en libros modernos que se encuentran por debajo del nivel de la crítica radical y de la "historiografía de gran estilo" del señor Dühring. Este parece haber pensado, al empezar su "empresa", en un público lector dotado de la fe del carbonero y nunca dispuesto a exigir la prueba de las afirmaciones. Volveremos a hablar de esto (a propósito de Locke y de North), pero ahora tenemos que contemplar brevemente lo que ocurre con Boisguillebert y Law.
Por lo que hace al primero destacaremos el único descubrimiento propio del señor Dühring. Este ha descubierto una relación entre Boisguillebert y Law, desconocida hasta el momento. Boisguillebert afirma, en efecto, que los metales nobles podrían sustituirse por dinero crédito (un morceau de papier), o dinero fiduciario, en las normales funciones de dinero que desempeñan en el marco de la circulación de las mercancías.[57] Law, en cambio,
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se imagina que un "aumento" cualquiera de esos "pedazos de papel" aumenta la riqueza de una nación. De esto infiere el señor Dühring que la "concepción" de Boisguillebert "contiene ya una nueva versión del mercantilismo", es decir, la de Law. Y lo demuestra con meridiana claridad:
Bastaba exclusivamente con atribuir a los simples "pedacitos de papel" el mismo cometido que deben desempeñar los metales nobles, para tener con eso una metamorfosis del mercantilismo.
Del mismo modo puede realizarse sin más la metamorfosis de un tío en una tía. Cierto que el señor Dühring añade para limitar la cosa: "Por lo demás, Boisguillebert no tenía esa intención."
Naturalmente, señor mío: ¿cómo iba a tener la intención de sustituir su concepción racionalista del papel de los metales nobles como dinero por la supersticiosa concepción de los mercantilistas, sin más razón que la sustituibilidad, por él afirmada, de los metales nobles en aquella función por el papel?
Y el señor Dühring continúa con su seria comicidad:
A pesar de todo, puede reconocerse que nuestro autor ha conseguido aquí y allá alguna observación realmente acertada. (Página 83.)
Respecto de Law, el señor Dühring consigue exclusivamente la siguiente "observación realmente acertada":
Tampoco Law, como se comprende, ha conseguido nunca extirpar totalmente el fundamento último [a saber, "la base de los metales nobles"], pero ha llevado la emisión de papel hasta el extremo, esto es, hasta el hundimiento mismo del sistema. (Página 94.)
Pero, en realidad, las mariposas de papel, meros signos del dinero, debían revolotear por entre el público no para "extirpar" la base de metales nobles, sino para traspasarla de los bolsillos del público a las vacías arcas del estado.
Para volver a Petty y al papel poco glorioso que le hace desempeñar el señor Dühring en la historia de la economía, oiremos por de pronto lo que nos dice sobre los sucesores inmediatos de Petty, Locke y North. El mismo año de 1691 aparecieron las Considerations on Lowering of Interest and Raising of Money de Locke y los Discourses upon Trade de North.
Lo que [Locke] escribió sobre el interés y la moneda no se sale del marco de las reflexiones corrientes bajo el dominio del mercantilismo e inspiradas por los acontecimientos de la vida del Estado. (Página 64.)
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Con esto tiene que quedar completamente claro para el lector de esta "información" por qué el Lowering of Interest de Locke tuvo en la segunda mitad del siglo XVIII tan importante influencia en la economía política de Francia e Italia, y ello en diversas direcciones.
Más de un hombre de negocios había pensado igual [que Locke] sobre la libertad de la tasa de interés, y también el desarrollo de la situación real suscitaba la tendencia a considerar ineficaz cualquier obstaculización o limitación del interés. En un época en la que un Dudley North podía escribir sus Discourses upon Trade con la tendencia al librecambio, tenían que estar ya en el aire, por así decirlo, muchas cosas que bastan para que la oposición teorética contra las limitaciones del interés no resulte nada inaudito. (Página 64.)
Locke, pues, tenía que meditar las ideas de tal o cual "hombre de negocios" de su época, o bien sorber mucho de lo que en su tiempo estaba "como en el aire", para poder teorizar y no tener que decir nada "inaudito" sobre la libertad de la tasa de interés. Pero el hecho es que ya en 1662, en su Treatise on Taxes and Contributions, Petty había contrapuesto el interés como renta del dinero, al que llamamos usura (rent of money which we call usure), a la renta de la tierra y el suelo (rent of land and houses), y había adoctrinado a los terratenientes —que querían refrenar legalmente no la renta de la tierra, pero sí la del dinero— sobre la vanidad y la esterilidad de dictar leyes civiles positivas contra la ley de la naturaleza (the vanity and fruitlessness of making civil positive law against the law of nature). Por eso declara en su Quantulumcungue (1682) que la regulación legal del interés es tan necia como una regulación de la exportación de los metales nobles o de la cotización de los títulos cambiarios. Y en el mismo escrito dice lo decisivo sobre el raising of money (el intento, por ejemplo, de dar a medio chelín el nombre de un chelín por el procedimiento de acuñar una onza de plata en el doble número de chelines).
Por lo que hace al último punto, Locke y North se limitan casi a copiarle. Mas, respecto del interés, Locke continúa el paralelo de Petty entre el interés del dinero y la renta de la tierra, mientras que North contrapone generalmente el interés como renta del capital (rent of stock) a la renta de la tierra, y los lores del stock a los lores de la tierra. Locke recoge con limitaciones la libertad del interés exigida por Petty; North la recoge en términos absolutos.
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El señor Dühring se supera a sí mismo cuando, actuando como mercantilista aún más impenitente, aunque en sentido "más sutil", liquida los Discourses upon Trade de Dudley North con la observación de que están escritos "con la tendencia al librecambio". Es como decir de Harvey que ha escrito "con la tendencia a la circulación de la sangre". El escrito de North, prescindiendo ahora de sus demás méritos, es una discusión clásica, consecuente y sin reservas, de la doctrina librecambista, tanto por lo que respecta al tráfico interior como por lo que hace al exterior. En el año 1691 la cosa era, desde luego, bastante "inaudita".
Aparte de eso, el señor Dühring informa a su lector de que North fue "un comerciante", y una mala persona, y que su escrito "no consiguió el aplauso de nadie". ¡Y sólo faltaba eso! ¡Que ese escrito hubiera conseguido "aplauso" en tiempos de la victoria definitiva del proteccionismo aduanero en Inglaterra, y con la gentuza entonces dominante! Pero ello no impidió que el libro tuviera efectos teoréticos inmediatos, comprobables en toda una serie de trabajos económicos aparecidos en Inglaterra inmediatamente después que el suyo, algunos aún en el siglo XVIII.
Locke y North nos han suministrado la prueba de cómo los primeros y audaces pasos que Petty dio en casi todas las esferas de la economía política fueron recogidos por sus sucesores ingleses y ulteriormente elaborados separadamente. Las huellas de este proceso durante el período que va desde 1691 hasta 1752 se imponen ya al observador más superficial por el hecho de que todos los escritos económicos de importancia pertenecientes al período enlazan con Petty de un modo positivo o negativo. Por eso este período, lleno de cabezas originales, es el más importante para el estudio de la progresiva gestación de la economía política. La "historiografía de gran estilo" que reprocha a Marx, como pecado imperdonable, el dar tanta importancia a Petty y a los escritores de aquel período, suprime el período mismo de la historia. Salta inmediatamente desde Locke, North, Boisguillebert y Law hasta los fisiócratas, y luego presenta en la entrada del templo auténtico de la economía política... a David Hume. Con permiso del señor Dühring restableceremos el orden cronológico y volveremos a poner, como es natural, a Hume antes que los fisiócratas.
Los Essays económicos de Hume aparecieron en 1752. En los ensayos Of Money, Of the balance of Trade, Of Commerce, que constituyen una unidad, Hume sigue paso a paso, y a menudo incluso en pequeñas manías, el Money answers all things de Jacob
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Vanderlint Londres, 1734. Por desconocido que sea este Vanderlint para el señor Dühring, el hecho es que aún se le cita en escritos económicos ingleses hacia fines del siglo XVIII, es decir, ya en la época post-smithiana.
Al igual que Vanderlint, Hume trata el dinero como mero signo del valor; copia casi literalmente de Vanderlint (y esto es importante, porque habría podido tomar también de otros muchos escritos la teoría del signo del valor) el argumenta que explica por que la balanza comercial no puede estar constantemente contra o en favor de un país; enseña, como Vanderlint, el equilibrio de las balanzas, el cual se establecería de un modo natural, según las diversas posiciones económicas de los distintos países; predica el librecambio, también como Vanderlint, aunque menos audaz y consecuentemente; destaca con Vanderlint, aunque más opacamente, el papel de las necesidades como impulsoras de la producción; sigue a Vanderlint en el error de atribuir al dinero bancario y a todo papel valor público una determinada influencia en los precios de las mercancías; rechaza con Vanderlint el dinero fiduciario; piensa como Vanderlint, que los precios de las mercancías dependen del precio del trabajo, es decir, del salario; le copia incluso en la manía de que el atesoramiento mantiene los precios bajos, etc. El señor Dühring había ya gruñido mucho, en su sibilino estilo, sobre la incomprensión de la teoría del dinero de Hume por parte de otros, y señaladamente había aludido muy amenazadoramente a Marx, el cual, por si todo ello fuera poco, ha hablado en El Capital subversivamente, de las secretas conexiones de Hume con Vanderlint y con J. Massie, del que aún no hemos dicho nada.
Lo de la incomprensión es como sigue. Por lo que hace a la real teoría del dinero de Hume, según la cual el dinero es mero signo del valor y, por tanto, si no cambian las demás circunstancias, los prccios de las mercancías suben en la misma proporción en que aumenta la masa de dinero en circulación, y bajan en la misma proporción en que esa masa disminuye,[58] el señor Dühring tiene que limitarse, incluso con la mejor voluntad, a repetir lo que han dicho sus equivocados predecesores, aunque lo haga con el luminoso estilo que le es propio. Hume, en cambio, una vez establecida dicha teoría, se objeta a sí mismo (como ya antes había hecho Montesquieu, partiendo de los mismos presupuestos),
que es "seguro" que desde el descubrimicnto de las minas americanas "la industria ha aumentado en todas las naciones de Europa excepto en la de
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los propietarios de esas minas" y que esto "entre otras cosas, es efecto del aumento de oro y plata".
Hume explica el fenómeno diciendo que "aunque el alto precio de las mercancías es una consecuencia necesaria del aumento de oro y plata, no se sigue de todos modos inmediatamente de dicho aumento, sino que requiere algún tiempo hasta que el dinero circula por todo el estado y realiza sus efectos en todas las capas de la población". Y en ese interludio obra benéficamente sobre la industria y el comercio.
Al final de la discusión, Hume nos dice también por qué ocurre eso, aunque su explicación es mucho más unilateral que las de varios de sus predecesores y contemporáneos:
Es fácil seguir al dinero en su progreso por toda la comunidad, y al hacerlo encontraremos que el dinero tiene que estimular la aplicación de todo el mundo antes de aumentar el precio del trabajo.
Dicho de otro modo: Hume está describiendo el efecto de una revolución en el valor de los metales nobles, y precisamente una depreciación, o, lo que equivale a lo mismo, una revolución en el criterio de medida del valor de los metales nobles. Hume establece correctamente que, en el paulatino curso de compensación de los valores de las mercancías, esa depreciación no "aumenta el precio del trabajo", vulgo salario, sino en última instancia, o sea que aumenta el beneficio de los comerciantes e industriales, "estimula la aplicación", a costa de los trabajadores (cosa que le parece muy oportuna). Pero Hume no se plantea siquiera la cuestión propiamente científica a saber: si un aumento de los metales nobles, mantenidos al mismo valor, influye sobre los precios de las mercancías, y, en caso afirmativo, en qué medida influye , y confunde todo "aumento de los metales nobles" con su depreciación. Hume hace, pues, exactamente lo que Marx dice que hace (en la Contribución a la crítica, etc., pág. 173). Aún volveremos a tocar de paso este punto, pero ahora vamos a atender al essay de Hume sobre el "interest".
Toda la argumentación explícitamente dirigida por Hume contra Locke y según la cual el interés no está regulado por la masa del dinero presente, sino por la tasa de beneficio, y todas sus demás explicaciones sobre las causas que determinan que la tasa de interés sea alta o baja, se encuentran, mucho más exacta y menos elegantemente, en un escrito aparecido en 1750, dos años antes del essay
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de Hume: An Essay on the Governing Causes of the Natural Rate of Interest, wherein the sentiments of Sir W. Petty and Mr. Locke, on that head, are considered. Su autor es J. Massie, un escritor activo en diversos campos y, como resulta de la literatura inglesa de la época, también muy leído. La explicación de la tasa de interés por Adam Smith se parece más a la de Massie que a la de Hume. Ambos, Massie y Hume, lo ignoran todo y no dicen nada de la naturaleza del "beneficio" que en ambos desempeña cierta función.
"En general —sermonea el señor Dühring— se ha partido de prejuicios en la estimación de Hume, y se le han atribuido ideas que él no abrigaba."
Es cierto que el propio señor Dühring nos da más de un ejemplo característico de este "método".
Así, por ejemplo, el ensayo de Hume sobre el interés empieza con las siguientes palabras:
Con razón no hay nada que se tenga por señal tan segura del floreciente estado de una nación como la modestia de la tasa de interés; aunque yo creo que la causa de ello es diversa de la que corrientemente se supone.
Ya en su primera frase, pues, aduce Hume la opinión de que una tasa de interés baja es la señal más segura de la floreciente situación de una nación, presentándola como un lugar común que ya en su tiempo era trivial. Y, efectivamente, esta "idea" había tenido sus buenos cien años para llegar a ser corriente y callejera. En cambio
"La idea principal que hay que destacar de sus opiniones [las de Hume] sobre la tasa de interés es que ésta es para él el verdadero barómetro de la situación [¿de qué situación?] y que su pequeñez es señal casi infalible del florecimiento de una nación." (Pág. 130.)
¿Quién es el "preso en prejuicios" que así habla? El señor Dühring.
Esto, por cierto, provoca en nuestro crítico historiador un ingenuo asombro: que, al descubrir una determinada idea afortunada, Hume "no se presente siquiera como descubridor de la misma". Ello, desde luego, no le habría ocurrido al señor Dühring.
Hemos visto que Hume identifica todo aumento de los metales nobles con el aumento de los mismos acompañado de su depreciación, de una revolución en su propio valor, es decir, en la medida del valor de las mercancías. Esta confusión era inevitable para
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Hume, que carecía de toda comprensión de la función de los metales nobles como medida del valor. Y no podía tener esa comprensión porque tampoco sabía una palabra del valor mismo. El término "valor" aparece quizá una sola vez en sus escritos, y ello precisamente para estropear el error de Locke, según el cual los metales nobles sólo tienen "un valor imaginario", diciendo que dichos metales tienen "principalmente un valor ficticio".
En este punto anda Hume muy por debajo no sólo de Petty, sino también de varios de sus contemporáneos ingleses. El mismo "atraso" manifiesta cuando celebra, aún al modo antiguo, al "comerciante" como motor principal de la producción, cosa que ya había superado cumplidamente Petty. Y por lo que hace a la categórica afirmación del señor Dühring, según la cual Hume se ha ocupado de "las relaciones económicas fundamentales", basta traer a colación el escrito de Cantillon citado por Adam Smith (y aparecido, como los ensayos de Hume, en 1752,[59] pero muchos años después de la muerte de su autor), para asombrarse de la estrechez de horizonte de los trabajos económicos de Hume. Como se ha dicho,[60] Hume es respetable también en el terreno de la economía política —y a pesar de la patente que le extiende el señor Dühring—, pero no es en él en ningún modo un investigador original, ni menos un autor que haya hecho época. La influencia de sus ensayos de economía en los círculos cultivados de su tiempo se debió no sólo a la excelente exposición, sino también, y aún mucho más, a que eran una magnificación progresista y optimista de la industria y el comercio entonces florecientes en Inglaterra, o sea de la socicdad capitalista que entonces se imponía rápidamente: en ella tenían por fuerza que encontrar "aplauso". Baste sobre esto una fugaz indicación. Es sabido que, precisamente en tiempos de Hume, la masa del pueblo inglés combatió apasionadamente el sistema de impuestos indirectos utilizado sistemáticamcnte por el malfamado Robert Walpole para beneficiar a los terratenientes y a los ricos en general. En el ensayo sobre los impuestos (Of Taxes), en el que, sin nombrarle, Hume polemiza con su hombre de confianza y siempre presente, Vanderlint, que era el mayor enemigo de los impuestos indirectos y el más resuelto abanderado de la imposición de la tierra, podemos leer:
"Ellos [los impuestos sobre el consumo] tendrían que ser en realidad muy fuertes, y estar puestos muy sin razón, para que el trabajador no fuera capaz de pagarlos mediante un aumento de su aplicación y de su espíritu de ahorro, sin aumentar el precio de su trabajo."[61]
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Da la impresión de estar oyendo al propio Robert Walpole, sobre todo si se añade a eso el paso del ensayo sobre el "crédito público" en el cual, refiriéndose a la dificultad de una imposición de los acreedores del Estado, Hume dice:
La disminución de sus ingresos no quedará disimulada por la apariencia de ser una mera partida de los impuestos indirectos o de los derechos aduaneros.
Como no podía menos de ocurrir en un escocés, la admiración de Hume por la actividad económica burguesa era todo lo contrario que platónica. Pobre de nacimiento, Hume llegó a contar con unos ingresos anuales de un redondo, redondísimo millar de libras. Y como no se trata de Petty, el señor Dühring lo expresa profundamente diciendo
Gracias a una buena economía privada, y partiendo de medios muy limitados, Hume había llegado a una posición en la que no tenía que escribir al dictado de nadie.
Y por lo que hace a la ulterior afirmación del señor Dühring, que Hume "no hizo nunca la menor concesión a la influencia de los partidos, de los príncipes o de las universidades", es sin duda cierto que no tenemos la menor prueba de que Hume se haya asociado literariamente nunca con un "Wagener",[62] pero sí sabemos que fue un inflexible partidario de la oligarquía whig, que glorificó la "Iglesia y el Estado" y que, como pago de ese servicio, consiguió primero el cargo de secretario de embajada en París y luego el cargo, mucho más importante y rentable, de subsecretario de Estado.
"Políticamente era y fue siempre Hume conservador y de mentalidad rígidamente monárquica. Por eso los partidarios de la Iglesia de la época no le atacaron tan violentamente como a Gibbon", dice el viejo Schlosser.[63]
"Este egoísta Hume, ese falsificador de la historia", retrata a los monjes ingleses como gordos individuos sin mujer ni familia que viven de la mendicidad; "pero él no tuvo nunca familia ni mujer, y era también un mozo bastante gordo, cebado en considerable medida con dineros públicos que no había merecido por ningún servicio realmente prestado al público", dice Cobbett,[64] "groseramente" plebeyo. "En el tratamiento práctico de la vida", Hume "supera en mucho a un Kant en direcciones esenciales" dice el señor Dühring.
Pero ¿por qué se concede a Hume en la Historia crítica un lugar tan exagerado? Simplemente, porque este "serio y sutil pensador"
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tiene el honor de representar el Dühring del siglo XVIII. Pues al modo como Hume sirve de prueba de que "la creación de toda esta rama de la ciencia [la economía] ha sido obra de la filosofía más ilustrada", así el antecedente de Hume da la mejor garantía de que toda esa rama de la ciencia va a encontrar su culminación visible por ahora en este hombre fenomenal que ha subvertido la filosofía simplemente "más ilustrada" para hacer de ella la filosofía de la realidad, cuya luminosidad es absoluta, y en el cual, como en Hume, cosa, por cierto, sin ejemplo hasta ahora en tierra alemana..., se encuentran apareados el cultivo de la filosofía en sentido estricto y el esfuerzo científico en economía.
Y así encontramos a Hume, que, en definitiva, resulta respetable también como economista, hinchado hasta presentarse como estrella económica de primera magnitud, cuya importancia ha sido ignorada hasta ahora por aquella misma envidia que también está silenciando tenazmente los logros "que hacen época" del señor Dühring.
Como es sabido, la escuela fisiocrática nos ha legado, con el cuadro o Tableau économique de Quesnay, un enigma que ha resultado demasiado duro de roer para todos los críticos e historiadores de la economía hasta el presente. Este Tableau, que se proponía visualizar la representación fisiocrática de la producción y la circulación de la riqueza total de un país, ha sido en realidad una cosa bastante oscura para la posteridad de los economistas. El señor Dühring va a encender también a su propósito la luz definitiva.
Lo que "pretende significar" esta "representación económica de las relaciones de la producción y la distribución por Quesnay mismo, dice el señor Dühring, no puede precisarse sin "analizar antes exactamente los peculiares conceptos que dirigen su concepción". Y ello tanto más cuanto que hasta ahora dichos conceptos han sido expuestos con una "vacilante imprecisión", de modo que ni siquiera en la obra de Adam Smith pueden "reconocerse sus rasgos esenciales".
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El señor Dühring va a terminar para siempre con esa "frívola información" tradicional. Y a continuación se burla cumplidamente de su lector durante sus buenas cinco páginas, cinco páginas en las cuales hinchados giros de todas clases, constantes repeticiones y calculados desórdenes sirven para disimular el hecho decisivo de que el señor Dühring no sabe comunicar acerca de los "conceptos que dirigen la concepción de Quesnay" sino apenas lo que contienen las "más corrientes compilaciones de manual" contra las cuales pone en guardia tan incansablemente. "Uno de los aspectos más discutibles" de esta introducción es que ya en ella se alude ocasionalmente a curiosos detalles del Tableau, hasta el momento desconocido sino es en cuanto al nombre, para desviarse luego en "reflexiones" heterogéneas, como, por ejemplo, "la distinción entre gastos y resultados". Aunque esta distinción "no se encuentra, ciertamente, ya explícita en la idea de Quesnay", el señor Dühring nos dará un fulminante ejemplo de ella, en cuanto pase de su extenso e introductorio "gasto" a su "resultado", tan asombrosamente pobre, que es la aclaración del Tableau mismo. Vamos a reproducir ahora textualmente todo lo que el señor Dühring considera oportuno comunicarnos acerca del Tableau de Quesnay.
En el "gasto" nos dice el señor Dühring:
"Le parecía [a Quesnay] evidente que el rendimiento [el señor Dühring acaba de hablar de producto neto] debe concebirse y tratarse como un valor en dinero... por eso aplica sus reflexiones (!) inmediatamente a los valores en dinero, presupuestos por él como resultados de la venta de todos los productos agrícolas en la transición desde la primera mano. De este modo (!) opera en las columnas de su Tableau con algunos miles de millones" (es decir, con valores en dinero).
Con esto sabemos tres cosas: que Quesnay en el Tableau opera con los "valores en dinero" de los "productos agrícolas", incluyendo en ellos el "producto neto" o "rendimiento limpio". Sigamos el texto:
"Si Quesnay hubiera emprendido el camino de un modo de consideración verdaderamente natural y se hubiera liberado no sólo del respeto a los metales nobles y a la masa de dinero, sino también del respeto a los valores en dinero... Pero como no lo ha hecho, sus cálculos son con puras sumas de valores, y se imagina (!) a priori el producto neto como un valor en dinero"
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Así, por cuarta y quinta vez, se nos informa de que en el "Tableau" no hay más que valores en dinero.
"Consigue [Quesnay] el mismo [el producto neto] sustrayendo las inversiones y pensando (!) principalmente [dicho sea con información tradicional, pero aún especialmente frívola] en el valor que va a manos del propietario de la tierra en forma de renta."
Seguimos por el momento en el mismo sitio. Pero ahora viene algo nuevo:
"Por otra parte, también de todos modos [este "también de todos modos" es una verdadera perla] el producto neto entra en la circulación como objeto natural, y se convierte de este modo en un elemento con el cual... hay que sustentar... a la clase llamada estéril. Aquí puede observarse en seguida (!) la confusión que se produce por el hecho de que la argumentación está en un caso determinada por el valor en dinero, y en otros casos por la cosa misma.
Parece, más bien, y en general, que toda circulación de mercancías padece de esa "confusión" que consiste en que las mercancías entran en dicha circulación a la vez como "objetos naturales" y como valores en dinero". Pero aún estamos girando en el círculo de los valores en dinero", pues "Quesnay quiere evitar un doble asiento del producto económico".
Con permiso del señor Dühring: en la parte inferior del "Análisis" del Tableau por Quesnay figuran las diversas clases de productos como "objetos naturales", y arriba en el Tableau figuran sus valores en dinero. Más tarde, Quesnay ha encargado incluso a su ayudante, el abate Baudeau, que introdujera en el "Tableau" mismo los objetos naturales junto a sus valores en dinero.
Luego de tanto "gasto", llegamos finalmente al "resultado" Oígase con asombro:
"Pero la inconsecuencia [respecto del papel atribuido por Quesnay a los propietarios de la tierra] queda clara en seguida, en cuanto que se pregunta qué ocurre en el circuito económico con el producto neto apropiado como renta. En este punto, las concepciones de los fisiócratas y el Tableau económico no han sido posibles sino por una confusión y una arbitrariedad llevadas ya hasta el misticismo."
El final lo redime todo. El señor Dühring, en resolución, no sabe "qué ocurre en el circuito económico", representado por el Tableau, "con el producto neto apropiado como renta". El Tableau es para él la "cuadratura del círculo". Esto equivale a la confesión
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de no entender el abecé de la fisiocracia. Luego de todos los rodeos, la encendida fraseología, el corte de cabellos en el aire, los saltos de frente y a través, las arlequinadas, los episodios, las diversiones, las repeticiones y las mezclas de todos los temas para poner perplejo al lector, todo lo cual tenía que prepararnos para una poderosa aclaración de lo "que pretende significar el Tableau en Quesnay mismo", luego de todo eso, tenemos al final la púdica confesión del señor Dühring de que él mismo no lo sabe.
Una vez sacudido el doloroso secreto, la horaciana negra cura que llevó a cuestas durante su cabalgata por las praderas fisiocráticas, nuestro "más serio y sutil pensador" se pone a soplar la trompeta del modo que sigue:
"Las líneas que Quesnay traza en su Tableau, tan sencillo por lo demás (!) [y son cinco líneas], las cuales quieren representar la circulación del producto neto", hacen preguntarse si no subyace a "esos maravillosos enlaces de columnas" una fantasía matemática, si no recuerdan el hecho de que Quesnay se ha interesado por el problema de la cuadratura del círculo, etc.
Como, a pesar de toda su sencillez, esas líneas son incomprensibles para el señor Dühring según su propia confesión, éste no puede evitar, según su corriente estilo, considerarlas sospechosas. Y así puede por fin dar con final satisfacción el golpe de gracia al fatal Tableau:
"Tras considerar el producto neto según este aspecto, que es el más discutible", etc.
El "aspecto más discutible del producto neto" es, según esto, la obligada confesión de que el señor Dühring no entiende una palabra del Tableau économique ni del "papel" que desempeña en él el producto neto. ¡Qué picaresco humor!
Pero para que nuestros lectores no se queden en la misma cruel ignorancia del Tableau de Quesnay con la que por fuerza tienen que aguantarse los que se queden en la sabiduría económica "de primera mano" que les ofrece el señor Dühring, indicaremos brevemente lo que sigue:
Como es sabido, la sociedad se divide, según los fisiócratas, en tres clases: 1ª, la clase productora, es decir, la clase realmente activa en la agricultura: arrendatarios y trabajadores agrícolas; se la llama productora porque su trabajo crea un excedente: la renta. 2ª, la clase que se apropia ese excedente, la cual comprende los propietarios de la tierra y sus dependientes, el príncipe y, en general, los
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funcionarios pagados por el Estado, así como, finalmente, la Iglesia en su especial condición de sujeto que se apropia el diezmo. Por brevedad designaremos en lo que sigue a la primera clase por la expresión "los arrendatarios", y la segunda por "los terratenientes". 3ª, la clase artesano industrial, o estéril, así llamada porque, según los fisiócratas, no añade a las materias primas que le suministra la clase productora más que el mismo valor que consume en forma de alimentos y medios de vida que le suministra la misma clase productora. El Tableau de Quesnay se propone visualizar cómo circula entre las tres clases y cómo sirve para la reproducción anual el producto total anual de un país (Francia, en realidad).
El primer presupuesto del Tableau es que esté introducido como régimen general el sistema de arriendos, y con él la agricultura en grande y sistemática explotación, tal como se concibe en la época de Quesnay, el cual tiene presente como modelos en este punto la situación de Normandía, la Île-de-France, la Picardía y algunas otras provincias francesas. El arrendatario aparece por eso mismo como el verdadero director de la agricultura, representa en el Tableau toda la clase productora (agricultora) y paga a los terratenientes una renta en dinero. Se atribuye a la totalidad de los arrendatarios un capital de inversión, o inventario, de diez mil millones de libras, una quinta parte del cual —dos mil millones— constituyen un capital de explotación que hay que reponer anualmente; el modelo inspirador de esta estimación fueron también las explotaciones en arriendo mejor cultivadas de las citadas provincias francesas.
Otros presupuestos son: 1.º, que se tienen, por simplificación, precios constantes y reproducción simple; 2.º, que se excluye toda circulación que tenga totalmente lugar en el seno de una sola clase, y no se considera más que la circulación entre clase y clase; 3.º: que todas las compras o ventas que tienen lugar entre una clase y otra en el curso del ejercicio o año económico se resumen en una única suma total. Por último, hay que recordar que en la Francia de Quesnay, como ocurría más o menos en toda Europa, la propia industria doméstica de las familias campesinas les facilitaba la parte más considerable de las satisfacciones de necesidades no pertenecientes a la clase de los alimentos y que, por tanto, esos medios de satisfacer necesidades no alimenticias se computan en el Tableau, como cosa evidente, como instrumental o medios de la agricultura misma.
El punto de partida del Tableau es la cosecha total, el producto
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bruto de los productos anuales del suelo, o "reproducción total" del país —en este caso Francia—, el cual figura por eso mismo en cabeza del Tableau. El valor de ese producto bruto se estima según los precios medios de los produetos de la tierra en las naciones comerciantes. Importa cinco mil millones de libras, suma que expresa aproximadamente el valor en dinero del producto agrícola bruto de Francia, en base a las estimaciones estadísticas posibles en la época. Esta es precisamente la razón por la cual Quesnay "opera con algunos miles de millones" en el Tableau, exactamente con cinco mil, y no con cinco libras de Tours.
Todo ese producto bruto, que vale cinco mil millones, se encuentra, pues, en las manos de la clase productora, o sea de los arrendatarios que lo han producido gastando un capital anual de explotación de dos mil millones, el cual corresponde a un capital total de inversión, con instalación, de diez mil millones. Los productos agrícolas, como alimentos y materias primas, etc., necesarios para la reposición del capital de explotación —lo que quiere decir tambien para el sustento de todas las personas inmediatamente activas en la agricultura— se toman in natura de la cosecha total[65] y se gastan para la nueva producción agrícola. Y puesto que, como queda dicho, se han supuesto precios constantes y reproducción simple en base a los criterios cuantitativos fijados, el valor en dinero de esa parte del producto bruto que se retira anticipadamente es igual a dos mil millones de libras. Esta parte no entra, pues, en la circulación general. Pues, como ya se ha indicado, queda excluida del cuadro la circulación que se produce sólo en el seno de eada clase particular, y no entre las diversas clases.
Una vez repuesto el capital de explotación, tomándolo así del producto bruto, queda un excedente de tres mil millones, uno de ellos en materias primas y dos en productos alimenticios. La renta que los arrendatarios tienen que pagar a los terratenientes no constituye, empero, sino dos tercios de ese excedente, o sea dos mil millones. Pronto se verá por qué sólo esos dos mil millones figuran bajo la rúbrica "producto neto" o "ingresos limpios".
Además de la "reproducción total" agrícola, que vale cinco mil millones, tres mil de los cuales entran en la circulación general, existe aún, antes de que empiece el movimiento representado en el Tableau, todo el "pécule" de la nación, dos mil millones en dinero líquido, que están en las manos de los arrendatarios. La situación es como sigue:
Pues que su punto de partida es la cosecha total, el Tableau
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constituye al mismo tiempo el punto final de un ano económico, por ejemplo, del año 1758, tras el cual empieza un nuevo año económico. Durante este nuevo año de 1759, la parte del producto bruto destinada a la circulación se divide entre las otras dos clases por medio de cierto número de pagos, compras y ventas particulares. Estos movimientos sucesivos y dispersos, que cubren todo un año, se resumen —como necesariamente tenía que ocurrir en el Tableau— en pocos actos que recogen en una sola cifra todo un año. Así, a fines del año 1758 ha vuelto a afluir a la clase de los arrendatarios el dinero que pagó a los terratenientes como renta del año 1757 (y el propio Tableau mostrará cómo ocurre eso), a saber, la suma de dos mil millones, de tal modo que en 1759 puede volver a lanzarlos a la circulación. Mas puesto que aquella suma, como observa Quesnay, es mucho mayor que la necesaria para la circulación total del país (Francia) en la realidad pues en la realidad los pagos se repiten constante y fragmentariamente , los dos mil millones de libras en manos de los arrendatarios constituyen la suma total del dinero circulante en la nación.
La clase de los terratenientes perceptores de la renta aparece por de pronto, como aún ocurre hoy día (notable casualidad), en el papel de perceptores de pagos. Según los presupuestos de Quesnay, los terratenientes propiamente dichos perciben sólo cuatro séptimos de la renta de dos mil millones; dos séptimos van al gobierno, y un séptimo a los beneficiarios del diezmo. En tiempos de Quesnay, la Iglesia era la mayor terrateniente de Francia y percibía además el diezmo de todas las restantes propiedades inmobiliarias.
El capital de explotación (avances annuelles) gastado por la "clase estéril" durante todo un año consiste en materias primas por valor de mil millones: sólo materias primas, porque las herramientas, las máquinas, etc., se computan con los productos de esa clase. Y las muy diversas funciones que desempeñan esos productos en la producción de las industrias de esa clase no importan en absoluto al Tableau, del mismo modo que no le interesa la circulación de mercancías o dinero que se produce exclusivamente en el seno de esa clase. El salario del trabajo por el cual la clase estéril transforma la materia prima en mercancías manufacturadas es igual al valor de los productos alimenticios que recibe esa clase directamente, en parte, de la clase productora, y en parte indirectamente a través de los terratenientes. Aunque la clase estéril se divide a su vez en capitalistas y asalariados, en la concepción básica
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de Quesnay se presenta como una clase única, a sueldo de la clase productora y de los terratenientes. También se recoge en una sola totalidad la producción total de la industria y, por tanto, también su circulación total, repartida en realidad a lo largo de todo el año que sigue a la cosecha. Por eso se presupone que al comenzar el movimiento representado en el Tableau toda la producción anual de mercancías de la clase estéril se encuentra en sus propias manos, o sea que todo su capital de explotación, o materia prima, con un valor de mil millones, ha sido transformado en mercancías que valen dos mil millones, representando la mitad de esa suma el precio de los productos alimenticios consumidos durante la transformación de la materia prima. En este punto podría objetarse: pero la clase estéril consume también productos industriales para sus necesidades domésticas; ¿dónde figuran éstos, si toda su producción pasa por la circulación a las demás clases? A esto se nos da la siguiente respuesta: la clase estéril no sólo consume una parte de sus propias mercancías, sino que intenta además quedarse con la mayor cantidad posible de ellas. Por eso vende por encima de su valor real las mercancías que pone en circulación; y tiene que hacerlo, puesto que computamos esas mercancías como si fueran el valor total de la producción de dicha clase. Pero esto no altera en nada las afirmaciones del Tableau, pues las otras dos clases reciben las mercancías manufacturadas por el valor de su producción total.
Ahora conocemos ya la posición económica de las tres clases al comenzar el movimiento representado por el Tableau.
Tras sustituir in natura su capital de explotación, la clase productora dispone aún de tres mil millones de producto bruto agrícola, y de dos mil millones en dinero. La clase de los terratenientes figura por de pronto con su pretensión de renta de dos mil millones, dirigida contra la clase productora. La clase estéril dispone de dos mil millones de mercancías manufacturadas. Los fisiócratas llaman circulación imperfecta a una que tenga lugar entre sólo dos de las tres clases, y circulación perfecta a la que se produce entre las tres.
Vamos, pues, al Tableau económico.
Primera circulación (imperfecta): Los arrendatarios pagan a los terratenientes, sin contraprestación, la renta que les corresponde, con dos mil millones en dinero. Con mil millones de los recibidos, los terratenientes compran productos alimenticios a los arrendatarios, a los cuales refluye así una mitad del dinero gastado para pagar la renta.
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En su Analyse du tableau économique, Quesnay no habla ya más del estado, que recibe dos séptimos de la renta de la tierra, ni de la Iglesia, que recibe un séptimo de ella, pues la función social de estas instituciones es conocida y no necesita más aclaración. Mas por lo que hace a los terratenientes[66] propiamente dichos, Quesnay dice que sus gastos, entre los cuales figuran todos los de sus servidores, son en su mayor parte gastos estériles, con la excepción de la pequeña fracción de los mismos destinada a "la conservación y mejora de sus bienes y al perfeccionamiento de sus cultivos". Pero, según el "derecho natural", la función propia de estas personas consiste precisamente en "curar de la buena administración y de los gastos para el mantenimiento de su herencia", o, como se precisa más adelante, en las avances foncières, es decir, en gastos para preparar el suelo y dotar a los arrendamientos con todos los adminículos correspondientes que permiten al arrendatario dedicar todo su capital exclusivamente al negocio agrícola propiamente dicho.
Segunda circulación (perfecta): Con los otros mil millones en dinero que aún se encuentran en sus manos, los terratenientes compran mercancías manufacturadas a la clase estéril, y ésta, a su vez, con el dinero así recibido, compra productos alimenticios por la misma suma a los arrendatarios.
Tercera circulación (imperfecta): Los arrendatarios compran a la clase estéril, por mil millones en dinero, mercancías manufacturadas; una gran parte de esas mercancías son herramientas agrícolas y otros medios de producción necesarios para la agricultura. La clase estéril devuelve a los arrendatarios ese mismo dinero, al comprar con él mil millones de materias primas, en reposición de su propio capital de explotación. Con esto han refluido a los arrendatarios los dos mil millones en dinero gastados por ellos en pago de la renta, y el movimiento[67] está concluido. Y con esto también queda resuelto el gran enigma de "qué ocurre en el circuito económico con el producto neto apropiado como renta".
Al comenzar el proceso teníamos en las manos de la clase productora un excedente de tres mil millones. Dos mil de ellos se pagaban como renta a los terratenientes, como producto neto. Los otros mil millones del excedente constituyen el interés del capital total invertido por los arrendatarios, o sea, siendo este capital de diez mil millones, el diez por ciento. Hay que observar que los arrendatarios no reciben ese interés a través de la circulación; el interés se encuentra in natura en sus manos, y no lo
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realizan por la circulación sino al gastarlo en mercancías manufacturadas del mismo valor.
Sin ese interés, el arrendatario, agente capital de la agricultura, no adelantaría a ésta el capital de inversión. Ya por esto la apropiación por el arrendatario de la parte de plusrendimiento agrícola que representa el interés es para los fisiócratas una condición de la reproducción, tan necesaria como la clase misma de los arrendatarios; y por eso también ese elemento no puede incluirse en la categoría del "producto neto" o "ingreso limpio" nacional, pues el último se caracteriza precisamente por ser consumido sin consideración alguna de las inmediatas necesidades de la reproducción nacional. Ese fondo de mil millones sirve, según Quesnay, sobre todo para las reparaciones y parciales renovaciones del capital de inversión que se hacen necesarias durante el año, como fondo de reserva contra accidentes y, por último, cuando es posible, para el enriquecimiento del capital de inversión y explotación, la mejora del suelo y la extensión de los cultivos.
El proceso en su conjunto es, ciertamente, "bastante sencillo". Han sido lanzados a la circulación: por los arrendatarios, dos mil millones en dinero para pagar la renta, y tres mil millones en productos, dos terceras partes de los cuales son productos alimenticios, y una tercera parte materias primas; por la clase estéril, mercancías manufacturadas por dos mil millones. De los productos alimenticios, que importan dos mil millones, los terratenientes, con su apéndice doméstico, consumen la mitad; la clase estéril consume la otra mitad en pago de su trabajo; las materias primas, por valor de mil millones, reponen el capital de explotación de dicha clase estéril. La mitad de las mercancías manufacturadas en circulación por un importe de dos mil millones va a los terratenientes, y la otra mitad a los arrendatarios, para los cuales no es más que una forma modificada de interés de su capital de inversión, obtenido primero de la reproducción agrícola. En cuanto al dinero que el arrendatario ha puesto en circulación al pagar la renta, refluye a él mediante la venta de sus productos, y así esa misma circulación económica puede volver a empezar al año siguiente.
Y ahora admírese la exposición del señor Dühring, tan "realmente crítica", tan infinitamente superior a la "tradicional y frívola información". Luego de habernos subrayado cinco veces con gran misterio lo discutible que es el que en el Tableau Quesnay opere con meros valores en dinero, lo cual es, por lo demás, falso, el señor Dühring llega al resultado de que en cuanto pregunta
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"qué ocurre en el circuito económico con el producto neto apropiado como renta", se impone la conclusión de que "el Tableau económico no ha sido posible sino por una confusión y una arbitrariedad llevadas ya hasta el misticismo".
Hemos visto que el Tableau —exposición, tan sencilla como genial para su tiempo, del proceso anual de reproducción tal como este es mediado por la circulación— contesta muy precisamente a la pregunta de qué ocurre con aquel producto neto en el circuito económico nacional, con lo que el "misticismo" y la "confusión" y la "arbitrariedad" son también en este caso exclusivos del señor Dühring, "aspecto sumamente discutible" y único "producto neto" de sus estudios fisiocráticos. Y el señor Dühring domina la importancia histórica de los fisiócratas exactamente igual que su teoría.
Con Turgot —nos adoctrina— la fisiocracia había llegado en Francia a su final, práctica y teoréticamente.
Y para "un Dühring" no cuentan los hechos de que Mirabeau es en sus opiniones económicas un fisiócrata en lo esencial, de que en la Asamblea Constituyente de 1789 Mirabeau es la primera autoridad económica, de que esta Asamblea llevó a la práctica, con sus reformas económicas, gran parte de las proposiciones de la teoría fisiocrática, y, señaladamente, gravó con un importante impuesto el producto neto apropiado "sin contraprestación" por los terratenientes, es decir, la renta.
Del mismo modo que el férreo paréntesis que encierra los años 1691-1752 eliminó a todos los predecesores de Hume, así también otro paréntesis no menos impenetrable elimina a sir James Steuart, situado entre Hume y Adam Smith. En la "empresa" del senor Dühring no se encuentra ni una sílaba de la gran obra de Steuart, que, independientemente de su importancia histórica, ha enriquecido duraderamente el ámbito de la economía política. A falta de información, el señor Dühring lanza contra Steuart el peor insulto de que dispone en su léxico, y dice que fue un profesor de la época de Adam Smith. La grave acusación es infundada. Steuart fue, en realidad, un terrateniente escocés, desterrado de la Gran Bretaña por su supuesta participación en la conspiración estuardiana, y que se familiarizó con la situación económica de diversos países por su larga estancia y sus viajes en el continente.
En resolución: según la Historia crítica, todos los anteriores
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economistas tienen como único valor el haber sido "conatos" de la más profunda y "decisiva" fundamentación ofrecida por el señor Dühring, o bien el de dar más brillo a ésta por el contraste de su condenabilidad. A pesar de lo cual hay en la economía algunos héroes que no sólo constituyen "conatos" de la "fundamentación más profunda", sino que incluso han formulado "proposiciones con las cuales la fundamentación más profunda se "compone directamentc, más que "desarrollarse" a partir de ella, como quedó prescrito en la filosofía de la naturaleza: ahí está la "grandeza incomparable" de List, el cual, para provecho y edificación de los fabricantes alemanes, hinchó en "poderosas" palabras las "sutilísimas" doctrinas mercantilistas de un Ferrier y otros, o Carey, que descubrió en la siguiente frase el auténtico núcleo de su sabiduría:
"El sistema de Ricardo es un sistema de la discordia..., tiene como consecuencia la promoción de la hostilidad entre las clases..., su escrito es el manual del demagogo, que aspira al poder por medio del reparto de la tierra, la guerra y el saqueo"; y, luego de esos dos, el Confucio de la city londinense, Macleod.
Las personas que en el presente y en el inmediato futuro quieran estudiar la historia de la economía política andarán, pues, bastante más seguras si conocen los "aguados productos", las "trivialidades" y las "insípidas sopas bobas" de las "más accesibles compilaciones de manual" que si se fían de la "historiografía de gran estilo" del señor Dühring.
¿Cuál es, pues, el resultado final de nuestro análisis del sistema dühringiano, "personalmente creado", de la economía política? Simplemente el hecho de que con todas las sonoras palabras y aún más ruidosas promesas hemos sido burlados exactamente igual que en la Filosofía. La teoría del valor, esa "piedra de toque de la madurez de los sistemas económicos", nos llevó a comprobar que el señor Dühring entiende por "valor" cinco cosas totalmente diversas y directamente contradictorias unas con otras, lo que quiere decir, en el mejor de los casos, que ni siquiera sabe lo que quiere. Las "leyes naturales de toda economía", enunciadas con tanta pompa resultaron trivialidades redondas, conocidas por todo el mundo y muchas veces ni siquiera enunciadas de un modo correcto. La única explicación de los hechos económicos que sabe darnos el
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sistema personalmente creado por el señor Dühring es que dichos hechos son resultado del "poder" o "violencia", frase con la cual los filisteos de todas las naciones se consuelan desde hace milenios de todas las desgracias que les ocurren, y con la cual, por otra parte, quedamos tan a oscuras como antes de que nos la digan. Mas en vez de estudiar ese poder en cuanto a su origen y a sus efectos, el señor Dühring nos conmina a tranquilizarnos con gratitud por la mera palabra "poder", aceptándola como causa última y explicación definitiva de todos los fenómenos económicos. Cuando se ve obligado a dar más concretas explicaciones sobre la explotación capitalista del trabajo, la presenta en términos generales como basada en el gravamen o el recargo, apropiándose en esto la "exacción previa" (prélèvement) proudhoniana; y luego, en particular, la explica por medio de la teoría marxiana del plustrabajo, el plusproducto y la plusvalía. Así consigue reconciliar felizmente dos concepciones que se contradicen sin apelación, y lo consigue por el elemental procedimiento de escribirlas una detrás de otra. Y al modo como en la filosofía no encontraba insultos suficientemente groseros contra aquel Hegel al que estaba saqueando sin cesar —y estropeándolo—, así también en economía, en la Historia crítica, la ilimitada serie de insultos a Marx sirve simplemente para encubrir el hecho de que todo lo relativamente racional sobre el capital y el trabajo que se encuentra en el Curso es también plagio y deteriorización de Marx. La ignorancia que, en el Curso, se permite colocar al "gran terrateniente" al comienzo de la historia de los pueblos de cultura, sin saber una palabra de la propiedad colectiva de las comunidades tribales o aldeanas de la que arranca realmente toda historia, esa ignorancia hoy día casi incomprensible resulta casi superada por la que en la Historia crítica se pavonea como "amplitud universal de la mirada histórica", y de la que nos hemos limitado a dar unos pocos ejemplos para infundir saludable temor al incauto. En una palabra: primero se tiene el colosal "gasto" de autoelogio, de trompeteos de mercado, de promesas en pirámide sin fin, y luego el "rendimiento" igual a cero.
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