Usualmente las negrillas y subrayados son nuestros.

domingo, julio 29, 2007

Sentimientos Morales Fragmentos

La teoría de los sentimientos morales
Selección
Adam Smith


(I)

De la belleza que la apariencia de utilidad confiere a todas las producciones artísticas, y de la generalizada influencia de esta especie de belleza.

Que la utilidad es una de las principales fuentes de la belleza, es algo que ha sido observado por todo aquel que con cierta atención haya considerado lo que constituye la naturaleza de la belleza. La comodidad de una casa da placer al espectador, así como su regularidad, y asimismo le lastima advertir el defecto contrario, como cuando ve que las correspondientes ventanas son de forma distintas o que la puerta no está colocada exactamente en medio del edificio.

Que la idoneidad de cualquier sistema o máquina para alcanzar el fin de su destino, le confiere cierta propiedad y belleza al todo, y hace que su sola imagen y contemplación sean agradables, es algo tan obvio que nadie lo ha dejado de advertir.

También la causa por la que nos agrada lo útil ha sido señalada en últimas fechas por un ingenioso y ameno filósofo, que aúna gran profundidad de pensamiento a la más consumada elegancia de expresión, y que posee el singular y feliz talento de tratar los asuntos más abstrusos, no solamente con la mayor lucidez, sino con la más animada elocuencia.

Según él, la utilidad de cualquier objeto agrada al dueño, porque constantemente le sugiere el placer o comodidad que está destinado a procurar. Siempre que lo mira, le viene a la cabeza ese placer y de ese modo el objeto se convierte en fuente de perpetua satisfacción y goce.

El espectador comparte por simpatía el sentimiento del dueño, y necesariamente considera al objeto bajo el mismo aspecto de agrado.

Cuando visitamos los palacios de los encumbrados, no podemos menos que pensar en la satisfacción que nos daría ser dueños y poseedores de tan artística como ingeniosa traza de comodidades. Igual razón se da para explicar la causa de por qué la sola apariencia de incomodidad convierte a cualquier objeto en desagradable, tanto para su dueño como para el espectador.

Pero, que yo sepa, nadie antes ha reparado en que esa idoneidad, esa feliz disposición de toda producción artificiosa es con frecuencia más estimada que el fin que esos objetos están destinados a procurar; y asimismo que el exacto ajuste de los medios para obtener una comodidad o placer, es con frecuencia más apreciado que la comodidad o placer en cuyo logró parecería que consiste todo su mérito. Sin embargo, que así acontece a menudo, es algo que puede advertirse en mil casos en los más frívolos como importantes asuntos de la vida humana.

Cuando una persona entra a su recámara y encuentra que todas las sillas están en el centro del cuarto, se enoja con su criado, y antes de seguir viéndolas en ese desorden, se toma el trabajo, quizá, de colocarlas en su sitio con los respaldos contra la pared. La conveniencia de esta situación surge de la mayor comodidad de dejar el cuarto libre y sin estorbos.

Para lograr esa comodidad, se impuso voluntariamente más molestias que las hubiera ocasionado la falta de ella, puesto que nada era más fácil que sentarse en una de las sillas, que es lo que con toda probabilidad hará una vez terminado el arreglo. Por lo tanto, parece que, en realidad, deseaba, no tanto la comodidad cuanto el arreglo de las cosas que la procuran. Y, sin embargo, es esa comodidad lo que en última instancia recomienda ese arreglo y lo que comunica su conveniencia y belleza.
Mas no solamente respecto de cosas tan frívolas influye este principio en nuestra conducta: es muy a menudo el motivo secreto de las más serias e importantes ocupaciones de la vida, tanto privada como pública.



(II)

El hijo del desheredado, a quien el cielo castigó con la ambición, cuando comienza a mirar en torno suyo admira la condición del rico.


En su imaginación ve la vida de éste como la de un ser superior, y para alcanzarla se consagra en cuerpo y alma y por siempre a perseguir la riqueza y los honores. A fin de poder lograr las comodidades que estas cosas deparan, se sujeta durante el primer año, es más, durante el primer mes de su consagración, a mayores fatigas corporales y a mayor intranquilidad de alma que todas las que pudo sufrir durante su vida entera si no hubiese ambicionado aquéllas. Estudia, a fin de descollar en alguna ardua profesión. Con diligencia sin descanso, trabaja día y noche para adquirir merecimientos superiores a los de sus competidores. Después procura exhibir esos merecimientos a la vista pública, y con la acostumbrada asiduidad solicita toda oportunidad de empleo.

Para ese fin le hace la corte a todo el mundo, sirve a los que odia y es obsequioso con los que desprecia.

Durante toda su vida persigue la idea de una holgura artificiosa y galana, que quizá jamás logre, y por la que sacrifica una tranquilidad verdadera que en todo tiempo está a su alcance; holgura que, si en su más extrema senectud llega por fina realizar, descubrirá que en modo alguno es preferible a esa humilde seguridad y contentamiento que por ella abandonó.

Es hasta entonces, en los últimos trances de su vida, el cuerpo agotado por la fatiga y la enfermedad y el alma amargada con el recuerdo de mil injurias y desilusiones que se imagina proceden de la injusticia de sus enemigo o de la perfidia e ingratitud de sus amigos, cuando comienza por fin a caer en la cuenta de que las riquezas y los honores son meras chucherías de frívola utilidad, en nada más idóneas para procurar el alivio del cuerpo y la tranquilidad del alma, que puedan serlo las tenacillas de estuche del amante de fruslerías, y que como ellas, resultan más enfadosas para la persona que las porta, que cómodas por la suma de ventajas que pueden proporcionarle.

Si examinamos, sin embargo, por qué el espectador singulariza con tanta admiración la condición de los ricos y encumbrados, descubriremos que no obedece tanto a la holgura y placer que se supone disfrutan, cuanto a los innumerables artificiosos y galanos medios de que disponen para obtener esa holgura y placer.

En realidad, el espectador no piensa que gocen de mayor felicidad que las demás gentes; se imagina que son poseedores de mayor número de medios para alcanzarla.

Y la principal causa de su admiración estriba en la ingeniosa y acertada adaptación de esos medios a la finalidad para que fueron creados.

Pero en la postración de la enfermedad y en el hastío de la edad provecta, desaparecen los placeres de los vanos y quiméricos sueños de grandeza. Para quien se encuentre en tal situación, esos placeres no tienen ya el suficiente atractivo para recomendar los fatigosos desvelos que con anterioridad lo ocuparon. en el fondo de su alma maldice la ambición y en vano añora la despreocupación e indolencia de la juventud, placeres que insensatamente sacrificó por algo que, cuando lo posee, no le proporciona ninguna satisfacción verdadera. Tal es el lastimoso aspecto que ofrece la grandeza a todo aquel que, ya por tristeza, ya por enfermedad, se ve constreñido a observar atentamente su propia situación y a reflexionar sobre lo que, en realidad le hace falta para ser feliz.

Es entonces cuando el poder y la riqueza se ven tal como en verdad son: gigantescas y laboriosas máquinas destinadas a proporcionar unas cuantas insignificantes comodidades para el cuerpo, que consisten en resortes de lo más sutiles y delicados que deben tenerse en buen estado mediante una atención llena de ansiedades, y que, a pesar de toda nuestra solicitud, pueden en todo momento estallar en mil pedazos y aplastar entre sus ruinas a sus desdichado poseedor.

Son inmensos edificios que para levantarlos requieren la labor de toda una vida, y que en todo momento agobian a quien los habita y que mientras permanecen en pie si bien pueden ahorrarle algunas de las más pequeñas incomodidades, en nada pueden protegerlo contra las más severas inclemencias de la estación. Lo defienden del chubasco veraniego, no de la borrasca invernal; pero en todo tiempo lo dejan igualmente y a veces aún más expuesto que antes, a la ansiedad, al temor y al infortunio; a las enfermedades, a los peligros y a la muerte.

Mas aunque esta melancólica filosofía, para nadie extraña en tiempos de enfermedad y desdicha, menosprecia de un modo tan absoluto esos máximos objetos del deseo humano, cuando disfrutamos, en cambio, de mejor salud o de mejor humor, entonces jamás dejamos de considerarlos bajo un aspecto más placentero. Nuestra imaginación, que mientras sufrimos un dolor o una pena parece quedar confinada y encerrada dentro de los límites de nuestra propia persona, en época de holgura y prosperidad se extiende a todo lo que nos rodea.

Es entonces cuando nos fascina la belleza de las facilidades y acomodo que reina en los palacios y economía de los encumbrados, y admiramos la manera como todo concurre al fomento de su tranquilidad, a obviar sus necesidades, a complacer sus deseos y a divertir y obsequiar sus más frívolos caprichos. Si consideramos por sí solo la verdadera satisfacción que todas estas cosas son susceptibles de proporcionar, separada de la belleza de disposición calculada para suscitarla, siempre aparecerá en grado eminente despreciable e insignificante. Empero muy raras son las veces en que la miramos bajo esta abstracta y filosófica luz. De suyo la confundimos en nuestra imaginación con el orden, con el movimiento uniforme y armonioso del sistema, con la máquina o economía por cuyo medio se produce. Los placeres de la riqueza y de los honores, considerados desde este punto de vista ficticio, hieren la imaginación como si se tratase de algo grandioso, bello y noble por cuyo logro bien vale todo el afán y desvelo que tan dispuesto estamos a emplear en ello.

De la belleza que la apariencia de utilidad confiere al carácter y a los actos de los hombres; y hasta que punto la percepción de esa belleza debe considerarse como uno de los principios aprobatorios originales.

La índole de los hombres, así como los artefactos o las instituciones del gobierno civil, pueden servir o para fomentar o para perturbar la felicidad, tanto del individuo como de la sociedad.

El carácter prudente, equitativo, diligente, resuelto y sobrio, promete prosperidad y satisfacción, tanto para la persona como para todos los que están en relación con ella. Por el contrario, la arrebatada, la insolente, la perezosa, afeminada y voluptuosa, presagia la ruina al individuo y la desgracia a todos los que con él tengan tratos.

La primera de esta maneras de ser tiene, por lo bajo, toda la belleza que pudiera adornar a la máquina más perfecta que jamás se haya inventado para el fomento del fin más deseable; la segunda, toda la deformidad del más desmañado y torpe artefacto. ¿Acaso puede existir otra institución de gobierno más adecuada para fomentar la felicidad humana que la preponderancia de la sabiduría y de la virtud? Todo gobierno no es sino un remedio imperfecto a la falta de éstas. Por tanto, la belleza que pueda corresponder al gobierno civil a causa de su utilidad, necesariamente deberá corresponder en mucho mayor grado a la sabiduría y a la virtud. Por el contrario, ¿qué otro sistema político puede ser más ruinoso y destructivo que los vicios de los hombres? La única causa de los efectos fatales que acarrea un mal gobierno, es que no imparte suficiente protección contra los daños que da lugar la maldad de los hombres.

La belleza y deformidad que los distintos caracteres, por lo visto, derivan de su utilidad o falta de ella, propenden a impresionar de un modo peculiar a quienes en abstracto y filosóficamente consideran los actos y la conducta de los hombres. Cuando un filósofo examina por qué los sentimientos humanitarios reciben nuestra aprobación o por qué condenamos la crueldad, no siempre forma en su mente de un modo claro y preciso el concepto de un acto en particular, ya sea de humanitarismo, ya de crueldad, sino que comúnmente se conforma con la noción vaga e indeterminada que la general designación de esas cualidades le sugiere. Sin embargo, solamente en casos específicamente determinados es donde la propiedad o impropiedad, el merecimiento o desmerecimiento de los actos resultan cosas obvias y discernibles. Únicamente cuando se dan ejemplos particulares podemos percibir con distinción la concordia o la desavenencia entre nuestros propios afectos y los del agente, o bien sentir, en un caso, que brota una gratitud de solidaridad hacia él, o de resentimiento, en el otro. Cuando consideramos a la virtud y al vicio de un modo general y abstracto, aquellas cualidades que provocan esos diversos sentimientos parece que, en buena parte, desaparecen, y los sentimientos mismos se vuelven menos obvios y discernibles. Por lo contrario, los felices efectos, en un caso, y las fatales consecuencias, en el otro, parece que se yerguen ante nuestra mirada, y como quien dice se destacan y separan de todas las demás cualidades de uno y otro.
El mismo ingenioso y ameno autor que por vez primera explicó la causa del agrado de lo útil, se ha impresionado tanto con ese modo de ver las cosas, que ha reducido todo el sentimiento aprobatorio de la virtud a la simple percepción de esa especie de belleza que resulta de la apariencia de la utilidad. Ninguna cualidad espiritual, dice, es aprobada como virtuosa, sino aquellas que son útiles o placenteras, ya sea para la persona misma, ya para los otros, y ninguna cualidad da lugar a ser reprobada por viciosa, sino aquélla de contraria tendencia. Y, en verdad, al parecer la Naturaleza ha ajustado tan felizmente nuestros sentimientos de aprobación y reprobación a la conveniencia tanto del individuo como de la sociedad, que, previo el más riguroso examen, se descubrirá, creo yo, que se trata de una regla universal. Sin embargo, afirmo que no es el darse cuenta de la utilidad o perniciosidad aquello en que consiste la primera o principal fuente de nuestra aprobación o reprobación. Sin duda, estos sentimientos están realzados y avivados por la percepción de la belleza o deformidad que resulta de la utilidad o perniciosidad; pero, a pesar de ello, digo que son distintos original y esencialmente de tal percepción.
Ante todo, parece imposible que la aprobación de la virtud sea un sentimiento de la misma especie que aquel por medio del cual aprobamos un cómodo y bien trazado edificio; o que no tengamos otro motivo para encomiar a alguien que no sea el mismo por el cual alabamos un armario.
En segundo lugar, si se reflexiona, se descubrirá que el provecho de cualquier disposición de ánimo rara vez constituye la primera causa de nuestra aprobación, y que el sentimiento aprobatorio siempre implica un sentido de lo propio muy distinto a la percepción de lo útil. Fácil es observar esto en relación con todas aquellas cualidades que, como virtuosas, reciben nuestra aprobación, tanto con las que conforme a esa doctrina se consideran originalmente útiles a nosotros mismos, como con las que se estiman a causa de la utilidad para los otros.

Las cualidades más útiles para nosotros son,

en primer lugar, la razón en grado superior y en el entendimiento, que nos capacitan para discernir las consecuencias remotas de todos nuestros actos y prever el provecho o perjuicio que con probabilidad pueda resultar de ellos; y,

en segundo lugar, el dominio de sí mismo, que permite abstenernos del placer del momento o soportar el dolor de hoy, a fin de obtener un mayor placer o evitar un dolor más grande en lo futuro. En la unión de esa dos cualidades consiste la virtud de la prudencia, de todas las virtudes la más útil al individuo.


En relación a la primera de esa cualidades, ya se ha advertido antes que la razón en grado superior y el entendimiento, motivan, en cuanto tales, nuestra aprobación como cosa justa y debida y exacta, y no meramente como útil y provechosa.

Es en las ciencias más abstrusas, particularmente en las altas matemáticas, donde los mayores y más admirables esfuerzos de la razón humana se han desplegado; pero el provecho de esas ciencias, para el individuo o para el público, no es obvio y requiere una demostración que no siempre es fácilmente comprendida.

No fue, por tanto, su utilidad lo que primero las hizo acreedoras a la admiración pública. Poco se insistía en esa cualidad, hasta que fue forzoso contestar de algún modo los reproches de quienes, no gustando de tan sublimes especulaciones, se esforzaban en despreciarlas por inútiles.



Y del mismo modo, aprobamos el dominio de sí mismo, que sirve para refrenar nuestros apetitos presentes, a fin de poder satisfacerlos mejor en otra ocasión, tanto bajo el aspecto de propiedad, como bajo el de utilidad.



Cuando obramos de ese modo, los sentimientos que dirigen nuestra conducta parece que coinciden exactamente con los del espectador. Este no experimente la incitación de nuestros apetitos presentes; para él, el placer que vamos a disfrutar de aquí a una semana o un año, es igualmente importante que el que vamos a disfrutar en este momento.

Por lo tanto, cuando acontece que en beneficio del presente sacrificamos el futuro, nuestro comportamiento le parece absurdo y en alto grado extravagante, y queda incapacitado para compartir los principios que la norman.

Por lo contrario, cuando nos abstenemos de gozar un placer presente, a fin de asegurar un mayor placer por venir, cuando nos comportamos como si el objeto remoto nos interesase tanto como el que de un modo inmediato apremia los sentidos, como nuestros efectos corresponden exactamente a los suyos, no puede menos que aprobar nuestro comportamiento, y como sabe por experiencia que muy pocos son capaces de ese dominio de sí mismo, mira nuestra conducta con no poca extrañeza y admiración. De ahí surge esa alta estimación con que los hombres consideran naturalmente la firme perseverancia en el ejercicio de la frugalidad, industria y consagración, aunque no vaya dirigido a otro fin que la adquisición de fortuna. La denodada firmeza de la persona que así conduce y que, para obtener una grande, aunque remota ventaja, no solamente renuncia a todo placer presente, sino soporta los mayores trabajos tanto mentales como corporales, necesariamente impone nuestra aprobación. La perspectiva de su interés y felicidad que parece ordenar su conducta, cuadra exactamente con la idea que naturalmente nos hemos formado de ella. Existe la más perfecta correspondencia entre sus sentimientos y los nuestros, y, al mismo tiempo, por lo que enseña la experiencia de la común flaqueza de la naturaleza humana, es una correspondencia que razonablemente no era de esperarse. No solamente aprobamos, pues, sino hasta cierto punto admiramos su conducta y la tenemos como merecedora de no escaso aplauso. Es precisamente la consciencia de esta merecida aprobación y estima lo único capaz de sostener al agente en la observancia de una conducta de ese estilo. El placer que hemos de disfrutar de aquí a diez años nos interesa tan poco en comparación con el que podamos saborear hoy, la pasión que el primero despierta es, naturalmente, tan débil en comparación con la violenta emoción que el segundo tiende a provocar, que jamás el uno podría compensar el otro, a no ser por el sustento de ese sentido de propiedad, de esa consciencia de merecer la estimación y aprobación de todo el mundo al conducirnos de un modo y a no ser porque nos convertimos, al conducirnos del otro, en objetos propios de su desprecio y escarnio.
Humanidad, justicia, generosidad y espíritu público, son las cualidades de mayor utilidad para los demás. Más atrás se ha explicado en qué consiste la propiedad de la humanidad y justicia; ahí se mostró hasta qué punto nuestra estimación y aprobación de esas cualidades dependen de la conformidad entre los efectos del agente y los de los espectadores.
La propiedad de la generosidad y del espíritu público se funda en el mismo principio que en el caso de la justicia. La generosidad es distinta de la humanidad. Esas dos cualidades que a primera vista parecen tan semejantes, no siempre pertenecen a la misma persona. La humanidad es virtud propia de la mujer; la generosidad, del hombre. El bello sexo, que por lo común tiene mucha más ternura que el nuestro, rara vez tiene igual generosidad. La legislación civil sabe que las mujeres pocas veces hacen donaciones de alguna consideración. La humanidad consiste meramente en el exquisito sentimiento hacia el prójimo, que el espectador abriga respecto del sentimiento de las personas principalmente afectadas, de tal modo que llora sus penas, resiente sus injurias y festeja sus éxitos. Los actos más humanos no exigen abnegación ni dominio sobre sí mismo, ni un gran esfuerzo del sentido de la apropiado. Consisten simplemente en hacer lo que esa exquisita simpatía por sí solo nos incita a llevar a cabo. Otra cosa es la generosidad. Jamás se es generoso sino cuando de algún modo preferimos otra persona a nosotros mismos, y sacrificamos algún grande e importante interés propio a otro igual interés de un amigo o de alguien que es nuestro superior. Quien renuncia a las pretensiones a un empleo, codiciado objeto de su ambición, sólo porque se imagina que los servicios de otro le dan mejor derecho; quien expone la vida para defender la de su amigo que estima más valiosa que la suya, éstos, en ambos casos, no obran por humanidad o porque sientan con mayor exquisitez lo que toca a la otra persona que lo que a ellos concierne. Ambos consideran esos opuestos intereses, no a la luz de lo que a ellos naturalmente pueda parecerles, sino de aquélla en que a los otros aparecen. Para cualquier circunstante, el éxito o conservación de esta otra persona puede, en justicia, ser de mayor interés que el éxito o conservación suyos; pero es imposible que así sea para ellos. Por lo tanto, cuando en interés de esta otra persona sacrifican la propia, es que acomodan sus sentimientos a los del espectador, y por un esfuerzo de magnanimidad actúan de conformidad con la opinión que ellos saben deberá naturalmente ser la de un tercero cualquiera. El soldado que sacrifica su vida para salvar la de su oficial, quizá resultaría muy poco afectado por la muerte de éste si ocurriese sin culpa suya, y cualquier pequeña desgracia que le hubiese acaecido quizá hubiera provocado en él un dolor más vivo. Pero cuando se esfuerza por obrar de tal modo que merezca el aplauso y obligue al espectador imparcial a penetrar en los motivos de su conducta, siente que, para todo el mundo menos para él. su propia vida es una bagatela comparada con la de su oficial, y que al sacrificar la una por la otra, está obrando muy propiamente y conforme a lo que sería la natural comprensión de cualquier circunstante imparcial.
Y acontece lo mismo en los casos en que se hace gala de un excesivo espíritu público. Cuando un joven oficial expone la vida para aumentar los dominios de su soberano en una insignificancia, no es porque, para él, la adquisición de ese nuevo territorio sea algo más deseable que la conservación de su propia vida. Para él, su vida es infinitamente más valiosa que la conquista de un reino entero por el Estado a quien presta sus servicios. Mas al establecer la comparación entre ambas cosas, prescinde del punto de vista normal para él, y acepta el de la nación por la que está guerreando. Para ésta, es de la mayor importancia el éxito de la empresa y de poca consecuencia la muerte de un individuo particular. Cuando el oficial hace suyo este punto de vista, inmediatamente comprende que difícilmente puede ser pródigo en demasía de su propia sangre, si, derramándola, contribuye a tan alto fin. El heroísmo de su conducta consiste, debido al sentido del deber y de lo que es propio, en ahogar el más fuerte de todos los impulsos naturales. Muchos son los honrados ingleses a quienes en lo particular les dolería más la pérdida de una guinea que la pérdida de Menorca, pero que, sin embargo, mil veces preferirían, en caso de estar en su poder la defensa de esa fortaleza, sacrificar la vida antes de verla caer por su culpa en manos del enemigo. Cuando el primer Bruto condujo a sus propios hijos al cadalso porque había conspirado contra la naciente libertad de Roma, sacrificó lo que, de haberlo consultado tan sólo consigo mismo, resultaría ser el afecto más fuerte en aras del más débil. Normalmente, Bruto debió sentir en mucho mayo grado la muerte de sus hijos que todos los posibles males que habría padecido Roma por falta de tan egregio ejemplo. Pero él los miró, no con los ojos de su padre, sino como los de un ciudadano romano. Tan estrechamente compartió los sentimientos propios de esta condición, que en nada tuvo el lazo que los unía a sus hijos; y para un ciudadano romano, los hijos de Bruto, puestos en la balanza con el menor de los intereses públicos de Roma, resultaban cosa despreciable. En éste, como en todos los demás casos de la misma especie, nuestra admiración está fundada, no tanto en la utilidad cuanto en lo insólito, y de ahí deriva la grandiosa, noble y sublime propiedad de tales actos. Ciertamente, cuando consideramos esa utilidad comprendemos que les comunica una belleza adicional que nos los hace aún más recomendables a nuestra aprobación; pero tal belleza es principalmente perceptible a los hombres reflexivos y especulativos, y en manera alguna es la cualidad que primero recomienda esos actos a los naturales sentimientos del núcleo de los hombres.
Conviene advertir que la parte en que la aprobación obedece a la percepción de la belleza de lo útil, no tiene relación alguna con los sentimientos ajenos. Por lo tanto, si fuese factible que una persona llegase a la edad adulta en total incomunicación social, sus actos, a pesar de todo, podrían serle agradables o desagradables, según tendiesen hacia su felicidad o desventaja. Podría percibir cierta belleza de esa especie en la prudencia, en la templanza y en la buena conducta, y una deformidad en el comportamiento opuesto; podría, en un caso, considerar su propio temperamento y carácter con esa especie de satisfacción con que acostumbramos ver una bien dispuesta máquina, o en el otro, con esa especie de disgusto e insatisfacción con que contemplamos un aparato embarazoso y torpe. Sin embargo, como estas percepciones son meramente cuestión de gusto y participan de la debilidad y fragilidad de las percepciones de esa especie —sobre cuya exactitud se funda lo que con propiedad se llama el gusto-, es muy probable que quien se encontrase en su solitaria y desdichada condición, no les prestaría gran atención. Y aun cuando se le ocurriesen, en modo alguno le afectarían de la misma manera antes de su incorporación a la sociedad que a consecuencia de esa incorporación. La sola idea de su propia deformidad no le ocasionaría una interna postración de bochorno, ni la consciencia de la opuesta belleza le produciría la exaltación de un secreto triunfo del alma. La noción de merecer recompensa, en un caso, no lo llenaría de júbilo, ni, en el otro caso, temblaría ante la perspectiva de un merecido castigo. Todos los sentimientos de esa clase implican la noción de otro sujeto que es el juez natural de la persona que los experimenta, y solamente por simpatía con los laudos de este árbitro de su conducta, puede concebir, ya sea el triunfo de la propia abalanza, ya que la vergüenza de la condenación de sí mismo.

De los sistemas de filosofía moral
De los diversos sistemas que se han elaborado respecto del principio aprobatorio

Introducción

La cuestión más importante en Filosofía Moral, después de la indagación acerca de la naturaleza de la virtud, es la relativa al principio aprobatorio, al poder o facultad mentales que hacen que ciertos caracteres nos resulten agradables o desagradables, nos obligan a preferir determinada manera de comportamiento a otra manera distinta, nos conducen a calificar de buena a la una y de mala a la otra y nos llevan a considerar; a la primera, como un objeto digno de aprobación, de honra y recompensa; de culpa, censura y castigo, a la segunda.
Se han dado tres explicaciones diferentes de ese principio aprobatorio. Según algunos, se aprueban o reprueban las propias acciones, así como las de los otros, solamente por amor a sí mismo o por cierto reconocimiento de su propensión a hacernos felices o desgraciados; según otros, la razón, aquella facultad que nos permite distinguir entre lo verdadero y lo falso, es la que habilita para distinguir entre lo conveniente e inconveniente, tanto en los actos como en los efectos; según otros, esa distinción depende totalmente de un inmediato sentimiento y una emoción, y obedece a la satisfacción o aversión que nos inspira la contemplación de ciertos actos y emociones.

El amor a sí mismo, la razón y el sentimiento, por lo tanto, son los tres diferentes orígenes que se han señalado al principio aprobatorio.



Pero antes de que proceda a examinar estas distintas doctrinas, debo advertir que la elucidación de esa segunda cuestión, aunque de la mayor importancia especulativa, no tiene ninguna en la práctica. La cuestión relativa a la naturaleza de la virtud, necesariamente influye en nuestra noción del bien y del mal en muchos casos particulares. La relativa al principio aprobatorio, no puede tener el mismo efecto. Examinar de qué artificio o mecanismo interior proceden esas diversas nociones y sentimientos, es asunto de mera curiosidad filosófica.

De los sistemas que derivan el principio aprobatorio del amor a si mismo


No todos los que explican el principio aprobatorio por el amor a sí mismos lo hacen de la misma manera, y hay bastante confusión e inexactitud en los diversos sistemas. Según Mr. Hobbes y muchos de los que el siguen, 1 el hombre se ve impulsado a refugiarse en la sociedad, no por ningún amor natural hacia sus semejantes, sino porque, faltándole la colaboración de los otros, es incapaz de subsistir holgadamente y al abrigo de todo peligro. Por este motivo, la sociedad se convierte en una necesidad para él, y cuanto propenda al sostén y bienestar sociales, es considerado como cosa remotamente fomenta su propio interés; por lo contrario, todo aquellos que amenaza con perturbar o destruir la sociedad, lo considera en cierta medida dañino y pernicioso a sí mismo. La virtud es el gran sostén y el vicio el gran perturbador de la sociedad humana. La primera, por lo tanto, es aceptable, y el segundo ofensivo para todos los hombres, puesto que de la una prevé la prosperidad y del otro la ruina y confusión de todo lo que tan necesario es para la comodidad y seguridad de su existencia.
Que la propensión de la virtud a fomentar, y del vicio a perturbar el orden social —cuando es examinada la cosa con calma y filosóficamente-, refleje una gran belleza sobre la una y una gran deformidad sobre el otro, es punto que, como ya lo he advertido anteriormente, no puede ser aducido en esta cuestión. La sociedad humana, considerada desde cierto punto de vista abstracto y filosófico, se nos presenta como una inmensa máquina cuyos ordenados y armoniosos movimientos producen innúmeros efectos agradables. Y así como en cualquier otra bella y noble máquina producida por el arte humano, de todo aquello que propendiese a facilitar sus movimientos haciéndolos parejos y fáciles derivaría cierta belleza a causa de ese efecto, y, por lo contrario, todo aquello que propendiese a obstruccionarlos desagradaría por ese motivo; así la virtud, que, como quien dice, es el fino acabado del engranaje social, forzosamente agrada, mientras que el vicio, cual vil orín que lo hace trepidar y rechinar, necesariamente ofende. Esta explicación, pues, del origen del principio aprobatorio o reprobatorio, en cuanto lo deriva de un respeto al orden social, se entronca con aquel principio que concede belleza a la utilidad y que ya expliqué en ocasión anterior; y de ahí es donde esta doctrina saca toda esa plausibilidad que posee. Cuando esos autores describen las innumerables ventajas que la vida culta y social tiene sobre la salvaje y solitaria; cuando se extienden sobre la necesidad de la virtud y el orden como sostenes de la primera, y demuestran cuán infaliblemente propende el predominio del vicio y desobediencia a las leyes a implantar de nuevo la segunda, el lector se siente fascinado con la novedad y magnificencia del paisaje que ponen ante su vista: claramente ve una nueva belleza en la virtud, y una nueva deformidad en el vicio que nunca antes había advertido, y, por lo general, tan encantado está con el descubrimiento, que por rareza se detiene a reflexionar en que si antes no había reparado en esta visión política, es imposible que sea el fundamento de la aprobación y reprobación con que siempre ha estado acostumbrado a considerar aquellas diversas cualidades.
Por otra parte, cuando esos autores derivan del amor a sí mismo el interés que sentimos por el bienestar social y el aprecio que por ese motivo testimoniamos a la virtud, no quieren decir que cuando en esta época aplaudimos la virtud de Catón y abominamos de la infamia de Catilina, nuestros sentimientos sean inducidos de la noción del beneficio que podamos recibir del uno, ni del menoscabo que soportemos a causa del otro. La forma como, según estos filósofos, apreciamos al virtuoso personaje y culpamos al desordenado, no es entendiendo que la prosperidad y el trastorno sociales en aquellas remotas edades y naciones sean influyentes sobre nuestra felicidad o desdicha presentes. Jamás pensaron que nuestros sentimientos estuviesen influidos por el posible beneficio o perjuicio que supusiéramos redundaría en nosotros, bajo el supuesto de haber vivido en aquellas lejanas edades y países; o bien, influidos por los que podrían redundar en nosotros, al pensar que en nuestra vida encontraríamos personas semejantes. En suma, la idea con que esos autores andaban a tientas, pero que no pudieron dilucidar, era esa su simpatía indirecta que experimentaron hacia quienes reciben el beneficio o sufren el perjuicio proveniente de la índole tan opuesta de esos personajes, y eso era lo que confusamente señalaban cuando afirmaron que era la idea del provecho o del sufrimiento lo que incitaba nuestro beneplácito o indignación, sino el concepto o imaginación del posible provecho o sufrimiento en el caso de tener que actuar en compañía de semejantes asociados.
Sin embargo, la simpatía no puede, en modo alguno, considerarse un principio egoísta. Cuando simpatizo con vuestra aflicción o vuestra indignación, puede sostenerse, ciertamente, que mi emoción se funda en amor a mí mismo, porque surge de ese hacer mío vuestro caso, de ese ponerme en vuestra situación y de ahí concebir lo que sentiría en tales circunstancias. Empero, aunque con mucha propiedad se dice que la simpatía surge de un cambio imaginario de situaciones con la persona principalmente afectada, con todo, tal cambio imaginario no se supone que me acontezca a mí, en mi propia persona y carácter, sino en la persona con quien simpatizo. Cuando me conduelo de la muerte de tu hijo, no considero, a fin de poder compartir tu aflicción, lo que yo, persona determinada por mi carácter y profesión, sufriría si tuviese un hijo, sino que considero lo que sufriría si en verdad yo fuera tú, y no solamente cambio contigo de circunstancias, sino de personas y sujetos. Mi aflicción, pues, es enteramente por tu causa y en absoluto por la mía. Por lo tanto, no es en nada egoísta. ¿Cómo puede considerarse que sea pasión egoísta aquella que no responde a algo que ni siquiera en la imaginación me ha acontecido ni que se refiera a mí en propia persona y carácter, sino que en todo atañe a lo que a ti concierne? Un hombre muy bien puede simpatizar con una parturienta, aunque es imposible que se imagine sufriendo en su persona los dolores del parto. De cualquier modo, esta doctrina de la naturaleza humana que deriva todos los sentimientos y afectos del amor a sí mismo, y que tanto ruido ha metido en el mundo, pero que, hasta donde alcanzo, jamás ha sido cabal y distintamente explicada, me parece que ha salido de una confusa y falsa interpretación del mecanismo de la simpatía.

De los sistemas que hacen de la razón el principio de la aprobación

Es bien sabido que fue doctrina de Mr. Hobbes que el estado de naturaleza es un estado bélico, y que con anterioridad a la institución del gobierno civil no es posible la existencia entre los hombres de una vida social segura y pacífica. Por tanto, la conservación del orden social, según él consiste en sostener las instituciones políticas, y destruirlas es tanto como dar fin a ese orden social.

Mas la existencia del gobierno civil depende de la obediencia que se presta al supremo magistrado. En el preciso momento en que pierde su autoridad, todo gobierno ha cesado. Del mismo modo, pues, que la propia conservación enseña a los hombres a encomiar todo aquello que tienda al fomento del bienestar social y a censurar lo que promete lesionarlo, así ese mismo principio les debería enseñar, si en pensamiento y palabra fuesen consecuentes, a encomiar en toda ocasión la obediencia al magistrado civil y a censurar toda desobediencia y rebeldía. Las nociones mismas de lo laudable y censurable debieran ser idénticas a las de obediencia y desobediencia. Por tanto, las leyes del magistrado civil debieran ser consideradas como las últimas y absolutas normas de lo justo e injusto, del bien y del mal.

Al propagar estas ideas, Mr. Hobbes admitió que su intención fue la de sujetar la conciencia de los hombres de un modo inmediato al poder civil y no al eclesiástico, en cuya turbulencia y ambición aprendió a ver, por el ejemplo de su propia época, la causa principal de los desordenes sociales. Por este motivo su doctrina era particularmente ofensiva a los teólogos, quienes, a su vez, no anduvieron cortos en dar rienda suelta con mucha rudeza y encono a la indignación que sentían en su contra.

Igualmente ofensiva resultó esa doctrina a los buenos moralistas, puesto que implicaba que no había una diferencia de naturaleza entre el bien y el mal, que éstos eran valores mudables y variables y que dependían de la simple voluntad arbitraria del magistrado civil. Por lo tanto, esta manera de explicar las cosas fue objeto de ataques procedentes de todas partes y con toda clase de armas: por juiciosas razones, así como por rabiosas peroratas.
Para poder refutar una doctrina tan odiosa, hacía falta demostrar que, con anterioridad a toda legislación o institución positiva, la mente estaba dotada por naturaleza de una facultad mediante la cual podía distinguir en determinados actos y afectos, las cualidades de lo bueno, lo laudable y lo virtuoso, y, en otros, las de lo malo, lo censurable y lo vicioso.
Con justicia advirtió el Dr. Cudworth 1 que la ley no podía ser la causa primera de esos distingos, puesto que, bajo el supuesto de tal ley, necesariamente, o bien era debido obedecerla e indebido desobedecerla, o bien indiferentes el que la obedeciésemos o desobedeciésemos. Aquella ley cuya obediencia o desobediencia, por nuestra parte, era indiferente, no podía, sin duda, ser la causa de aquellos distingos; pero tampoco podía serlo la ley a la que era debido obedecer e indebido desobedecer, porque hasta en este caso iban implicadas como previas las nociones o ideas de lo bueno y lo malo, y las de ser la obediencia a la ley conforme a la idea de lo bueno y la desobediencia a la de lo malo.
Puesto que la mente posee, con prioridad toda la ley, una noción de esos distingos, parece necesaria consecuencia que esa noción procede de la razón, que es la que indica la diferencia entre el bien y el mal, así como lo hace entre la verdad y el error; y esta conclusión, verdadera en cierto sentido, aunque demasiado precipitada en otro, fue más fácilmente aceptada en esa época en que la ciencia abstracta de la naturaleza humana estaba en pañales, y antes de que las distintas facultades mentales hubiesen sido cuidadosamente examinadas y diferenciadas las unas a las otras. En los días en que se ventilaba con gran calor y vehemencia esta controversia con Mr. Hobbes, no se había pensado en ninguna otra facultad de donde se supiese que tales ideas podían originarse. Por estos años, pues, vino a ser doctrina en boga que la esencia de la virtud y del vicio no consistía en la conformidad o inconformidad de las acciones humanas con la ley de un superior, sino en la conformidad o inconformidad con la razón, que de este modo fue considerada como primera causa y principio de la aprobación y reprobación.
En cierto sentido, es verdad que la virtud consiste en una conformidad con la razón, y con mucha justicia puede considerarse a esta facultad, en alguna medida, como causa y principio de la aprobación y la reprobación y de todo sano juicio relativo al bien y al mal.

Es la razón la que descubre esas reglas generales de justicia según las cuales debemos normar nuestros actos, y por esta misma facultad formamos esas más vagas e indeterminadas ideas de lo que es prudente, de lo que es decoroso, de lo que es generoso y noble, ideas que siempre nos acompañan y a cuya conformidad procuramos modelar, en la medida en que mejor podemos, el tenor de nuestra conducta.

Las sentencias morales generalmente admitidas se forma, como toda máxima general, por la experiencia y la inducción. Advertimos en una gran variedad de casos particulares lo que agrada o desagrada a nuestras facultades morales, lo que ellas aprueban o desaprueban, y de esta experiencia establecemos por inducción esas reglas generales. Más la inducción siempre ha sido considerada como una operación de la razón, y por eso se dice con mucha propiedad que de la razón proceden todas esas sentencias generales e ideas. Estas, en gran parte, norman nuestros juicios morales, los cuales serían sumamente inciertos y precarios si dependiesen totalmente de algo tan expuesto a variar como son las inmediatas emociones y sentimientos, que los diversos estados de salud y humor son capaces de alterar de un modo tan esencial. Por lo tanto, como nuestros mejores fundados juicios relativos a lo bueno y a lo malo se norman por máximas e ideas obtenidas por una inducción de la razón, puede, con mucha propiedad, decirse de la virtud que consiste en una conformidad con la razón, y, hasta este extremo, puede considerarse a esa facultad como causa y principio de aprobación y reprobación.
Pero aunque, ciertamente, la razón es la fuente de las reglas generales éticas y de todos los juicios morales que por esas reglas formamos, es completamente absurdo e ininteligible suponer que las percepciones primarias de lo bueno y malo procedan de la razón, hasta en aquellos casos particulares de cuya experiencia se sacan las reglas generales. Estas percepciones primarias, así como toda experiencia en que cualquier regla general se funda, no pueden ser objeto de la razón, sino de un inmediato sentido y emoción.
La manera como se forman las reglas generales éticas, es descubrimiento que en una gran variedad de casos de un modo de conducta constantemente nos agrada de cierta manera, y que, de otro modo, con igual constancia, nos resulta desagradable. Empero, la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable; la razón sólo puede revelar que tal objeto es medio para obtener algo que sea placentero o no, y de este modo puede hacer que el objeto, por consideración a esa otra cosa, nos resulte agradable o desagradable. Mas nada puede ser agradable o desagradable por sí mismo, que no sea porque así nos lo presenta un inmediato sentido y sensación. Por lo tanto, si en todos los casos particulares necesariamente nos agrada la virtud por ella misma, y si del mismo modo el vicio nos causa aversión, no puede ser la razón, sino un inmediato sentido y sensación, lo que así nos reconcilie con la una y nos extraña del otro.
El placer y el dolor son los principales objetos del deseo y de la aversión; pero éstos no se disciernen racionalmente, sino que se distinguen por medio de un sentido inmediato y una emoción.
Si la virtud, pues, es deseable por sí misma, y si, del mismo modo, el vicio es objeto de aversión, síguese que no puede ser la razón, sino el sentido inmediato y la emoción, lo que distingue esas diferentes cualidades.
Sin embargo, como con justicia puede considerarse que hasta cierto punto la razón es principio de aprobación o reprobación, pensóse, debido a una inadvertencia, que estos sentimientos procedían primariamente de una operación de aquella facultad.

Corresponde al Dr. Hutcheson el mérito de haber sido el primero que distinguiera con cierto grado de precisión, y hasta qué punto puede admitirse que todos los juicios morales proceden de la razón, y hasta que punto se fundan en un sentido inmediato y una emoción. En sus Ilustrations Upon the Moral Sense (ilustraciones sobre el sentido moral) ha explicado esto de un modo tan completo, y, a mi parecer, tan incontestable, que si el asunto todavía provoca controversia, solamente puede imputarlo a falta de atención a lo que este caballero ha escrito, o bien a una supersticiosa adhesión a ciertas formas de expresión, debilidad no poco común entre los sabios, especialmente en materia tan profundamente interesante como la presente, en la que un hombre curioso no siempre está dispuesto a ceder ni siquiera en la justeza de una sola frase a la que ha estado acostumbrado.


De aquellos sistemas que hacen del sentimiento el principio de la aprobación

Los sistemas que hacen del sentimiento el principio de la aprobación, pueden dividirse en dos distintas clases:

I. Según algunos, el principio de la aprobación se funda en un sentimiento de naturaleza peculiar; es un poder especial de percepción que la mente ejerce en presencia de ciertos actos o efectos; algunos de éstos impresionan esa facultad de un modo agradable y otros de una manera desagradable; los primeros quedan marcados con los caracteres del bien de lo laudable y virtuoso; los segundos, con los del mal, lo censurable y vicioso. Tratándose de un sentimiento de naturaleza peculiar, diferente de todos los otros, y como efecto que es de un poder especial de percepción, le dan un nombre particular, llamándole el sentido moral.

II. Según otros, no hay necesidad, para explicar el principio de aprobación, de suponer la existencia de un nuevo poder de percepción del que hasta entonces no se tuviera noticia. Se imaginan que la Naturaleza obra en esto, como en todos los demás casos, con la más rigurosa economía, y que produce multitud de efectos de una sola y misma causa; y la simpatía, potencia de que la que siempre se ha tenido debida cuenta y la de la que la mente está manifiestamente dotada, es piensan, suficientemente para explicar todos los efectos atribuidos a aquella facultad especial.

I. El Dr, Hutcheson 1 se esmeró en probar que el principio de la aprobación no estaba fundado en el amor de sí mismo. También demostró que no podía proceder de una operacional racional. Pensó, pues, que no había otro camino que suponer que se trataba de una facultad de especie peculiar con que la naturaleza dotó a la mente humana, a fin de producir este importante y particular efecto.
habiendo excluido el amor a sí mismo y a la razón, no se le ocurrió que podía haber alguna de las ya conocidas facultades mentales que pudiese en alguna manera satisfacer ese propósito.
Sin embargo, y a pesar de todo el esmero que este ingenioso filósofo ha puesto en probar que el principio de la aprobación se funda en un poder especial de percepción, en cierta forma análogo al de los sentidos externos, hay alguna consecuencia de su doctrina, aceptadas por él, que posiblemente sean consideradas por muchos como refutación suficiente de la misma. Admite 2 que las cualidades que pertenecen a los objetos de un sentido no pueden, sin incurrir en grave despropósito, atribuirse al sentido mismo. ¿Quién ha pensado jamás en hablar de un sentido de ver negro o blanco, de un sentido de oír fuerte abajo, o de un sentido de gustar dulce amargo? y, según, él resulta igualmente absurdo llamar a nuestras facultades morales virtuosas o viciosas, lo moralmente bueno o malo. Estas cualidades pertenecen a los objetos de aquellas facultades, no a las facultades mismas. Si, por lo tanto, hubiera un hombre tan disparatadamente constituido que aceptara la crueldad y la injusticias como las más altas virtudes, y rechazara la equidad y la humanidad como los más despreciables vicios, una mente así constituida podría ciertamente ser considerada como perniciosa, tanto para el individuo como para la sociedad, y asimismo considerada como extraña, sorprendente y en sí desnaturalizada; pero no podría, sin incurrirse en grave despropósito, calificarse de viciosa o moralmente perversa.
Y, sin embargo, ni viésemos a un hombre aclamar una bárbara e inmerecida ejecución que hubiese sido mandada por algún insolente tirano, no nos sentiríamos culpables de grave despropósito al calificar de vicioso y moralmente perverso en alto grado ese comportamiento, a pesar de que sólo fuera la expresión de depravadas facultades morales o de una disparatada aprobación de tan horrible acto, como si fuese noble, magnánimo y excelente. Nuestro corazón, así lo imagino, al ver un espectador como ese, olvidaría momentáneamente su simpatía con el paciente y no sentiría sino horror y aborrecimiento al pensar en criatura tan execrable y vil. Lo detestaríamos aún más que al tirano, quien posiblemente obraba impulsado por las impetuosas pasiones de la envidia, el temor y el resentimiento, y que, por ese motivo, sería más disculpable. Mas los sentimientos del espectador aparecerían por completo inmotivados, y, por lo tanto, más perfecta y absolutamente abominables. No existe perversión de sentimientos o afectos, que nuestro corazón se resistiese más a compartir o que rechazase con más odio e indignación que una de esta especie, y, lejos de considerar semejante constitución mental como algo simplemente extraño o pernicioso y en modo alguno vicioso o moralmente perverso, más bien la consideraríamos como el último y más espantoso extremo de depravación moral.
Por en contrario, los sentimientos morales correctos aparecen de suyo en cierto grado laudables y moralmente buenos. Aquel cuya censura y aplauso en toda ocasión van de acuerdo, con gran exactitud, con el valor o indignidad del objeto, parece merecer, en cierto grado, hasta la aprobación moral. Admiramos la delicada precisión de sus sentimientos morales, ; sirven de guía a nuestros propios juicios, y, debido a su insólita y sorprendente exactitud, hasta provocan nuestra admiración y aplauso. Ciertamente, no podemos estar siempre seguros de que la conducta de una persona como esa corresponda a la precisión y exactitud de sus juicios respecto a la conducta ajena. La virtud requiere hábito y firme propósito, tanto como delicadeza de sentimientos, y, por desgracia, algunas veces faltan esas primeras cualidades ahí donde la segunda se da con la mayor perfección. Sin embargo, esa disposición de la mente, aunque algunas veces vaya acompañada de imperfecciones, es incompatible con todo lo que sea crasamente criminal, y es la cimentación más feliz para construir sobre ella la superestructura de la perfecta virtud. hay muchos hombres bien intencionados que se proponen en serio ejecutar cuanto estiman es de su deber, pero que, a pesar de todo, resultan desagradables a causa de la tosquedad de sus sentimientos morales.
Podría decirse, quizá, aunque el principio de la aprobación no está fundado en un poder de percepción que sea en alguna manera análogo a los sentidos externos, aún podría estar fundado en algún sentimiento especial que respondiese a ese fin particular y a ningún otro. Podría pretenderse que la aprobación y reprobación son un determinado sentir o emoción que surgen en la mente provocados por ciertos sujetos o acciones, y así como el resentimiento podría llamársele sentido de la injuria, o a la gratitud sentido del provecho, así aquéllas podrían muy propiamente recibir el nombre de sentido del bien y del mal, o sea sentido moral.
Pero esta explicación, si bien no está sujeta a las mismas objeciones que la anterior, sí está expuesta a otras igualmente incontestables.

En primer lugar, a pesar de todas las variaciones a que está sujeta una emoción cualquiera, conserva los rasgos generales que la singularizan como emociones de determinada especie, y esos rasgos generales siempre son más conspicuos y notorios que cualquier variación que pudiere experimentar en casos particulares. Así, la ira es una emoción de especie particular, y, consecuentemente, sus rasgos generales siempre son más perceptibles que todas las variantes que puede experimentar en casos particulares. La ira contra un hombre es, sin duda, algo diferente de la ira contra una mujer, y a su vez diferente de la ira contra un niño. En cada uno de estos tres casos la pasión de la ira en general admite distintas, modificaciones según el particular carácter de sus objetos, como el atento observador fácilmente podrá advertir. Pero, a pesar de todo, en todos estos casos predominan los rasgos generales de la pasión. Para distinguir estos rasgos no hace falta una observación sutil; es necesaria, por lo contrario, una atención en extremo delicada para descubrir las variaciones. Todo el mundo advierte aquéllos; casi nadie observa éstas. Por lo tanto, si la aprobación y la reprobación fuesen —como la gratitud y el resentimiento- emociones de una especie particular, distinta de todas las demás, sería esperar que en todas las variaciones que la una y la otra fuesen susceptibles de sufrir, se conservaran claros, manifiestos y fácilmente perceptibles los rasgos generales que las caracterizan como emociones de determinada especie particular. Empero, de hecho, acontece lo contrario. Si nos atenemos a lo que en realidad sentimos cuando en diversas ocasiones aprobamos o reprobamos algo, descubriremos que, con frecuencia, en un caso nuestra emoción es totalmente distinta a la de otro caso, y que no es posible advertir entre ambos ningún rasgo común. Así por ejemplo, la aprobación con que miramos un sentimiento tierno, delicado y humano, es bastante distinta de aquella con que recibimos la impresión de un sentimiento que se nos presenta como admirable, osado y magnánimo. Nuestra aprobación por ambos puede, en diversas ocasiones, ser perfecta y completa; pero uno de ellos nos enternece y el otro nos eleva, y no hay ningún parecido entre las emociones que provocan en nosotros. Ahora bien, según la doctrina que he estado procurando demostrar, tal debe, necesariamente, ser el caso. Como las emociones de la persona a la que aprobamos, en esos dos casos, opuestas la una a la otra, y como nuestra aprobación procede de la simpatía con esa emociones opuestas, lo que sentimos en un caso no puede en nada parecerse a lo que sentimos en el otro. Empero, esto no podría acontecer si la aprobación consistiese en una emoción peculiar que no tuviese nada en común con los sentimientos objeto de la aprobación, sino que surgiese en presencia de esos sentimientos, a la manera como cualquiera otra pasión surge en presencia del objeto que le es propio. Lo mismo puede decirse respecto a la reprobación. El horror que nos inspira la crueldad, en nada se asemeja al desprecio que sentimos hacia lo ruin. Es una especie muy distinta de discordia la que sentimos en presencia de esos dos diferentes vicios, entre nuestro propio parecer y el de la persona cuyos sentimientos y comportamiento observamos.

En segundo lugar, ya he advertido que no solamente las diferentes pasiones o afectos humanos que son motivo de aprobación o reprobación se nos presentan con el carácter de bondad y perversidad morales, sino que también la aprobación conveniente e inconveniente se presenta a nuestros naturales sentimientos con el sello de esas mismas cualidades. En consecuencia, se me ocurre preguntar ¿cómo es que, según esta doctrina, aprobamos o reprobamos la aprobación misma según sea conveniente o inconveniente? A esta pregunta no hay, me imagino, sino una sola contestación que sea razonable. Será necesario decir que, cuando la aprobación con que nuestro prójimo observa la conducta de un tercero, coincide con la nuestra, es que aprobamos su acto aprobatorio y lo tenemos, en cierta medida, por moralmente bueno; y, por lo contrario, cuando no coincide con nuestros propios sentimientos, lo desaprobamos y consideramos, en cierta medida, moralmente perverso. Debe, pues admitirse que, por lo menos en este caso, la coincidencia u oposición de sentimientos entre el observador y la persona observada, es lo que constituye la aprobación o reprobación moral. Y si consiste en eso en un caso, yo pregunto ¿por qué no en todos los demás? ¿Qué objeto tiene imaginar un nuevo poder de percepción para explicar esos sentimientos?
Contra toda explicación del principio aprobatorio que quiera hacerlo depender de un sentimiento peculiar distinto de todos los demás, yo objetaría: que es bien extraño que ese sentimiento, sin duda intencionado por la Providencia para ser el principio rector de la naturaleza humana, hubiese pasado hasta ahora tan inadvertido, al grado de carecer de nombre en todos los idiomas. La designación: sentido moral, es de cuño muy tardío, y todavía no puede considerarse forme parte del idioma inglés. La palabra aprobación, sólo desde hace pocos años es propia para denotar con peculiaridad cosas de esta especie. Propiamente hablando, aprobamos todo aquello que nos satisface completamente: la forma de un edificio, la traza de un máquina, el sabor de un plato de carne. La palabra conciencia no denota primariamente alguna facultad moral que nos permita aprobar o reprobar algo. La conciencia implica, ciertamente, la existencia de alguna facultad de esa especie, y significa propiamente nuestro darnos cuenta de haber obrado conforme o contrariamente a sus mandatos. Ya que el amor, el odio, la alegría, la aflicción, la gratitud, el resentimiento y tantas otras pasiones que se supone están todas sujetas a ese principio, han demostrado ser suficientemente importantes para obtener rótulos que nos las dan a conocer ¿acaso no es sorprendente que la reina de todas ellas hubiese pasado hasta ahora tan poco advertida, que, excepción hecha de unos cuantos filósofos, a nadie le ha parecido aún que valga la pena bautizarla con algún nombre?

Cuando concedemos nuestra aprobación a algún sujeto o a una acción, los sentimientos que experimentamos, según la doctrina que antecede, tienen cuatro orígenes que en cierto sentido son distintos los unos a los otros.

Primero, simpatizamos con los motivos del agente; segundo, compartimos la gratitud de quienes advertimos que su conducta ha sido conforme a las reglas generales por las que esas dos simpatías usualmente actúan, y, por último, cuando consideramos que tales actos forman parte de un sistema de conducta que tiende a fomentar la felicidad del individuo o de la sociedad, tal parece que derivan cierta belleza de esa utilidad, no muy distinta de la que atribuimos a cualquier máquina bien trazada. Una vez desconectado, en cualquier caso particular, todo lo necesariamente debe reconocerse que procede de uno u otro de estos cuatro principios, quisiera saber de buena gana lo que queda de residuo, y sin reservas permitiré que se atribuya ese sobrante al sentido moral o a cualquiera otra facultad privativa, con tal de que alguien determine con toda precisión lo que ese sobrante sea. Quizá fuera de esperarse que, si en verdad existiera esa facultad privativa tal como se supone que lo es el sentido moral, pudiéramos, en algunos particulares, sentirlo separado y desprendido de todos los otros, como con harta frecuencia sentimos en toda su pureza y sin mezcla de otra emoción, la alegría, la aflicción, la esperanza y el temor. Esto, me imagino, ni siquiera puede intentarse. Jamás he oído que se aduzca un ejemplo por el que pueda decirse que esta facultad obra por sí sola y sin mezcla alguna de simpatía o antipatía, de gratitud o resentimiento, de percepción del acuerdo o desacuerdo de cualquier acto con una regla establecida, o, por último, sin mezcla de ese gusto general por la belleza y el orden que, tanto los objetos inanimados como animados, provocan en nosotros.

II. Hay otra doctrina que intenta dar razón, por medio de la simpatía, del origen de nuestros sentimientos morales, pero que es diferente a la que yo me he esforzado por demostrar. Es aquella que hace que la virtud radique en la utilidad, y la que explica el placer con que el espectador reconoce la utilidad de cualquier cualidad, por simpatía con la felicidad de quienes resultan afectados por ella. Esta simpatía es diferente tanto de aquella por la que penetramos en los motivos del agente, como de aquella por la que acompañamos en la gratitud a las personas que resultan beneficiadas por sus actos. Se trata del mismo principio que aquel por el que concedemos nuestra aprobación a una bien trazada máquina. Pero ninguna máquina puede ser objeto de una ni otra de esa dos simpatías últimamente mencionadas. En la cuarta parte de esa disertación ya he dado alguna cuenta de esa doctrina.

Lecciones de Economía Política

LECCIONES DE ECONOMIA POLITICA

Carlos Evaristo Hernández

Introductoria

Esta exposición es un conjunto de lecciones aprendidas, impartidas e interpretadas. Esencialmente tiene la intención de repasar los fundamentos de la Economía Política como la Ciencia del Trabajo, pues como sabemos la Teoria del Valor Trabajo constituye el corazón de la Economía Política, pese a los intentos de buscar el valor de las cosas en los deseos subjetivos, en la circulación y no en la producción. La Economía Política es la Ciencia de la Riqueza, así la definió su fundador Adam Smith y la riqueza se crea por medio del trabajo; por ello la Economía Política es una ciencia que estudia sistemáticamente el trabajo como el creador del valor y como Política y Política Económica se estudia cómo el trabajo se libera en un proceso histórico de sus formas y contenidos de explotación. La liberación de la explotación del trabajo humano es la esencia de la liberación de la humanidad. La liberación de la explotación del trabajo humano posibilitará el desarrollo de las fuerzas productivas y la creación de riqueza social de tal forma que la humanidad tenderá a liberarse, valgan las redundancias, de las limitaciones que impone la carencia por falta de producción y por exceso de concentración de bienes y servicios. El hambre y las enfermedades, la falta de educación y vivienda se espera que no constituyan limitaciones graves en la humanidad del futuro. A estudiar este prolema, ni más ni menos, se dedica la Economía Política actual.

Economía Política: Una definición

La Economía Política puede definirse, a nuestro juicio, como la ciencia que estudia la producción de la riqueza social, su distribución entre las clases sociales en relación con el funcionamiento del Estado.

La ciencia tiene dos componentes, la Economía y la Política, cada una de ellas tiene sus propias dimensiones: la Economía trata de la riqueza y la Política del poder; la Economía Política, para decirlo de una manera simple, trata de la riqueza del poder o del poder de la riqueza, sin que ello sea un juego de palabras.

En Economía, como ciencia tenemos dos definiciones básicas: es la ciencia que trata de las relaciones sociales de producción, distribución y consumo de bienes y servicios o es la ciencia que trata de la escasez, del uso de recursos limitados para satisfacer necesidades ilimitadas.

En la primera definición se va al encuentro del concepto de conflicto o lucha de clases por la propiedad o no de medios de producción y en la segunda definición al consenso social, histórico, psicológico y matemático para la optima utilización de los recursos y el poder de mercado. La primera examina el valor en la producción y la segunda en la circulación: en una, la riqueza social se mide por el acto objetivo del trabajo en otra, se mide por el acto subjetivo del consumo.

Economía Política como Método

Cada vez que intentamos explicarnos un hecho social, constatamos que la explicación ecónomica no constituye una parte sino la parte medular de la explicación.
La producción, distribución y consumo de la riqueza social es la base de acciones e intenciones sociales individuales y colectivas. Pero aún más. Cuando no le ponemos el apellido "política" al sujeto "economía" casi de entrada nos sentimos encarrilados a la realización de un análisis del problema de la riqueza social desde un punto de vista no relacionado con el poder del Estado sino con la medición, con la cuantificación de oferta, demanda, canales de comercialización y otros temas no políticos. Y eso nos aleja de la visión integral de la realidad, de la percepción de sus principales causas, pues la medición es adjetiva y no sustantiva para el análisis en tanto que el problema del poder del Estado es sustantivo y no adjetivo. Esto quiere decir que es necesario medir, cuantificar lo sustancial que emana de un análisis de Economía Política.

Muchos problemas económicos pueden explicarse sin cuantificarlos, pero muchas cuantificaciones no explican problemas económicos. Cuando buscamos la esencia de los problemas políticos la encontramos en la economía de ahí que la vida cotidiana del comer, vestirse o habitar o cultivar, esté impregnada, integralizada con el problema de qué sector social domina las políticas públicas.
La Economía Política enfocada de esta manera es no solamente una concepción, una teoría, sino un método imprescindible, porque explica las causas, efectos y relaciones principales en el análisis de los hechos sociales.

Un análisis de Economía Política contendría básicamente:

1. Caracterización de clases, capas, estamentos y grupos sociales; sus intereses económicos y relaciones con motivo de la producción, distribución y consumo de bienes y servicios, en una dimensión, tiempo y espacio determinado.

2. Caracterización de la concreción política de lo dicho en el apartado anterior, lo que implica: estudio de los intereses económicos materializados en partidos políticos, agrupaciones formales y reales, gremios y asociaciones, contradicciones y antagonismos de poder real y formal, mecanismos, correlación de fuerzas y formas de lucha política.En este contexto es que puede hablarse me parece de las dimensiones aplicadas de la Economía Política, que son tan variadas como los hechos sociales: Economía Política Matemática de la cual ya abrimos una "zona" en esta página e intentaremos abrir otra exploración aplicada con la Economía Política de la Salud.

El interés político en la definición de Economía: un recordatorio

En wikipedia se encuentra una definición elemental de Economía Política. Nos parece que un aspecto sustancial del artículo sobre la definición de Economía es el señalamiento de que a finales del siglo XIX el "apellido" (Política) se omite en el intento de castrar a la Economía de su contenido Político, que en definitiva es el estudio de la distribución de la riqueza entre clases sociales, como enseñaron sus fundadores.

El análisis consecuente y científico de la Teoría del Valor Trabajo iniciado por Adam Smith llevó en el proceso a que Carlos Marx creara la Teoría de la Plusvalía, una teoría de la explotación económica del ser humano consustanciada con la lucha de clases y la necesidad de la revolución social.

La reacción teórica ante el descubrimiento de Marx, fué la creación de una teoría del valor que desplazó el planteamiento de Smith sobre la teoría del valor trabajo a la teoría del valor del consumidor. Ya no es el trabajo la fuente del valor sino el consumidor y su elección. El problema del valor se desplazó de la esfera de la producción a la esfera de la circulación. El origen del valor ya no está en la objetivación del trabajo sino en la subjetivación del consumo. Correspondió a Alfred Marshall la realización de la Síntesis Neoclásica: la Economía tiene más relación con la medición matemática de la riqueza que con la caracterización social de la riqueza.

En el artículo de la enciclopedia mencionada se destaca que la Economía Política tiene como fundamento a tres grandes pensadores: Adam Smith, David Ricardo y Carlos Marx. Nosotros añadiríamos a Federico Engels, cuyos trabajos de sociología política no se contienen en los trabajos de Marx, pero sobre todo porque fué Engels quien hizo primero la crítica de Economía Política como lo reconoció el mismo Carlos Marx.

La Ciencia Económica pro capitalista, o burguesa, aplica una especie de política de dos carriles (two track policy):

1. Ha intentado separar el término Economía del término Política.

2. Ha revivido el término Economía Política ya no entendida como lucha de clases por la apropiación de la riqueza. El término de Economía Política se constituye con todo un arsenal teórico de Carl Menger, William Jevons, León Walras y John Keynes, que ponen como punto de partida la conducta del consumidor, incluso bajo la forma de propensión marginal a consumir en el caso de Keynes.

Smith y Marx

En la historia de la Economía Política existen dos centros de gravedad teórica: las teorías de Adam Smith y las de Carlos Marx. El primero porque construyó de manera sistemática la teoría por primera vez y el segundo porque criticó, también de manera sistemática y por primera vez, la teoría de la Economía Política. De manera que una buena y necesaria lección de la Economía Política es la de examinar, en principio el aporte de estos dos grandes pensadores.

Hay que recordar como lo hace la biografía de Adam Smith de wikipedia, que éste recibió la influencia de David Hume y de los fisiócratas franceses especialmente Francois Quesnay y Robert Turgot, a quienes conoció personalmente cuando viajó por Francia como docente particular de uno de los potentados de la época.

Los fisiócratas, según Marx pueden considerarse los padres de la Economía Política pues fueron los primeros en plantear el reparto de la riqueza entre clases sociales determinando que la creación de la riqueza se realizaba por medio del trabajo. Smith sistematizó las concepciones de los fisiócratas y determinó que el factor fundamental para generación constante de la riqueza de las naciones era la división del trabajo, de todo el trabajo (incluido y especialmente el industrial) y no solamente el agrícola como postulaban los fisiócratas.

Marx desarrolló la teoría del valor trabajo y explicó que antes de la división del trabajo está la explotación del trabajo y que ésta última ha constituido el pilar de la evolución social, no solamente en el capitalismo sino en toda sociedad humana. Señaló que en el capitalismo se lleva a su exremo histórico la explotación del trabajo y se crea una ciencia, la Economía Política para explicarse científicamente cómo desarrollar el sistema. La Economía Política para Marx es una ciencia capitalista, por ello, ya se ha indicado, Marx realiza una CRITICA de la Economía Política y no una CREACION de la Economía Política.


jueves, julio 26, 2007

Fuentes de Información: economía y salud

Página del Banco Interamericano de Desarrollo, BID, relacionada con el estudio de la Salud Pública y que contiene un estudio sobre la Economía Política de la Salud y las Reformas, desde el punto de vista de la teoría marginalista. La referencia se encuentra en:

http://www.iadb.org/sds/publication/publication_4603_s.htm

Para un panorama elemental y resumido, no sintetizado, con aplicación al caso de Colombia, del concepto de Economía de la Salud desde el punto de vista de la Teoría de la Utilidad véase:

http://www.monografias.com/trabajos26/economia-salud/economia-salud.shtml

La página web de la Organización Mundial de la Salud relacionada con la la Economía de la Salud, se localiza en:

http://www.who.int/topics/health_economics/es/

martes, julio 17, 2007

Capitalismo en Rusia

*
Buscando la referencia electrónica a la obra completa de Lenin "El Desarrollo del Capitalismo en Rusia" nos encontramos con esta reseña que destaca el acucioso trabajo científico de Lenin para escribirla.

"Esta obra de singular importancia histórica, fue concluida por Lenin en febrero de 1899, durante su destierro en la aldea de Shúshenskoie, en la helada Siberia, constituyéndose en un extraordinario ejemplo de aplicación de los principios del marxismo a la realidad de Rusia de las dos últimas décadas del siglo XIX y un desarrollo de las ideas fundamentales de El Capital.

La obra marcó un giro en el estudio de la Economía Política en su lucha contra el viejo sistema económico y político y por la creación del partido bolchevique.

Con esta obra, Lenin, destruye las posiciones ideológicas del populismo; marca una continuación del estudio aparecido como artículo sobre “Los nuevos desplazamientos económicos en la vida campesina”, el informe “A propósito del llamado problema de los mercados” y de los artículos sobre el romanticismo económico. Hay una vinculación estrecha con las obras anteriores en lo relativo al punto inicial entre el análisis de la economía mercantil simple y la capitalista.

En la preparación de esta obra Lenin utilizó más de seiscientos libros y materiales de primera mano, habiendo concluido el borrador del manuscrito en agosto de 1898, y la redacción definitiva, a principios de 1899.

Cada capítulo de la obra fue discutido por los socialdemócratas deportados en el distrito de Minusinsk.
En el primer capítulo se analizan los errores teóricos de los economistas populistas y Lenin expone la teoría de Marx.

Los tres capítulos siguientes se refieren a la evolución de la agricultura; el quinto, sexto y séptimo los dedica a exponer los procesos de desarrollo de la industria.

El octavo y el último se refieren a la creación de un mercado interno en Rusia.

Cada capítulo implica una exposición, defensa y desarrollo del marxismo, en los que es muy claro su método analítico diferente de la concepción populista.

Si los populistas iniciaban sus divagaciones por el problema del mercado; Lenin lo hace por la división social del trabajo, demostrando que el problema del mercado interior no es un asunto independiente que pueda desligarse del nivel de desarrollo del capitalismo.

Lenin parte de la economía mercantil simple, para seguir, paso a paso, hasta la economía capitalista, advirtiendo que la base de la economía mercantil es la división social del trabajo.A medida que evoluciona la producción mercantil van separándose de la agricultura las diversas formas de elaboración de la materia prima, las mismas que se transforman, gradualmente, en ramas de la industria que producen mercancías. La producción agrícola, a su vez, se convierte también en industria, como rama de la economía productora de mercancías, diferente a la economía natural, que producía valores de uso para una unidad económica determinada: la familia campesina, la comunidad rural o la hacienda feudal, trasformando los productos agrícolas en el propio seno de aquellas economías."

El vínculo puede verse en:

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Economía Política DE LA Matemática

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Reflexionando sobre la aplicabilidad de la Economía Política, como concepción y como método para estudiar problemas sociales, llegamos a un planteamiento preliminar, a manera de hipótesis, si se quiere percibirlo de esa manera. No es lo mismo por ejemplo, decir "Economía Política Matemática" que "Economía Política de la Matemática". En el primer caso tendríamos que ocuparnos de la medición de los fenómenos de producción, distribución y consumo asociados a los intereses económicos de las clases sociales y sus relaciones con el Estado. En el segundo caso de los intereses económicos y sociales expresados en el poder del Estado en la medición de los fenónemos. No es lo mismo explicarse los grandes avances de la matemática aplicados a los problemas de la Economía Política que explicarse de manera Económica y Política el avance de la Matemática. Y realmente es esto último lo que queremos hacer: descubrir los intereses y las condiciones de clase social que impulsan los grandes descubrimientos y aplicaciones matemáticas incluyendo desde luego el campo de la Ciencia Económica.

El surgimiento de la Matemática está asociada al hecho económico político. La medición de la tierra, la geometría, surge de los intereses económicos de la clase explotadora en el Antiguo Egipto. Necesitaban tener mediciones correctas de los flujos y reflujos en las altas y bajas "mareas" del Río Nilo para calcular impuestos y distribución de tierras naturalmente irrigadas. Un hecho económico da origen a una medición. Ninguno de los sabios de Grecia, ya se ha dicho, hubiera podido reflexionar sobre la Matemática si no hubiera tenido los medios de subsistencia que garantizaba la explotación esclavista. Las grandes civilizaciones de América Precolombina asociaron sus grandes descubrimientos como el calendario maya, al cálculo económico relacionado con las estaciones climáticas y la productividad de la tierra.

Los tres pilares de la Matemática: Contar (es una Ciencia de la Medición), Sumar y Restar (contradicciones antagónicas a lo Hegel que encuentran su síntesis primaria en el proceso de contar o medir) se complican para explicar realidades más complejas surgidas de hechos económicos: el comercio crece conforme la capacidad productiva del trabajo lo hace también. La Suma se sintetiza en la multiplicación, nos dice Isaac Asimov y la multiplicación se sintetiza en la potenciación añadimos nosotros. La resta se sintetiza en la división sigue Asimov y la división se sintetiza en la radicación reflexionamos nosotros. De tres pilares básicos medir por medio de sumas y restas se compone la Matemática. Podemos trabajar con números y vectores, comparar incrementos de incrementos como en el Cálculo Diferencial e Integral, al final estarán presentes las funciones básicas del surgimiento de la Matemática.

Explicar pues las condiciones materiales de existencia de teóricos y teorías Matemáticas y su relación con el desarrollo económico y las clases sociales que lo sustentan y el Estado, es el propósito de la Economía Política de la Matemática.
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viernes, julio 13, 2007

Método de Mínimos Cuadrados

Con motivo de la lectura para una defensa de tesis nos vimos obligados a recapitular algunos elementos teóricos (en la dirección de construir elementos de lo que hemos denominado Economía Política Matemática) del Método de Mínimos Cuadrados y hacer algunas consideraciones sobre la necesidad de retomar el planteamiento de los autores originales para la elaboración de la tesis. Nuestras consideraciones son las siguientes:

1. Cuando se toma como base una teoría es necesario leer al autor original. Por ejemplo, si hacemos un análisis basado en la teoría de Keynes, hay que leer a Keynes. Desde luego que al mismo tiempo hay que trabajar con los autores contemporáneos y el desarrollo de la teoría pero es a nuestro juicio imprescindible leer en las fuentes.

2. La lectura de una tesis sobre el multiplicador nos llevó a recordar que en las fórmulas y modelos, es necesario explicarse la lógica interna, el porqué de las cosas. Se debe tener claridad de la situación REAL de la economía que expresan las variables o constantes. Es necesario poder explicar con palabras y de manera sintética la situación REAL que expresan los símbolos y los números. Una fórmula expresa de manera LIMITADA situaciones que son ILIMITADAS. De ahí la LIMITACION de la fómula matemática.

3. La prueba de los Mínimos Cuadrados se desarrolló aplicada a la astronomía, calculando el desenvolvimiento de la órbita de un asteroide, a fin de pronosticar la coincidencia de la realidad del curso con la suposición. Como se trataba de hacer coincidir numéricamente la realidad con la posibilidad el método trasladó su aplicación a todas las ramas del saber humano, a partir de la estadística y la matemática.

"El día de Año Nuevo de 1801, el astrónomo italiano Giuseppe Piazzi descubrió el asteroide Ceres. Fue capaz de seguir su órbita durante 40 días. Durante el curso de ese año, muchos científicos intentaron estimar su trayectoria en base a las observaciones de Piazzi (resolver las ecuaciones no lineales de Kepler de movimiento es muy difícil). La mayoría de evaluaciones fueron inútiles; el único cálculo suficientemente preciso para permitir a Zach, astrónomo alemán, reencontrar a Ceres al final del año fue el de un Carl Friedrich Gauss de 24 años (los fundamentos de su enfoque ya los había plantado en 1795, cuando aún tenía 18 años). Pero su método de mínimos cuadrados no se publicó hasta 1809, apareciendo en el segundo volumen de su trabajo sobre mecánica celeste, Theoria Motus Corporum Coelestium in sctionibus conicis solem ambientium. El francés Adrien-Marie Legendre desarrolló el mismo método de forma independiente en 1805. En 1829 Gauss fue capaz de establecer la razón del éxito maravilloso de este procedimiento: simplemente, el método de mínimos cuadrados es óptimo en muchos aspectos. El argumento concreto se conoce como teorema de Gauss-Markov."

La referencia general que es una buena explicación introductoria, puede verse en:

http://es.wikipedia.org/wiki/Mínimos_cuadrados

4. Una explicación contemporánea relacionada con el Método de los Mínimos Cuadrados se encuentra en:

http://www.cienciaredcreativa.org/guias/regresion.pdf

sábado, julio 07, 2007

Economía Política: Un método

Cada vez que intentamos explicarnos un hecho social, constatamos que la explicación ecónomica no constituye una parte sino la parte medular de la explicación. La producción, distribución y consumo de la riqueza social es la base de acciones e intenciones sociales individuales y colectivas. Pero aún más. Cuando no le ponemos el apellido "política" al sujeto "economía" casi de entrada nos sentimos encarrilados a la realización de un análisis del problema de la riqueza social desde un punto de vista no relacionado con el poder del Estado sino con la medición, con la cuantificación de oferta, demanda, canales de comercialización y otros temas no políticos. Y eso nos aleja de la visión integral de la realidad, de la percepción de sus principales causas, pues la medición es adjetiva y no sustantiva para el análisis en tanto que el problema del poder del Estado es sustantivo y no adjetivo. Esto quiere decir que es necesario medir, cuantificar lo sustancial que emana de un análisis de Economía Política. Muchos problemas económicos pueden explicarse sin cuantificarlos, pero muchas cuantificaciones no explican problemas económicos. Cuando buscamos la esencia de los problemas políticos la encontramos en la economía de ahí que la vida cotidiana del comer, vestirse o habitar o cultivar, esté impregnada, integralizada con el problema de qué sector social domina las políticas públicas. La Economía Política enfocada de esta manera es no solamente una concepción, una teoría, sino un método imprescindible, porque explica las causas, efectos y relaciones principales en el análisis de los hechos sociales.

Un análisis de Economía Política contendría básicamente:

1. Caracterización de clases, capas, estamentos y grupos sociales; sus intereses económicos y relaciones con motivo de la producción, distribución y consumo de bienes y servicios, en una dimensión, tiempo y espacio determinado.

2. Caracterización de la concreción política de 1. Partidos políticos, agrupaciones formales y reales, gremios y asociaciones, contradicciones y antagonismos de poder real y formal, mecanismos, correlación de fuerzas y formas de lucha política.

En este contexto es que puede hablarse me parece de las dimensiones aplicadas de la Economía Política, que son tan variadas como los hechos sociales: Economía Política Matemática de la cual ya abrimos una "zona" en esta página e intentaremos abrir otra exploración aplicada con la Economía Política Territorial.

Aristóteles: Clases Sociales

Sobre las Clases Sociales
Aristóteles


(I)

En todas las artes y ciencias que no versan sobre una parte, sino que son completas en relación con un género, pertenece a una sola considerar lo que corresponde a cada género.

La gimnasia, por ejemplo, ha de considerar qué ejercicio conviene a qué cuerpo y cual es el mejor, así como qué ejercicio en general es mejor para la mayoría (pues esto es también del resorte de la gimnástica); y a más de esto, si alguno deseare adquirir hábitos físicos y cierto saber inferior al que se requiere para los ejercicios atléticos, estará aún en la competencia del maestro de gimnasia y del entrenador proporcionarle esta capacidad por lo menos.

Y lo mismo vemos que acontece en lo relativo a la medicina, a la construcción de navíos, a la confección de vestidos y en todas las demás artes. Es evidente, por tanto, que a la misma ciencia corresponde considerar cuál es la mejor constitución política y qué carácter debe tener de acuerdo con nuestro ideal si ningún factor externo lo impide, como también cuál es la que puede adaptarse a tal pueblo.

(Para muchos, en efecto, será quizás imposible alcanzar la mejor constitución, de suerte que el legislador y el verdadero político no debe ignorar ni cuál es la mejor en absoluto, ni la mejor dentro de las circunstancias)

(...) deberá considerar el régimen que deriva de un supuesto dado (esto es, ser capaz de examinar, en una constitución dada, cómo pudo surgir desde el principio, y una vez que existe así, de qué modo podría asegurarse su existencia el mayor tiempo posible.

Me refiero, por ejemplo al caso en que una ciudad no esté regida por la constitución mejor, y que aun esté desprovista de las condiciones elementales para ello, ni siquiera por la que es practicable dentro de las circunstancias, sino por una francamente inferior).

Además de todo esto, aún debe conocer la constitución que mejor se ajusta a todas las ciudades, ya que la mayoría de los publicistas en materia constitucional, por más que acierten en los demás puntos, yerran en estos otros de utilidad práctica.

No se ha de considerar, en efecto, sólo la constitución mejor, sino también la que es posible, la que más fácil y más comúnmente puede implantarse en todas las ciudades.

Ahora, en cambio, unos no investigan sino la constitución de extremada perfección y que requiere un conjunto de condiciones complementarias, en tanto que otros proponen alguna forma común, haciendo a un lado las constituciones existentes y limitándose a alabar la espartana o alguna otra.

Mas lo que sería menester es introducir un orden político tal que los ciudadanos pudieran fácilmente acatar y compartir dentro de las circunstancias, porque no es menor hazaña enderezar una constitución que construirla desde el principio, así como no lo es menos reaprender una ciencia que aprenderla desde el principio.

Por lo cual, y además de los conocimientos ya expresados, el político debe ser capaz de subvenir a las constituciones ya existentes, según se dijo también antes.

Ahora bien, esto será imposible si ignora cuántas formas constitucionales hay, pues actualmente hay quienes piensan que existe sólo una especie de democracia y una especie de oligarquía, lo que no es verdad.

De aquí que no deban ocultársele las variedades entre las constituciones, cuántas son y de cuántos modos pueden combinarse. A más de esto, debe discernir con la misma prudencia las leyes mejores de las que pueden adaptarse a cada sistema constitucional, ya que las leyes deben establecerse en vista de las constituciones -y es así como las establecen todos- y no las constituciones en vista de las leyes.

La constitución, en efecto, es la organización de los poderes en las ciudades, de qué manera se distribuyen, y cuál debe ser en la ciudad el poder soberano, así como el fin de cada comunidad, mientras que las leyes, con independencia de los principios característicos de la constitución, regulan el modo como los gobernantes deben gobernar y guardar el orden legal contra los transgresores.

Es pues, manifiesto que aun para el solo propósito de legislar, el político ha de conocer necesariamente las variedades de cada constitución y su número, porque es imposible que las mismas leyes sean convenientes a todas las oligarquías o democracias, si realmente hay varias y no una sola democracia u oligarquía.

(II)

En nuestra primera investigación sobre las formas de gobierno hemos distinguido tres constituciones rectas, a saber, monarquía, aristocracia y república, así como tres desviaciones de ellas, y que son respectivamente: de la monarquía, la tiranía; de la aristocracia, la oligarquía, y de la república, la democracia.

De la aristocracia y de la monarquía hemos hablado ya (puesto que estudiar lo relativo a la mejor constitución es tanto como hablar de las formas designadas con aquellos nombres, ya que cada una de ellas apunta a un sistema constituido de acuerdo con la virtud provista de recursos).

Asimismo hemos distinguido antes en qué difieren entre sí la aristocracia de la monarquía, y cuando debe asumirse la monarquía.

No queda, por tanto, sino discutir la forma constitucional que ha recibido el nombre, común a todas, de república, y después las otras formas: oligarquía, democracia y tiranía.

De estas desviaciones, pues es manifiesto cuál es la peor y cuál es la segunda inmediata a la peor.

En efecto, la desviación de la forma primera y más divina ha de ser necesariamente la peor.

Ahora bien, la monarquía o lo será sólo de nombre y no en realidad, o por necesidad ha de fundarse en la gran superioridad del que reina; y en consecuencia, la tiranía, siendo la peor de las desviaciones, será la que más se aleje del gobierno constitucional. En segundo lugar viene la oligarquía (régimen del cual se aparta mucho la aristocracia), y como la más moderna, la democracia. Uno de nuestros predecesores ha mostrado ya lo mismo, aunque sin atender al mismo principio que nosotros, pues juzgaba que de todos las constituciones puede haber desviaciones buenas, como una buena oligarquía, y así de las demás, y que en este caso la democracia es la peor, pero la mejor, en cambio, cuando las desviaciones son malas.

Nosotros, en cambio, sostenemos ser todas ellas por completo erradas, y que no es correcto decir que hay una forma de oligarquía mejor que otra, sino menos mala. Más dejemos por ahora esta discusión, y distingamos cuántas variedades hay de cada constitución, sobre la base de que hay varias formas tanto de democracia como de oligarquía.

(...) cuál es la forma más común y cuál la más deseable de la mejor constitución; y también, si existe alguna otra aristocracia bien constituida; pero no adaptable a la mayoría de las ciudades, cuál pueda ser. En seguida, cuál de las otras formas es deseable para tal o cual pueblo (pues podría ser que para algunos fuese la democracia más necesaria que la oligarquía, y para otros ésta más bien que aquélla). Después, de qué manera ha de proceder quien desee establecer estas formas de gobierno, digo cada una de las formas así de democracia como de oligarquía. Finalmente, y una vez que hayamos dado concisa cuenta de todo esto en la medida de lo posible, intentaremos descubrir los factores que corrompen o preservan las constituciones, así en común como para cada una en particular, y por qué causas sobre todo se produce todo ello naturalmente.

(III)

La causa de que haya varias formas de gobierno es que en toda ciudad hay cierto número de partes.

En primer lugar vemos que toda ciudad está compuesta de familias; y después, que de este conglomerado unos son necesariamente ricos, otros pobres y otros clase media, y que los ricos están armados y los pobres sin armas. Y también vemos que de la gente del pueblo unos son campesinos, otros comerciantes y otros obreros. Y en la clase superior hay también diferencias tanto por la riqueza como por la magnitud de la propiedad (como por ejemplo en la cría de caballos), que no es fácil que la tengan sino los ricos.

De aquí que en los tiempos antiguos haya habido oligarquías en todas las ciudades cuya fuerza estaba en la caballería, de la cual se servían en las guerras contra sus vecinos, como lo hicieron los eritreos, los calcidios y los magnesios de las orillas del Meandro, y otros muchos pueblos de Asia.
Pero además de las diferencias por la riqueza, están las que se fundan en el nacimiento o en la virtud, y cualquier otra distinción similar, si la hubiere, y que constituye un elemento de la ciudad, como hemos dicho al hablar de la aristocracia (donde distinguimos los elementos necesarios de que consta cada ciudad).

Como quiera, pues, que de estos elementos toman parte unas veces todos ellos en el gobierno de la ciudad, y otras menos o más, es manifiesto que necesariamente habrá una pluralidad de formas de gobierno diferentes específicamente entre sí, toda vez que las partes mismas difieren entre sí específicamente.

La constitución, en efecto, es la organización de los poderes, y éstos se distribuyen por lo general en proporción a la influencia de los que participan en el poder o por alguna igualdad que les sea común, con lo que me refiero, por ejemplo, a la que hay entre los pobres o entre los ricos, o a alguna que sea común a ambas clases.

En consecuencia, debe haber tantas formas de gobierno cuantas sean los ordenamientos que se hagan con arreglo a las superioridades y a las diferencias entre las partes. Según la opinión común, habría sólo dos formas constitucionales, así como de los vientos llamamos a unos vientos del norte y a otros vientos del sur, y los demás no son sino modificaciones de éstos.

Pues así también no habría sino dos constituciones: democracia y oligarquía, ya que la aristocracia se considera como cierta oligarquía, y por tanto se clasifica como una forma de oligarquía, y en cuanto a la llamada república la tienen por una democracia...

Esta es, pues, la opinión habitual y prevalente en los que atañe a las constituciones; pero es más verdadera y mejor la clasificación que nosotros hacemos bien constituidas, y las demás desviaciones, lo serán éstas o de la forma bien combinada o de la mejor constitución, siendo oligárquicas las más tensas y despóticas, y democráticas las más relajadas y suaves.

No debe suponerse...que la democracia es simplemente el régimen en que el pueblo es soberano (pues también en las oligarquías y donde quiera es soberana la mayoría); ni que la oligarquía a su vez sea el régimen en que la soberanía esté en el menor número.

Porque si el número total de ciudadanos fuese de mil trescientos, y de éstos mil fuesen ricos y no dieran participación en el poder a los trescientos pobres, por más que éstos fuesen libres y semejantes en lo demás a aquellos, nadie diría que estuviese este pueblo gobernado democráticamente. Y de manera análoga, si los pobres fuesen pocos, pero más poderosos que los ricos más numerosos, nadie tampoco llamaría a este régimen una oligarquía si los demás ciudadanos, no obstante ser ricos, no participasen de los honores.

Más bien, por tanto, debe decirse que la democracia existe cuando son los libres los que detentan la soberanía, y la oligarquía a su vez cuando la tienen los ricos; pero por mera coincidencia los primeros son muchos y los segundos pocos, porque los libres son muchos y los ricos pocos.

De otro modo, en efecto, si las magistraturas se distribuyen en atención a la estatura, como dicen algunos que se hace en Etiopía, o en proporción a la belleza, habría una oligarquía, dado que es pequeño el número de hombres bellos y de gran estatura. pero estas formas de gobierno no se definen suficientemente por la sola riqueza o la libertad, porque como quiera que hay otros elementos así en la democracia como en la oligarquía, debemos aun hacer la precisión ulterior de que no habrá democracia donde los libres, siendo pocos en número, gobiernen sobre una mayoría de hombres no libres, como en Apolonia del mar Jónico y en Tera (pues en cada una de estas ciudades estaban en los puestos de honor las familias más distinguidas por su nobleza y que primeramente habían poblado estas colonias, y estas eran pocas entre la multitud), ni tampoco, a su vez, habría una democracia si dominaran los ricos sólo por su número, como fue antiguamente en Colofón (donde la mayoría tenía grandes propiedades antes de que viniera la guerra contra los lidios), sino que la democracia existe cuando una mayoría de ciudadanos libres y pobres ejercen la soberanía, y la oligarquía, a su vez, cuando la ejerce una minoría de ricos y nobles.

Hemos dicho antes que hay varias formas de gobierno, y por qué causa. Mas ahora, y partiendo del principio que previamente establecimos, digamos por qué hay más de las mencionadas, y por qué razón. Hemos dado por sentado que toda ciudad tiene no una, sino varias partes. Si nos propusiéramos hacer una clasificación de las especies animales, empezaríamos por definir las propiedades que necesariamente tiene todo animal (como, por ejemplo, ciertos órganos sensoriales, así como un aparato para recibir y digerir el alimento, como la boca y el estómago y órganos locomotrices que cada animal posee).Si no hubiese otras partes necesarias fuera de éstas, pero entre ellas hubiera diferencias (como si, por ejemplo, hubiera varias clases de boca, estómago y órganos sensoriales, así como de partes locomotrices) el número de combinaciones de estas variedades constituiría necesariamente una variedad de especies animales (ya que no es posible para el mismo animal tener varias especies de boca, como tampoco de vidas). De este modo, pues, y así que hubiéramos clasificado todas las combinaciones posibles, éstas arrojarán como resultados las respectivas especies animales, que serán tantas en número cuantas son las combinaciones de las partes necesarias.

Pues de la misma manera clasificaremos las variedades de las formas de gobierno que hemos mencionado, porque las ciudades también están compuestas no de una, sino de muchas partes, como hemos dicho repetidamente.

Una es la masa del pueblo que se ocupa de la alimentación, y que son llamados labradores.

La segunda es la de los llamados obreros , y éste es el grupo dedicado a las artes y oficios sin los cuales es inhabitable la ciudad, siendo unas de estas artes de todo punto necesarias, en tanto que otras contribuyen al lujo o al bienestar.

La tercera es la de los comerciantes (por cuyo término entiendo la clase que se ocupa de comprar y vender, bien sea al por mayor o al menudeo).

La cuarta es la de los jornaleros, y

la quinta es la clase militar, cuya existencia es no menos indispensable que las anteriores si la ciudad no ha de llegar a ser esclava de los invasores; porque seguramente es cosa imposible que pretenda llamarse ciudad a una comunidad esclava por naturaleza, ya que la ciudad es autosuficiente, mientras que no lo es la que ostenta la condición servil.

Por esto es ingenioso, pero no suficiente, el tratamiento que de esta cuestión se hace en la República.

Dice Sócrates, en efecto, que son cuatro los elementos absolutamente indispensable de que consta la ciudad, y los especifica como tejedor, labrador, zapatero y albañil; y luego añade, dado que éstos no se bastan así mismos, el herrero y los que cuidan del ganado necesario, y además el comerciante al por mayor y al menudeo.

Todos estos elementos constituyen la plenitud de la primera ciudad por él proyectada, como si toda ciudad se constituyera en vista de las necesidades de la vida, y no por causa del bien, y como si necesitara tanto de zapateros como de labradores. En cuanto a la clase militar, no la introduje sino hasta que ha crecido el país y hasta que, al entrar en contacto con el de los vecinos, se ve arrastrada la ciudad a la guerra.

Pero aun entre las cuatro clases, o sea cual fuere su número, que integren la comunidad, necesariamente ha de haber alguien que atribuya y determine el derecho; y si postulamos que el alma es parte del viviente más principal que el cuerpo, también habrá que postular que estas clases como la militar, la que desempeña la justicia judicial, y además la clase deliberativa (función que corresponde a la prudencia política) son más partes de la ciudad que aquellas otras que sirven a las necesidades corporales.

Y no hace el caso, para la fuerza del argumento, que estas funciones estén en clases separadas o en las mismas personas, pues a menudo ocurre que los mismos hombres llevan las armas y cultivan la tierra.

En conclusión, pues, y toda vez que tanto éstos como aquéllos han de tenerse como partes de la ciudad, es evidente que la clase militar por lo menos es parte de la ciudad.

La séptima clase, que llamamos de los ricos, es la que con su fortuna sirve a la comunidad.


La octava es la de los funcionarios públicos que sirven en las magistraturas, toda vez que sin magistrados es imposible que exista la ciudad.

Es menester, por tanto, que haya quienes sean capaces de gobernar y prestar estos servicios públicos a la ciudad, bien sea de manera continua o por turno.

Quedan sólo las clases que hemos definido ocasionalmente poco antes a saber la deliberativa y la que juzga sobre los derechos de los litigantes.

Y si estas funciones han de existir en las ciudades, y existir con eficiencia y justicia, menester será que quienes las desempeñen sean hombres dotados de virtud en materia política.

En cuanto a las demás capacidades, en opinión de muchos pueden concurrir en las mismas personas, o sea que los mismos pueden ser guerreros, labradores y artesanos, y también miembros de los cuerpos deliberativo y judicial; y en verdad que todos los hombres pretenden tener virtud y creen ser capaces de desempeñar la mayoría de las magistraturas. Pero lo que es imposible es que los mismos sean a la vez pobres y ricos, y por esto parecen ser éstos por excelencia las partes de la ciudad, es decir los ricos y los pobres. Y por el hecho, además, de ser ordinario los primeros pocos y lo segundos muchos, se presentan estas partes como clases antagónicas dentro de la ciudad, de suerte que una y otra establecen los regímenes políticos con vistas a su respectiva supremacía, y por esto, en fin, se cree que no hay sino dos formas de gobierno, que son democracia y oligarquía.

(IV)

Hemos dicho con antelación que hay muchas formas de gobierno, y por qué causa; y ahora podemos decir que hay varias formas de democracia y de oligarquía, lo cual es asimismo manifiesto por lo que hemos dicho. Hay, en efecto, varias clases así del pueblo como de los llamados notables.

De las clases populares una es la de los campesinos, otra de los obreros y artesanos, otra de los comerciantes dedicados a operaciones de compraventa, y otra la de la gente de mar, y de ésta a su vez los que hacen la guerra marítima, los dedicados al tráfico de mercancías o pasajeros, y los pescadores...Pues además de estas clases, estaría aún la de los jornaleros y la de los que, por su escasez de recursos, no pueden disfrutar ningún ocio, así como la de los que no son libres por parte de padre o madre, y aún podría haber otra clases semejante entre el pueblo. Entre los notables, a su vez, las diferencias se constituyen por la riqueza, el nacimiento, la virtud, la educación y otras cualidades del mismo orden.

La primera forma de democracia es la que recibe este nombre en atención sobre al principio igualitario. La legislación de esta democracia, en efecto, hace consistir la igualdad en que los pobres no tengan preeminencia sobre los ricos, ni una u otra clase tenga la soberanía, sino que ambas estén en el mismo nivel.

Si, como algunos opinan, la libertad, se encuentra principalmente en la democracia, y también la igualdad, esto se realizará más cumplidamente cuando todos participen plenamente del gobierno por igual. Y como el pueblo está en mayoría, y la decisión de la mayoría es soberana, necesariamente será este régimen una democracia.

Otra forma de democracia es aquella en que las magistraturas se distribuyen de acuerdo con los censos tributarios, pero éstos son reducidos, por más que sólo quien posee la necesaria propiedad puede participar en el gobierno, y no participa quien la ha perdido. Otra forma de democracia es aquella en que pueden participar del gobierno todos los ciudadanos cuya ascendencia sea inobjetable, pero, en última instancia, gobierna la ley. Otra forma de democracia consiste en que todos pueden participar de las magistraturas con sólo que sean ciudadanos, pero también gobierna la ley. Otra forma de democracia es en todo como la anterior, excepto que es el pueblo y no la ley el soberano; y esto ocurre cuando los decretos de la asamblea tienen supremacía sobre la ley. Esta situación se produce por obra de demagogos. El demagogo no surge en las democracias regidas por la ley, sino que los mejores de entre los ciudadanos están en el poder; pero los demagogos nacen allí donde las leyes no son soberanas y el pueblo se convierte en un monarca compuesto de muchos miembros, porque los más son soberanos no individualmente, sino en conjunto. Lo que está claro es qué especie de democracia quiere significar Homero al decir que no es bueno el gobierno de muchos, se ésta o aquella en que son muchos los que gobiernan a título singular. Como quiera que sea, un pueblo de esta especie, como si fuese un monarca, trata de gobernar monárquicamente al no sujetarse a la ley y se convierte en un déspota siendo la consecuencia que los aduladores alcancen posiciones honrosas. Un régimen de esta naturaleza es a la democracia lo que la tiranía es a los regímenes monárquicos.

Su espíritu es el mismo, y uno y otro régimen oprimen despóticamente a los mejores ciudadanos, los decretos del pueblo son como los mandatos del tirano; el demagogo en una parte es como el adulador en la otra, y unos y otros tienen la mayor influencia respectivamente: los aduladores con los tiranos, y los demagogos con pueblos de esta especie.

Al referir todos los asuntos al pueblo, son ellos la causa de que los decretos prevalezcan sobre las leyes. Su posición eminente la deben a que si el pueblo es soberano en todo los asuntos, ellos lo son a su vez de la opinión popular porque la multitud les obedece. Y por encima de esto, los que tienen alguna queja contra los magistrados alegan que quien debe juzgar es el pueblo, y éste acepta de buen grado al convite, con lo cual se disuelven todas las magistraturas. Y aun pudiera razonablemente censurarse esta democracia si se dijese que no es verdaderamente una república o gobierno constitucional, porque donde las leyes no gobiernan, no hay república. La ley debe ser en todo suprema, y los magistrados deben únicamente decidir los casos particulares, y esto es lo que debemos tener por república. Así pues, si la democracia es una forma de gobierno constitucional, es manifiesto que una organización de esta especie, en que todo se administra por decretos, no es tampoco una democracia en sentido propio, pues no pueden los decretos ser normas generales.

(V)

Queda por hablar de la república o gobierno constitucional y de la tiranía. Por más que la primera no sea una desviación, como tampoco la aristocracia de que acabamos de hablar, las colocamos sin embargo entre las desviaciones, porque en rigor de verdad son deficientes con respecto a la constitución más recta, y en consecuencia se enumeran con las desviaciones a que ellas mismas dan lugar, según dijimos al principio. En cuanto a la tiranía, es lógico mencionarla en último lugar, porque es el menos constitucional de todos los gobiernos, y nuestra investigación es acerca del gobierno constitucional.

Dada, pues, razón del orden que nos proponemos seguir, nos corresponde ahora mostrar lo que sea la república, cuya significación resultará más claras una vez que se han definido las características de la oligarquía y de la democracia.

La república, en efecto, es, en termino generales, una mezcla de oligarquía y democracia; pero la gente acostumbra llamar repúblicas a las que se inclinan a la democracia, y aristocracias, en cambio, a las que propenden a la oligarquía, en razón de que la cultura y la nobleza se encuentran de preferencia en las clases pudientes, y además porque los ricos parecen tener ya aquellos por cuya posesión los delincuentes incurren en falta.

De aquí que los ricos se les llaman nobles y buenos y distinguidos; y así como la aristocracia tiende de suyo a conferir la preeminencia a los mejores de entre los ciudadanos, así también se extiende el término a las oligarquías, como si se integrasen principalmente de hombres nobles y buenos. Por otra parte, parece imposible que reciba un buen orden legal una ciudad no gobernada por los mejores, sino por los malos, como asimismo que gobiernen los mejores si no hay un buen orden legal. Ahora bien, éste no consiste en tener buenas leyes, sino en obedecerlas; y de aquí que la buena legislación haya de entenderse primero como la obediencia a las leyes establecidas, y segundo como la promulgación de leyes buenas que sean acatadas (pues también es posible obedecer a leyes que sean malas) Y el que las leyes sean buenas, puede ser a su vez de dos maneras: o como las mejores entre las posibles para este pueblo, o como las mejores en absoluto.

La aristocracia, con todo, parece consistir esencialmente en la distribución de los honores de acuerdo con la virtud, pues la virtud es el término definitorio de la aristocracia, como la riqueza lo es de la oligarquía y la libertad de la democracia.

El otro principio, en cambio, de estar a la opinión de la mayoría, se encuentra en todas las constituciones, ya que tanto en la oligarquía como en la aristocracia y en la democracia es suprema la decisión de la mayoría de aquellos que participan en el gobierno. Y si la mayoría de las ciudades reclaman la forma de república, es en razón de que su único fin es la mezcla de ricos y de pobres, de riqueza y libertad (y en casi todas los ricos parecen ocupar el lugar que debía destinar a los de condición noble y virtuosa). En realidad, sin embargo, hay tres cosas que pueden reclamar la igualdad en la ciudad, a saber la libertad, la riqueza y la virtud (pues la cuarta, la nobleza, acompaña a las dos últimas, como quiera que la nobleza es riqueza y virtud hereditarias).

Es claro, por tanto, que a la mezcla de estos dos elementos: ricos y pobres, habrá que llamarla república o gobierno constitucional, y a la de los tres, aristocracia en grado eminente, pero fuera de la que es verdadera y primera.

Queda así, pues, explicado que hay otras formas de gobierno aparte de la monarquía, la democracia y la oligarquía, y cuáles son, y en qué difieren entre sí las aristocracias, y las repúblicas de la aristocracia, siendo además conveniente a las ciudades, y qué persona, y de qué origen, debe establecerse como rey.

En esos libros, además, donde tratamos de la monarquía, distinguimos dos formas de tiranía, a causa de que su naturaleza coincide en cierto modo con la de la monarquía, por ser de acuerdo con la ley ambos gobiernos (a saber los monarcas absolutos que eligen algunos bárbaros y algunos monarcas de esta especie que existieron entre los antiguos griegos, y a quienes llamaban dictadores).

Y aunque había algunas diferencias entre uno y otro régimen, ambos eran por una parte monárquicos en cuanto que el poder singular se ejercía sobre una base legal y con el consentimiento de los súbditos, y tiránicos a causa de que el gobierno era despótico y al arbitrio de quienes lo detentaban. Pero la tercera forma de tiranía, y que es la que sobre todo se entiende por dicho término, es la que corresponde a la monarquía absoluta. Esta tiranía, pues, se da necesariamente cuando hay un poder singular que gobiernan irresponsablemente a sus iguales o superiores, en vista de sus propio interés y no del de los gobernados. Es, por tanto, un gobierno de fuerza porque ningún hombre libre tolera voluntariamente un poder de esta naturaleza.

(...)

(VI)

Veamos ahora cuál es la mejor constitución y la vida mejor para la mayoría de las ciudades y el común de los hombres, no juzgando de acuerdo con un patrón de virtud que esté por encima del hombre medio, o por una educación que requiere dotes naturales y recursos de fortuna, ni con vistas a una constitución a la medida de nuestro deseo, sino con arreglo a un estilo de vida que pueda compartir la mayoría de los hombres, y a una constitución de que pueda participar la mayoría de las ciudades. Porque de las llamadas aristocracias, de que acabamos de hablar, unas caen fuera de las posibilidades de la mayoría de las ciudades, y otras se aproximan a la llamada república, por lo cual debe hablarse de ambas formas como de una sola. Y en verdad que el juicio en todas estas materias proviene de los mismos principios elementales.

Porque si en la Ética nos hemos expresado bien al decir que la vida feliz es la que se vive sin impedimento de acuerdo con la verdad, y que la virtud consiste en el término medio, síguese necesariamente que la vida media será la mejor, esto es, de acuerdo con el término medio al alcance de cada individuo.

Y estos mismos conceptos se aplican necesariamente a la virtud o vicio de la ciudad y de su constitución, porque la constitución es como la vida de la ciudad. En todas las ciudades, pues, hay tres partes o clases de la ciudad; los muy ricos, los muy pobres, y en tercer lugar los intermedios entre unos y otros. Ahora bien, y toda vez que, según se reconoce, lo moderado y lo que está en el medio es lo mejor, es claro que una moderada posesión de bienes de fortuna es la mejor de todas.

Obedecer a la razón es lo más fácil en estas condiciones, mientras que los que son en exceso bellos, fuertes, nobles o ricos, o al contrario de éstos, en exceso pobres o débiles, o grandemente despreciados, difícilmente se dejan guiar por la razón, pues los primeros tórnanse de ordinario insolentes y grandes malvados, y los segundos malhechores y criminales de menor cuantía, y de los delitos uno se cometen por insolencia y otros por maldad.

Y los de la clase media además son los menos inclinados o a rehusar los cargos públicos o a procurarlos con empeño, y una y otra cosa son nocivas a las ciudades.

Y a más de esto, aquellos que son muy superiores en bienes de fortuna, fuerza, riqueza, amigos y otros bienes de este género, ni quieren obedecer ni saben cómo (y esta condición la adquieren desde niños y en su hogar, pues, por la molicie en que vivieron, no contrajeron siquiera hábitos de obediencia en la escuela); y aquellos otros, por su parte, que están en extrema necesidad de los bienes dichos, son demasiado sumisos y apocados.

De aquí, en consecuencia, que estos últimos no sepan mandar, sino ser mandados con mando servil, y que los primeros, a su vez, no sepan obedecer a ninguna autoridad, sino sólo mandar con mando despótico. De esta suerte constitúyese una ciudad de esclavos y señores, pero no de hombres libres, sino de una clase de envidiosos y otra de despreciadores, lo cual es lo más distante de la amistad y de la comunidad política. La comunidad se funda en la amistad, pues entre enemigos no se quieren ni siquiera ir juntos por el mismo camino.

Ciertamente la ciudad aspira a componerse de elementos iguales y semejantes tanto como sea posible. Ahora bien, la clase media, más que otra alguna tiene esta composición. por lo cual la ciudad fundada en dicha clase será la mejor organizada en lo que respecta a los elementos naturales que en nuestro concepto constituyen la ciudad. Y esta clase de ciudadanos es también la que tiene mayor estabilidad en las ciudades, pues ni codician como los pobres los bienes ajenos, ni lo suyo es codiciado por otros como los pobres codician lo de los ricos; y así, por no asechar a otros ni ser a su vez objeto de asechanzas, viven una vida exenta de peligros. Y por esto deseaba con razón Focílides: En muchas cosas los de en medio tienen lo mejor; sea la mía una posición media en la ciudad.

Es manifiesto, por tanto, que la comunidad política administrada por la clase media es la mejor, y que pueden gobernarse bien las ciudades en las cuales la clase media es numerosa y más fuerte, si es posible, que las otras dos clases juntas, o por lo menos que cada una de ellas. pues así, sumándose a cualquiera de ellas, inclina la balanza e impide los excesos de los partidos contrarios.

De aquí que la mayor fortuna para una ciudad consiste en que sus miembros tengan un patrimonio moderado, y suficiente, ya que donde nos poseen en demasía y otros nada, vendrá o la democracia extrema o la oligarquía pura, o bien aún, como reacción contra ambos excesos, la tiranía.

De la democracia más violenta, en efecto, así como de la oligarquía, nace la tiranía, pero con mucha menos frecuencia de las formas de gobierno intermedias y de sus afines. La causa la diremos más tarde al tratar de las revoluciones políticas. que el régimen intermedio es el mejor, es así evidente. Es el único, en efecto, libre de facciones, ya que donde la clase media es numerosa, es ínfima la probabilidad de que se produzcan facciones y disensiones entre los ciudadano. Y por la misma razón las grandes ciudades son las menos expuestas a sediciones, pues en ellas es numerosa la clase media, mientras que en las pequeñas es fácil la división de todos en sólo dos partidos sin dejar nada en medio, y casi todos son o pobres o ricos. Y las democracias son más seguras y de más larga duración que las oligarquías a causa de la clase media (cuyos miembros son más numerosos y participan más de los honores políticos en las democracias que en las oligarquías). Mas cuando falta la clase media y los pobres alcanzan un número extremado sobreviene la adversidad y pronto se arruinan. Como hecho significativo debe tenerse el que los mejores legisladores hayan sido ciudadanos de clase media...

De lo anterior resulta manifiesto por qué la mayor parte de las constituciones son unas democráticas y otras oligárquicas; lo que se debe al hecho de que en ellas es a menudo exigua la clase media, y cualquiera de las otras dos que predomine -sean los que tiene la propiedad, sea el pueblo-, desplaza a la clase media y gobierna para sí la república, y así nace la democracia o la oligarquía. A más de esto, y como se producen disensiones y luchas entre el pueblo y los ricos, si cualquiera de estas facciones llega a dominar a su contraria, no establecerá un gobierno para todos, ni igual, sino que asumirá la dominación política como premio de su victoria, y constituirán unos la democracia y otros la oligarquía...

En conclusión, y debido a estas causas, la forma constitucional intermedia no llega a existir jamás, o raramente en pocos lugares; porque apenas un hombre entre los que antiguamente tuvieron la dirección política pudo ser inducido a otorgar este ordenamiento. Ahora, en cambio, se ha arraigado entre los ciudadanos el hábito de ni siquiera desear la igualdad, sino que o bien procuran dominar o, si son vencidos, soportan el mando. Por lo anterior, se ha puesto de manifiesto cuál es la mejor constitución y por qué causa. Y una vez definida esta forma mejor, no será difícil ver, entre las demás constituciones (puesto que afirmamos haber varias democracias y varias oligarquías) cuál hay que poner en primer lugar, cuál en segundo, y cuál vendría luego por este orden, en razón de ser una mejor y otra peor. La que esté más cerca de la mejor constitución, será siempre y necesariamente superior, e inferior a su vez la que más se aleje del término medio, a no ser que hayamos de juzgar con relación a ciertas circunstancias dadas; y hablo de circunstancias porque a menudo aun siendo otra constitución de suyo preferible, nada impide que a ciertos pueblos les convenga más otra constitución.

Las secciones separadas por números romanos son nuestras en un intento de darle unidad temática a estos extractos de Aristóteles y no reflejan la separación que hizo el sabio griego.